Por Eleazar López-Contreras: Este popular ídolo amplió el público de la ópera en todo el mundo.
Caruso, el gran tenor
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Antes de los tres de nuestros tiempos (Pavarotti, Carreras y Plácido Domingo), existió un trío de formidables tenores: Gigli, Björling y Caruso. Aunque el segundo era amado por el público, Caruso era el más idolatrado y popular. Cuando interpretaba Il Pagliacci en Nueva York, iba desde su cercano hotel al Metropolitan Opera House ataviado de payaso y la gente lo paraba en la calle y lo saludaba con alegría. Este popular ídolo amplió el público de la ópera en todo el mundo.

Sonriente o triste (a veces lloraba), el rechoncho Caruso, que también era barrigón, solía ser amoroso y bufonesco, lo cual lo convertía en un personaje tan pintoresco que el público lo adoraba. También hacía caricaturas (lo cual lo acercó al joven Xavier Cugat en la Habana, quien también las hacía). Invariablemente la prensa norteamericana reportaba todo acerca de él, incluyendo las jugarretas que le hacía a sus compañeros artistas y sus comidas gargantuanas después de sus actuaciones.

Aunque millones de norteamericanos no lo habían visto en persona, sí lo escuchaban en sus radios de galena, porque llegó a grabar 266 títulos para el sello Víctor, lo cual le produjo en vida un millón 825 mil dólares. Él fue el primer vocalista de la historia en grabar canciones y un título suyo fue el primero en vender un millón de copias. Además de unas sesenta óperas, en su repertorio figuraban quinientas canciones napolitanas y también cantaba algunas canciones populares (de modo que Pavarotti o Plácido Domingo cantando boleros o Granada no es nada nuevo). Generaciones de cantantes de baño intentaron rendir su versión de “Vesti la Giubba” de Il Pagliacci y “La Donna è Mobile” de Rigoletto.

Enrico Caruso nació en los Estados Unidos de padres italianos y prefería las audiencias de sus compatriotas a otras más allá del Atlántico. Su inglés era macarrónico (su padre era un mecánico napolitano y en el hogar solo se hablaba italiano). Cuando cantaba una canción popular o patriótica (como The Star-spangled Banner, lo cual solía hacer en reuniones políticas de calle para recabar fondos) recurría a un texto fonético de la letra.

Su carrera comenzó cuando un rico adicto a la ópera (Eduardo Missiano) lo escuchó cantar en una piscina y lo presentó al renombrado maestro de voz Guglielmo Vergine, quien no se impresionó y dijo que su voz era como oro en el fondo del Tiber (escasamente importante para ser sacada del río). No obstante, tomó al muchacho bajo su tutela a cambio de un 25 por ciento de las ganancias que pudiera obtener en los próximos cinco años. Pero, a los tres años, el joven Enrico, con muy poca educación formal, abandonó las clases sin saber leer mucha música, por lo que, en toda su carrera, básicamente cantó de oído.

A los 21 años debutó en Nápoles con un papel oscuro. Luego cantó Caballeria Rusticana en Egipto. En 1898 toda Europa conocía su nombre, pero era ahora el Metropolitan el que tenía dudas acerca de su talento y su poder de convocatoria; pero entonces se dice que logró un contrato al llenar el teatro con limpiabotas italianos, pues sus paisanos en Nueva York lo consideraban el más grande tenor de Italia.

En 1903 inauguró la temporada en el papel principal de Rigoletto y la escéptica audiencia sólo pidió un encore de “La Donna è Mobile”, la cual solía repetir hasta tres veces con anterioridad. Pero los críticos tenían sus dudas, hasta que a la siguiente semana cantó el Radamés de Aída y logró una mejor receptividad. Tres noches después su Rodolfo hizo que la casa se viniera abajo.

Desde el entonces, un cuore che canta (un corazón que canta), como describió su voz un colega cantante, aunado a sus muchas peculiares y noticiosas andanzas fuera del escenario (alguna vez tuvo un problema policial por causa de pincharle el derrièrre a una dama en el zoológico), lo convirtieron en el cantante más famoso de su época. Ya su voz era el tesoro que había sacado del río.

En la próxima década y media, Caruso se presentó 607 veces en el Metropolitan, promediando nada menos que cuarenta por temporada. Cuando cantaba los revendedores colocaban las entradas a cinco veces su valor original y “sus” óperas (I Pagliacci y LaBohème, entre otras) se presentaban a casa llena. El Metropolitan (igual que siempre) tenía problemas económicos y Caruso contribuyó a palearlos. Lo mismo ocurrió en la entonces naciente Víctor Company, que salió adelante gracias a sus muy vendidas grabaciones.

