Por Alexis Márquez Rodríguez: La Habana, París y Caracas tres ciudades donde transcurrió la vida de Alejo Carpentier y aportaron un poco de si a cada una de sus obras.
Carpentier en Venezuela
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La Habana, París y Caracas fueron las estaciones vitales de Alejo Carpentier. En la primera escribe su novela bautismal,Ecue-Yamba-O0 (desde la cárcel). A la segunda llega como Ministro Consejero de la Embajada de Cuba en Francia. Y en la tercera permanece 14 años (desde agosto de 1945), idea cuatro de sus más grandes novelas y consolida su vocación por la historia americana. A cada una regresó más de una vez y de ello dan fe las precisiones que, en este artículo, establece uno de sus más cercanos amigos venezolanos

En tres ciudades transcurrió la vida de Alejo Carpentier. La primera fue La Habana, donde nació, el 26 de diciembre de 1904. Allí vivió hasta 1928, cuando viajó a París como exiliado, después de haber sufrido nueve meses de prisión bajo la dictadura de Gerardo Machado. Vivió una segunda etapa habanera entre 1939 y 1945, cuando viajó con Lilia, su esposa, a Caracas, donde permanecieron 14 años. Regresaron a La Habana en julio de 1959, reciente el triunfo de la Revolución. Esta quinta etapa –tercera en su ciudad natal- llegó hasta 1966, y en ella culmina el desarrollo de su madurez, confluencia de su formación cubana, ricamente complementada en Francia, y de su experiencia europea y venezolana, que amplió su ya inmensa cultura. En 1966 viaja de nuevo a París, como Ministro Consejero en la Embajada de Cuba en Francia. Esta segunda etapa parisiense –sexta y última de su vida- dura hasta su muerte, el 24 de abril de 1980.

Los Carpentier llegan a Caracas el 21 de agosto de 1945. Él mismo confesó la enorme importancia que tuvieron en su vida y en su obra los 14 años que vivió en Venezuela. Cuando viaja a París en 1928 tenía ya una amplia cultura, y estaba al día sobre todo en el ámbito de las artes y la literatura. Pese a no haber salido de su país sino en dos breves ocasiones, el joven Carpentier conocía muy bien lo que en el arte y las letras se hacía en todo el mundo, en particular en Francia, donde estaban en su apogeo los movimientos de vanguardia, sobre todo el Surrealismo. Por eso no es extraño que cuando Alejo escribe su primera novela, Ecue-Yamba-O, en la cárcel de La Habana, su lenguaje refleje su entusiasmo surrealista, y que al llegar a París, de la mano de uno de los más conspicuos poetas del Surrealismo, Robert Desnos, se disponga a hacer literatura surrealista.

Afortunadamente, se dio cuenta de que no tenía nada que buscar en los predios surrealistas, donde ya todo estaba hecho, lo que lo condenaba a ser solo un seguidor de los ya famosos dentro de ese movimiento. Entonces descubre a América como tema de su futura obra literaria. De modo que, al regresar a Cuba en 1939, ya está curado de la fiebre surrealista, y ganado para el americanismo como expresión literaria. Sus palabras al respecto son clarísimas: “Me hubiera sido fácil (…) hacer surrealismo (…); pero ¿qué cosa iba a añadir yo al surrealismo, si lo mejor del surrealismo estaba hecho ya? (…); de repente, como una obsesión, entró en mí la idea de América (…). Me dediqué durante largos años a leer lo que podía sobre América, desde las Cartas de Cristóbal Colón, pasando por el Inca Garcilaso, hasta los autores del siglo XXVIII. Por espacio de casi ocho años no hice otra cosa que leer textos americanos. América se me presentaba como una enorme nebulosa que yo trataba de entender, aunque tenía la oscura intuición de que mi obra se iba a desarrollar aquí, que iba a ser profundamente americana” (Razón de ser).


“PAÍS COMPENDIO”

Además de Ecue-Yamba-O, publicada en Madrid en 1933, había escrito también, en francés, el cuento “Historia de lunas”, más otro cuento, “El estudiante”, cuya existencia se conocía por menciones del propio Alejo, pero del cual solo hace pocos años se descubrió un fragmento, en castellano, sin que se sepa con certeza si es el texto original, supuestamente escrito en ese idioma, o de una traducción del texto primigenio, que se habría escrito en francés, según el propio Carpentier lo dijera muchas veces, y que tal vez él mismo hubiese comenzado a traducir.

