Mucho se ha escrito sobre Celia Cruz, antes y después de su fallecimiento en julio del 2003. Pero a pesar de todo lo publicado, seguimos preguntándonos ¿Cuál fue la clave de su magia cautivadora y singular?
Celia Cruz: Estrella Cubana Universal
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Por Néstor Carbonell Cortina


¿Fue acaso su genio artístico brillante y hechicero? ¿O su voz sonora y fuerte, caldeada por el sol e impregnada en melao y aguardiente? ¿O fue quizás su ritmo sandunguero, vibrante como el bongó y lleno de pimienta y salero? ¿O fue su jovialidad contagiosa y su amor rebosante y sincero?
Cada quien tendrá su propia opinión sobre el éxito musical de Celia, pero nadie podrá negar que fue arrollador y sin fronteras. Prendió en todas las latitudes, desde el Japón hasta Finlandia, desde la India hasta la Argentina. Traspasó todas las barreras de lenguas, razas, culturas, capas sociales y edades. Fue como un fenómeno sísmico, de amplísimo radio y gran intensidad, desatado por una mujer excepcional, que, siendo muy cubana, llegó a ser universal.
No le fue nada fácil a Celia alcanzar la cima de la fama. De cuna humilde, tuvo que escalarla, peldaño a peldaño, con supremo esfuerzo, disciplina y tesón. Cuando comenzó a trabajar en 1949 con el conjunto “La Sonora Matancera”, encaró recelos y rechazos, y los venció con su temple risueño y su talento innovador. Sus canciones “Yerbero Moderno”, “Burundanga” y “Caramelos”, entre otras, le granjearon en Cuba popularidad y fervor.
Al exiliarse en 1960, Celia se dió cuenta de que había que acrecentar el interés del público anglosajón, europeo y asiático en la música latina con raíces afrocubanas. Sin perder su peculiar estilo, lo ajusta y actualiza a tono con las corrientes en boga. Es así que la “Guarachera de Cuba” pasa a ser la “Reina de la Salsa”, en estrecha hermandad musical con el “Rey del Timbal”, Tito Puente. Colabora después con muchos otros maestros, incluyendo a Johnny Pacheco, con quien graba clásicos como “Quimbara” y “Bemba Colorá”.

La versatilidad de Celia le permite cantar junto a grupos de rock y jazz, estrenarse en el “rap” y entonar la “Guantanamera” en Italia junto a Luciano Pavarotti. Su trayectoria artística fue espectacular. Graba más de 70 álbumes, y éstos le generan una cosecha abundosa de discos de platino y oro, amén de cinco Premios Grammy y dos Premios Grammy Latino, y un centenar de galardones y títulos honoríficos otorgados por prestigiosas instituciones alrededor del mundo. Es evidente que esa gran criolla tuvo más que “tumbao”; tuvo ángel, es decir, simpatía electrizante, afinidad emotiva con su público, y don maravilloso de alegrar. Ese don no se manisfestó en Celia como técnica estudiada y barnizada para magnificar su impacto popular. Brotó naturalmente en ella como efluvio de su chispeante personalidad.
Su risa jacarandosa no denotaba pose fingida ni frivolidad. Celia padeció y sufrió, como muchos cubanos, los zarpazos del infortunio, pero en vez de albergar pesares, levantó los ánimos y esparció felicidad. Su grito inconfundible de “¡Azucaaaar!”, más que un decir, fue un filosofar. Según ella, hay que endulzar las penas, porque “la vida es un carnaval”. Y triunfó en su noble empeño, no destilando amarguras, sino la miel de su bondad. Repartió a raudales esa bondad con su participación en numerosos conciertos benéficos, con donaciones caritativas, con su apoyo entusiasta a más de veinte telemaratones de la Liga Contra el Cáncer, y, últimamente, con su Fundación Celia Cruz. Pero, por encima de todo, repartió dulzura estimulando a los marginados, aplaudiendo a los exitosos y consolando a los necesitados.