Caruso fue el tenor que no tuvo infancia. Fuera de escena, el contento artista disfrutaba de sencillas diversiones. Como si fuera un niño, se excitaba montando en los carromatos tirados de caballo o en los ferries. También se regodeaba en los baños aromáticos que entonces eran comunes en las barberías. Amante de los animales, era un habitué en el zoológico de Central Park, donde le fascinaba hacerles bromas y morisquetas a los monos en sus jaulas. Otra actividad favorita era ir al circo (en el Madison Square Garden). Allí saltaba la barrera de la arena para saludar a los payasos. Adonde quiera que fuese el público lo reconocía y lo adoraba.

Por supuesto que, como buen divo, sus excesos culinarios eran monumentales. Su plato favorito era Espagueti Caruso, que llevaba hígados de pollo, el cual iba a comer en dos restaurantes italianos que eran sus favoritos (Pane’s y Del Pezzo), que siempre mantenían un salón reservado fijo para él y sus invitados. Los cazadores de celebridades, conocedores de sus hábitos, creaban un tumulto para saludarlo cada vez que iba (que solía ser cada noche de la semana).

Aunque requería de mucho dinero, sus ingresos eran fabulosos pero nunca le cobró al Metropolitan más de 2 mil quinientos dólares por actuación, alegando que en el mundo no había ningún cantante que pudiera dar más de ese monto en una actuación. En los cheques que recibía por sus apariciones en diferentes teatros solía evaluar su actuación. En el cheque por cantar Manon escribió “buona”; pero en el de Rigoletto garabateó “Meravigliosa”. No obstante, su afabilidad era dominada por su temperamento fuerte. A pesar de su siempre amigable disposición, no toleraba a los críticos. Cierto comentario de prensa adverso a una actuación, lo recortó y lo pegó en el camerino con una palabra que escribió en el papel: “¡Embustero!”.

Generoso, durante una actuación en Navidad tomó sus dos mil quinientos dólares de paga, los cambió por monedas de oro, que se metió en su disfraz para, al nomás cerrar la cortina, lanzarlas sobre el personal técnico detrás de bastidores. También era espléndido con los pobres fuera del teatro y nunca le negaba una ayuda a nadie. Como le señalaran que nunca podría distinguir a auténticos necesitados de los aprovechadores, decía que entonces debía de darle a todos.

A su muerte, su fortuna alcanzaba nueve millones de dólares. Grandes millonarios, como los poderosos Vandervilt y los Astor, lo contrataban por dos o tres mil dólares para solo cantar unas cuantas arias en sus veladas de la Quinta Avenida. También filmó dos películas silentes y cobró 100 mil por cada una.

Para no viajar en tren o tener que sufrir los hoteles y las malas comidas, trazó sus honorarios en 3 mil dólares por actuación. Eventualmente aceptó ofertas similares y viajó por todo el país. En Texas cantó para 8 mil tejanos en un teatro que llevaba el improbable nombre de Cow Palace (El Palacio de la Vaca).

Como era muy echador de broma, en una presentación de La Bohème le puso una salchicha caliente en la mano de Mimí, cantada por la altiva y famosísima australiana Nellie Melba. Cuando ésta la palpó y la soltó, horrorizada, Caruso le susurró: “English lady no like sausage?” (¿A dama inglesa no gustar salchicha?).

De todas sus grabaciones, la más memorable fue su “Donna é Mobile”, que se difundió en docenas de países. Esta aria se hizo tan popular que una encopetada e ignorante dama suramericana, al escuchársela cantar en el Metropolitan, emocionada, haló por el saco a su esposo y le dijo: “Oye, mi amor, ¡Caruso está cantando ‘Doña Panchíbida’!”.


BOMBAS Y CARRERAS

Cuando hacía temporada en La Habana, Enrico Caruso casi pierde la vida, pues en la noche del 13 de junio de 1920, durante el segundo acto de Aída, lanzaron una bomba al teatro. Cristóbal Díaz Ayala describe el incidente de esa noche explicando que, por esa razón, el famoso tenor tuvo que dejar el escenario y “salir disparado, corriendo por la calle de Neptuno, disfrazado de Radamés”.

El tenor llegó a ganar 10 millones de dólares en toda su carrera. Nunca pidió a la Ópera Metropolitana de Nueva York (en donde debutó en 1903 y cantó su última aria en 1920) más de 2 mil quinientos dólares por actuación; pero en Cuba y México cobró muchos miles más. Hay quien afirma que el gran tenor obtuvo 10 mil dólares por nueve funciones que tuvieron lugar en La Habana en ese mismo año.

El cartel fue presentado por el audaz empresario Adolfo Bracale quien, a su vez, también se ganó diez mil dólares, por lo que alguien comentó que, de haber sido eso así, la bomba se la debieron poner a Bracale y no a Caruso.