En La Habana, en 1944, publica dos nuevos cuentos, “Viaje a la semilla”, un verdadero clásico, no solo de la obra carpenteriana, sino también de la narrativa de la lengua castellana, y “Oficio de tinieblas”. Pero él mismo siente que su obra literaria aún espera para manifestarse con la fuerza que presentía.

Es al llegar a Caracas cuando se da cuenta de lo que le faltaba para producir la obra que se sentía llamado a producir, y para la que se había venido preparando desde hacía tiempo. Venezuela le muestra la realidad de un continente al que solo conoce a través de sus lecturas, pero no como vivencia. Tenía, claro está, la de su isla y su entorno caribeño, más una fugaz visión de México en un viaje de pocos días, en 1926. Pero le faltaba la visión directa de tierra firme, el contacto cabal con aquel vasto continente cuya realidad geográfica apenas había vislumbrado desde su atalaya europea, y de cuya historia solo conocía lo leído en los pocos libros que sobre esa materia apenas se conseguían en aquellos años en París.

Venezuela, según declaró muchas veces Alejo, puso ante sus ojos toda la realidad geográfica e histórica del continente. Porque Venezuela, decía él, es un “país compendio” que reúne, dentro de su territorio, toda la realidad geográfica de América: los Andes, con picos de más de cinco mil metros y nieves perpetuas; los llanos, abiertos e ilimitados; la selva, misteriosa y profunda, morada de indígenas aún en adánica pureza; ríos inmensos e impetuosos y lagos como mares; desiertos y dunas donde apenas crece una precaria vegetación xerófila; el litoral marino, con sus pueblos de pescadores alegres y bulliciosos, habituados a hablarle a gritos al mar.

Pero Venezuela es también síntesis de la historia americana, pues allí se dio el primer impulso de la independencia de todos nuestros pueblos, y de sus fronteras salieron los soldados que llevaron la libertad a los más remotos confines del continente, en una primera concreción de la idea integracionista, inicialmente formulada por Francisco de Miranda –también precursor-, y alentada luego por otros insignes venezolanos, como Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Andrés Bello. Además, la historia venezolana del siglo XIX, y aun del XX, se repite en todos los restantes países del ámbito continental, con sus caudillos primitivos, su latifundio y sus guerras civiles; con sus dictadores y sus líderes, hombres y mujeres de limpia trayectoria y de generosa abnegación.

La primera experiencia resaltante que vive Carpentier en Venezuela es una cruenta rebelión militar, que el 18 de octubre de 1945 derrocó al presidente Isaías Medina Angarita, y dio paso, tres años más tarde, a la corrupta y vesánica dictadura de Marcos Pérez Jiménez, compinche del cubano Fulgencio Batista. Los episodios vividos y vistos de cerca por Carpentier en esos dramáticos momentos, sus primeros días caraqueños –vivía entonces en un hotel, cercano a la sede del gobierno derrocado-. Aparecen minuciosamente relatados en Los pasos perdidos, la más venezolana de sus obras.


“A ESCALA DE HOMBRE”

Cuando Carpentier llega a Caracas lleva apenas esbozada su primera gran novela, El reino de este mundo, inspirada en un viaje a Haití, en 1943. Allí conoció las ruinas de la Ciudadela de Laferrière, la fabulosa fortaleza hecha construir por Henri Christophe, el emperador negro de Haití, con artificios que le daban la ilusión de tener un refugio inexpugnable, en caso de una temida invasión napoleónica para tratar de reconquistar la isla, primera colonia europea de la América no anglosajona que se había independizado. En Haití, además, ante aquellos testimonios de un pasado lleno de prodigios y hechos insólitos, concibe también su primera intuición de lo que luego formulará, precisamente en el prólogo de esta novela, como su teoría de lo real maravilloso.