Celia fue un símbolo de radiante cubanía por su amor a la Patria, nobleza de espíritu, y gracia populachera sin vulgaridad. Ella no politizó su arte, pero le impartió dignidad, rompiendo con la tiranía y negándose a cantar en su tierra sin libertad. Permaneció en el exilio con nostalgia y dolor, llevando a Cuba en el pecho prendida como una flor.
Tuve el placer de conocerla personalmente en Puerto Rico, en el año 2000, con motivo de un concierto privado que ella nos dió a varios cientos de ejecutivos internacionales de PepsiCo. Mi esposa y yo fuimos a verla en el hotel unas horas antes del concierto. Nos recibió con la sonrisa a flor de labios y los brazos abiertos, como si fuésemos amigos de siempre. No hubo en su cálido recibimiento artificialidad ni afectación. Genuina, natural y sencilla era Celia, lo mismo en la Casa Blanca que en su habitación. Cuando tocamos el tema de Cuba, se tornó melancólica y seria. “Mi mayor anhelo –nos dijo- es poder visitar la tumba de mi madre, a quien no pude enterrar, y cantarle a mi pueblo querido cuando llegue el día de su libertad.” Al discutir el programa musical acordado, sugerí varios cambios de última hora – algo que suele ser inaceptable para muchas estrellas. Celia, escoltada por su entrañable compañero, Pedro Knight, y por su inseparable manager, Omar Pardillo, consintió gustosa. Y cuando le rogué finalmente que incluyera en el concierto uno de sus añosos clásicos, “Maní Picao,” nos dijo: “Deja a ver si me acuerdo.” De pronto, para nuestra gran sorpresa, se puso a cantarlo en el cuarto con toda la potencia de su voz y el ritmo de su cuerpo. Comprobé que Celia no necesitaba acompañamiento. Ella era, por sí sola, una orquesta.

Al despedirnos, le recordé que el auditorio esa noche de adustos ejecutivos de treinta países era bastante heterogéneo y apagado. Con picardía en los ojos, me contestó: “No te preocupes. Yo acabo de regresar de Montecarlo, y si a la gente allí la hice vibrar, a tus colegas los pondré a bailar.” Y así fue. El espectáculo esa noche, más que un concierto tradicional, fue una verbena tropical. Los adustos ejecutivos no permanecieron largo rato en sus asientos. Inflamados por la música, saltaron con sus parejas al escenario para compartir el ardor cimbreante de Celia. Vimos de cerca cómo gozaba: ella cantando y el público arrollando.
Unos pocos años después, todavía con muchas energías y ansias de vivir, la atacó un cáncer implacable. La operación quirúrgica y el posterior tratamiento de radiación la debilitaron considerablemente, pero Celia siguió desplegando su sonrisa y luchando hasta el final. Como obsequio de despedida, grabó su último álbum, “Regalo del Alma”. Y lo terminó con una canción, no sombría ni triste, sino vibrante y esperanzadora: “Yo Viviré.” Sus funerales, tanto en Miami como en Nueva York, fueron apoteósicos. Los presidieron dos símbolos de la Cuba Eterna: la Virgen de la Caridad del Cobre y la Bandera de la Estrella Solitaria. En las ceremonias se produjo un desbordamiento de celebración y de luto: celebración por la alegría que Celia regó, y luto por el pesar que su vacío dejó. Fue el merecido tributo a una incomparable artista de jubilosa pasión, que nos legó con su música lo mejor de su corazón.
Ese corazón sigue latiendo, porque Celia no ha muerto: sólo ha cambiado de domicilio. Su escenario ahora es más amplio y luminoso que el que tenía en la tierra. Con la fe de los creyentes, me dirijo a ella en su nueva morada celestial: Celia, tú que con fama bien ganada llegaste a ser Celia del mundo, seguirás siendo para nosotros, tus coterráneos, Celia de Cuba. No olvides a la Patria que tanto te quiere. Reza para que pronto cese el calvario que sufre bajo un régimen de oprobio y maldad. Y cuando llegue el día de la redención añorada, cántale desde el Cielo a tu pueblo el himno hermosísimo de Bayamo para que retumbe vindicado en toda Cuba en la marcha triunfal de la libertad.–