Durante su autoimpuesto exilio en Europa, Joaquín Crespo se deslumbra con la arquitectura del viejo continente, por lo que al volver a Venezuela inicia una serie de construcciones
Joaquín Crespo en la Mata Carmelera
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Por Rafael Simón Jiménez


Pocas personas han tenido, quizás sin proponérselo, capacidad de predecir las circunstancias en que se produciría su muerte. El general Joaquín Crespo, el último gran caudillo del decadente Liberalismo Amarillo, tuvo la iniciativa de mandar a construir en los años de su segundo mandato, un impresionante mausoleo, que con propósitos de panteón familiar, aún se constituye en una de las joyas arquitectónicas que adornan el decadente, peligroso y descuidado Cementerio General del Sur. Crespo era un hombre de los orígenes más humildes, que desde muy joven, casi niño, se incorporó a las contiendas civiles que casi ininterrumpidamente asolaron a Venezuela a partir de la Guerra de Independencia y durante todo el siglo XIX, destacando por su intrépido valor y por un carácter propicio para las relaciones personales. Su buena estrella comenzará a brillar junto al gran jefe político y militar del liberalismo, Antonio Guzmán Blanco, quien aprecia en el guerrero guariqueño dotes de lealtad y consecuencia que lo irán haciendo ascender a posiciones cada vez más destacadas.

En 1884 llegará la hora para que Joaquín Crespo sea ungido por Guzmán Blanco como presidente de Venezuela, luego de la infausta experiencia de Linares Alcántara, que al no más asentarse en la jefatura de la República había reaccionado contra su poderoso antecesor, permitiendo el auge de sus enemigos y la destrucción de sus estatuas, cabriola que no llega a consolidar porque la muerte lo sorprende en pleno cometido. Guzmán Blanco regresa al poder con la mala espina de la traición de su compadre Linares, y al concluir su nuevo mandato conocido como el “quinquenio", reflexiona más ponderadamente sobre quién debe ser ahora su sucesor para los dos años a los que había reducido constitucionalmente el periodo presidencial. Crespo resulta el elegido, y aun cuando no estuvo exento de diferencias con el jefe supremo, le entregó el poder al cumplirse el breve mandato, haciéndose acreedor al rimbombante título de “héroe del deber cumplido”.

Cuando se acerca de nuevo la hora de alternarse en el poder con sus válidos, Crespo piensa que su lealtad y consecuencia lo harán acreedor de nuevo de la confianza de Guzmán para volver a la primera magistratura, sin embargo la decisión del “ilustre americano" se encamina hacia otros rumbos. Crespo y Guzmán parlamentan en los llanos aragüeños y para decepción del primero, el Presidente se niega a ratificarle su confianza con el argumento de que devolverse uno al otro la Presidencia se constituiría en una farsa al estilo de lo practicado por José Antonio Páez y Carlos Soublette, durante el periodo de la oligarquía conservadora. Para Crespo esta decisión marcará el fin de su admiración e incondicionalidad hacia Guzmán y entonces sin otra opción decide marcharse a Europa.

Durante su autoimpuesto exilio, Crespo, hombre rústico y elemental, se impresiona y deslumbra con la arquitectura Europea, por lo que al volver a Venezuela, en plan de combate contra el continuismo planteado primero por el frustrado Rojas Paúl y más tarde Raimundo Andueza Palacios, que lo lleva a ocupar la Presidencia por segunda vez, iniciará una serie de construcciones para su uso particular copiadas de lo visto en el viejo continente, entre ellas el hoy Palacio de Miraflores y su panteón familiar en el Cementerio General del Sur. Crespo, que ahora manda en solitario, con su solo poder y alejado de la tutela e influencias de Guzmán, manda a traer de Europa los materiales y los maestros de obras para trabajar en sus iniciativas inmobiliarias. Todas las tardes recorre, en su impresionante caballo y acompañado de su guardia personal, el camino al cementerio para supervisar personalmente los trabajos que allí se cumplen.

Sus edecanes de confianza, impresionados por la majestuosidad del mausoleo familiar en construcción, se atreven un día a preguntarle: ¿Pero general, para qué tanto lujo? Y el caudillo de trato cordial y campechano, sin inmutarse les respondió a sus sorprendidos interlocutores: "Esto no será para mí, sino para Jacinta y los muchachos, yo moriré un día cualquiera junto a una mata". Sin imaginarlo siquiera, el general Crespo morirá en la llamada Batalla de la Mata Carmelera, entre San Carlos y Acarigua, cuando un tirador emboscado le propina un certero disparo, que muerto lo derriba de su vistoso caballo peruano. Se encontraba entonces confiado en su coraje y pericia militar persiguiendo al general José Manuel Hernández, el popular “Mocho” a quien meses antes había robado las elecciones para imponer a su preferido el general Ignacio Andrade. Sin embargo el cadáver del distinguido difunto sí descansará, luego de variadas peripecias para su traslado, en el lujoso panteón familiar que había construido en el cementerio caraqueño y que, aun hoy en estado de abandono, se constituye en una de las más llamativas obras de arquitectura que adornan el camposanto capitalino.





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