En Caracas, pues, escribe El reino de este mundo, que luego publica en México, en 1949. Al final de la novela, Carpentier señala la fecha en que terminó de escribirla: Caracas, 16 de marzo de 1948. Y el 8 de abril siguiente aparece en El Nacional, de Caracas, el prólogo ya mencionado. Es este un importantísimo documento, donde Carpentier plantea, como ya dije, su teoría de lo real maravilloso, pero además plasma también, de manera orgánica y sistemática, los lineamientos de su propia poética de la narrativa literaria, en la cual, entre otras cosas, comienza a definirse, en términos de teoría literaria, su manera de entender, por una parte, el vínculo entre historia y novela, y por otra la vocación literaria de la historia americana. Ambas ideas surgieron de la praxis, de su trabajo de elaboración y escritura de El reino de este mundo, como parece indicarlo que hubiese publicado ese prólogo un año antes de que la novela fuese conocida.

Cuando escribía El reino de este mundo, Carpentier realiza dos viajes a la Guayana venezolana. El primero por aire, en un avión de las Fuerzas Armadas en labores de cartografía. En esa ocasión sobrevolaron gran parte de la selva, la Gran Sabana, los impresionantes tepuyes, curiosas formaciones rocosas naturales, de tal monumentalidad y de cortes tan regulares que pareciesen construcciones humanas, a una de las cuales la nombra “La Catedral de las formas”. Sobre ese viaje escribe cuatro reportajes, bajo el título general de “Visión de América”, publicados en El Nacional.

Motivado por ese viaje fascinante, Alejo se propone otro, esta vez, como él dijera, “a escala de hombre”. Durante ocho días, en compañía de Antonio de Blois Carreño, nieto de la famosa pianista venezolana Teresa Carreño, y del músico y musicólogo cubano Hilario González, también residente en Caracas, remontan en una chalana el río Orinoco, desde Ciudad Bolívar hasta Puerto Ayacucho, capital del entonces Territorio Federal Amazonas. En ese viaje, que luego se prolonga selva adentro, en tierras de los indios guahíbos, antiguo escenario “donde nacieron grandes mitos y prodigiosas leyendas, donde tuvo su asiento la Casa del Sol, morada del Gran Patití y centro de la fabulosa Manoa” (Visión de América), Alejo concibe su novela Los pasos perdidos. Fue un verdadero caso de inspiración, como él mismo lo relata: “Recuerdo”, dice, “que una tarde luminosa y extraordinaria, tuve algo así como una iluminación, la novela (…) nació en pocos segundos, ampliamente estructurada, ya hecha…” (Ib).

Venezuela acoge a Alejo cuando está próximo a cumplir 41 años, entrando en su espléndida madurez. Por eso nuestro país tiene el privilegio de que en su suelo él haya escrito cuatro de sus nueve novelas, principalísimas en el conjunto de su obra, como fueron El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953), El acoso (1956), y El siglo de las luces (1962).


USLAR PIETRI, ASTURIAS Y CARPENTIER

También en Caracas escribió varios de sus cuentos, igualmente entre los más importantes y preciosos de su cuentística, como son, por ejemplo, “Los fugitivos”, “Semejante a la noche” y “El camino de Santiago”. Otro cuento suyo, “El derecho de asilo”, quizás no lo escribió en Caracas, pero se inspira en episodios vividos en nuestro país, y buena parte de ese relato se sitúa, precisamente, en el Palacio de Miraflores –en el cuento lo llama Palacio de Miramontes-, asiento caraqueño del gobierno. Y “Los advertidos”, aunque tampoco se haya escrito en Caracas, se basa en un motivo venezolano, el mito de Amalivaca, episodio teogónico de pueblos indígenas que viven en la Guayana venezolana, versión criolla del pasaje bíblico del Arca de Noé.

Los vínculos de Alejo Carpentier con Venezuela son, sin embargo, muy anteriores a la etapa caraqueña de su vida. Un artículo de Alejo, publicado en algún periódico o revista de La Habana a principios de los años 20, fue reproducido en El Nuevo Diario, vocero oficioso del dictador Juan Vicente Gómez.

Recién llegado a París como exiliado, Alejo conoce a quien llegó a ser uno de sus más grandes amigos, el entonces joven escritor venezolano Arturo Uslar Pietri. A ellos se une un tercero, un poco mayor, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias. Los tres se hacen inseparables, y viven una magnífica aventura intelectual, frecuentando sobre todo a los escritores y artistas de la Vanguardia, muchos de ellos llegados también de diversos países en busca de nuevos caminos para su creación intelectual.

Fue muy fecundo el contacto entre aquellos tres jóvenes, en cuyas pláticas se discutieron diversos problemas de la creación estética, con especial referencia a la realidad americana, y a la necesidad y manera de insertarla en sus futuras obras literarias, sin caer en las simplezas y los estereotipos que habían esterilizado buena parte de la producción del continente. Uslar Pietri ha contado cómo, de aquel tiempo y de aquellas tertulias parisienses le vino, años más tarde y por vía subconsciente, la idea del “realismo mágico”, término que por primera vez se aplicó a un tipo de narrativa literaria en un ensayo de su libro Letras y hombres de Venezuela, publicado en 1948 por el Fondo de Cultura Económica, de México. En esos mismos días Alejo publicó en El Nacional su prólogo de El reino de este mundo, donde formulaba por primera vez su teoría de lo real maravilloso.

Por ese tiempo los tres camaradas publican sus primeros libros, en lo que respecta a Asturias y Carpentier, y el segundo de Uslar. En efecto, en 1930 Asturias publica en Madrid su Leyendas de Guatemala, y en 1933, también en Madrid, se edita Ecue-Yamba-O, de Carpentier. Antes, en 1931, aparece igualmente en la capital española Las lanzas coloradas, la primera novela de Uslar.

Esos tres libros tienen en común varias cosas. En primer lugar su vocación americanista, que se expresa en diversas vertientes, pero que de hecho trae un nuevo aliento y una nueva visión de la realidad americana. Asturias ya muestra su marca indigenista, mientras que Carpentier vuelve los ojos al drama del negro en la sociedad cubana. Uslar, por su parte, trae en su novela un impulso renovador de la novela histórica, de larga tradición en Hispanoamérica, pero que para ese momento lucía como entrabada en el esquema impuesto desde el siglo pasado por Walter Scott, y cuyo espécimen hispanoamericano más significativo en lo que iba de siglo XX era la novela, excesivamente scottiana, La gloria de don Ramiro, del argentino Enrique Larreta, publicada en 1908. En segundo lugar, los tres libros coinciden plenamente en sus concesiones, particularmente en el ámbito del lenguaje, a las nuevas corrientes estéticas de la vanguardia.

Por otra parte, en 1931 Alejo publica en la revista Le Cahier, de París, un ensayo escrito en francés, sobre lo que él llama los “puntos cardinales de la novela en América Latina”. Allí, después de hacer un sagaz análisis crítico de la narrativa de nuestro continente desde el siglo XIX, hasta desembocar en la novela de ese tiempo, en que predominaba la llamada novela regional o novela de la tierra, y luego de explicar los factores que determinaban ese predominio, Alejo comenta especialmente cuatro de esas novelas, que él consideraba muy representativas de la narrativa latinoamericana de aquel momento, a saber: Doña Bárbara (1929), del venezolano Rómulo Gallegos; Don Segundo Sombra (1926), del argentino Ricardo Güiraldes; La vorágine (1924), del colombiano José Eustasio Rivera, y Las Lanzas coloradas (1931), del también venezolano Arturo Uslar Pietri. Es habitual que las tres primeras se mencionen juntas, como las más representativas del ciclo de la novela regional, novela de la tierra o novela criollista. Es muy probable que haya sido en este trabajo de Carpentier cuando esa mención se hizo por primera vez.

Quizás extrañe un poco que Carpentier incluya Las lanzas coloradas en su análisis, junto a las otras tres, representativas de una corriente contra la cual Uslar en la suya insurgía con aliento renovador. Quizás lo determinante en ello fuese su entrañable amistad con el autor. Pero debo decir que en una ocasión en que conversábamos en París, caímos en el tema de ese ensayo, y aunque no me precisó el motivo de la inclusión de la novela de Uslar en él, me dijo, en un tono regocijado: “Fíjate que de cuatro novelas que comento, dos son de autores venezolanos…, como si ya estuviera escrito que algún día viviría en Venezuela y mi estrecha relación con tu país”.

Ese ensayo, por otra parte, se vincula conceptualmente con otros trabajos suyos, en que con gran sagacidad sigue la pista al desarrollo de la novela latinoamericana, hasta desembocar en la nueva narrativa de nuestro Continente, de la que él mismo fue figura estelar. Al final de aquel trabajo, con un impresionante sentido premonitorio, Alejo prevé con 25 años de antelación lo que va a ocurrir en la narrativa hispanoamericana a partir de 1958, cuando se publica La región más trasparente, de Carlos Fuentes, punto de partida, si es que hay alguno, del mal llamado boom de nuestra narrativa. En el cierre de su ensayo de 1931 Alejo dijo lo siguiente: “Habría todavía mucho qué decir acerca de la novela moderna de América Latina. Pero las obras citadas, puntos cardinales, nos dan ya una idea de las características muy particulares de esta producción, a la que debemos por lo pronto algunos libros de gran importancia. Por su aspereza, por las nuevas visiones que nos ofrece, por el rostro inesperado de los medios que evoca, la novela latinoamericana no tardará, sin duda, en ocupar dentro de la literatura mundial el lugar que le corresponde”.

Que no se trataba de un frívolo ejercicio de adivinación del futuro, sino de un hito en el seguimiento y análisis que él venía haciendo de la evolución de nuestra novela, lo prueba el hecho de que en 1952 publicó en El Nacional un artículo de su columna “Letra y solfa”, cuyo contenido se relaciona directamente con el ensayo de 1931, en circunstancias en que esa evolución ya muestra estar llegando a su punto, con la madurez de nuestros novelistas que él mismo anunciara dos décadas antes. En este nuevo artículo dice: “En América Latina pasaron los tiempos de la correcta ejecución de una novela, de acuerdo con un excelente modelo. No se trata, ya, de pensar que la novela escrita puede ser ‘tan buena’ como una de Graham Green; ‘tan buena’ –bajo su cielo, se entiende-, como una de Malraux o tal relato de Faulkner. Además de que esto siempre puede resultar discutible, el problema ha cambiado totalmente. En el siglo XIX escribir una novela ‘tan buena’, acaso, como esta de Daudet o aquella de Zolá, podía constituir una laudable y necesaria ambición. Hoy ha sonado, para los cuentistas y novelistas de este continente, la hora difícil, gestatoria, decisiva, de empezar a encontrar para sí mismos expresiones nuevas, formas nuevas, nuevas soluciones a los problemas literarios planteados –como Rubén Darío o Pablo Neruda supieron hallarlos para su obra poética-”.

Es muy significativo que este artículo haya aparecido el 1º de septiembre de 1953. Según el colofón de la primera edición de Los casos perdidos, esta novela se terminó de imprimir el 30 de agosto de 1953, es decir, el mismo día que Alejo escribió su artículo, para que se publicase al día siguiente, como solía hacerlo. Pero cuando él escribía en Caracas, no podía saber lo que con su novela estaba ocurriendo ese mismo día en México. Fue, pues, una maravillosa coincidencia, de las muchas que hubo en su vida. No obstante, es legítimo pensar que cuando Alejo escribía su artículo para El Nacional estaba consciente, no sólo de cómo la evolución de la narrativa latinoamericana que había previsto en 1931 estaba llegando a su punto culminante, sino también de que su propia obra era producto de ese proceso. Lo cual demuestra, una vez más, que Carpentier fue forjando su teoría no sólo al calor de sus propias cogitaciones, sino también al paso de su praxis de narrador.

Por mucho más que razones cronológicas, esa fecunda interrelación entre la teoría y la praxis se da principalmente en Caracas, donde, como ya hemos visto, Alejo escribió cuatro de sus novelas fundamentales y varios de sus cuentos más importantes, justo las novelas y los cuentos que más decisivamente inciden en sus teorías, al mismo tiempo que son el fruto ricamente sazonado, no sólo de su oficio narrativo, sino también de sus agudas meditaciones teóricas.