Waleska Perdomo Cáceres
El cuidador es una raza humana singular, tejida con hilos de una sensibilidad entrañablemente luminosa. No se define únicamente por los lazos de sangre, ni por el peso rígido del deber impuesto o el valor de una jornada trabajada, sino por una misión interior sagrada, casi mística, que refleja en el acto de amor por el otro.
A veces, ese amor brota naturalmente, de vínculos consanguíneos, donde el lazo familiar se transforma en una entrega que desafía la obligación formal. En ambos casos, el cuidador encarna una forma de humanidad que responde, sostiene y dignifica.
Es un creador de vínculos que no conoce fronteras preestablecidas: adopta tíos olvidados, abuelos frágiles, vecinos sumidos en la soledad, padres postizos urgidos de un afecto sencillo; recoge y custodia con ternura los recuerdos de glorias pasadas que nunca le pertenecieron. Pero también puede ser hijo, nieta, hermano o madre: alguien que elige cuidar, no por mandato, sino por amor. No calcula si hace más que el resto o si el peso es excesivo; solo entiende que alguien debe hacerlo. Asume esa tarea, ejecutándola con nobleza y no juzga si es justa o merecida: simplemente está. Su presencia es una columna serena y constante, un faro en la niebla de la vulnerabilidad.
Posee saberes que brotan del alma: su secreto es la intuición del consuelo.
Observa y descifra los silencios más densos, los movimientos más lentos; comprende conversaciones balbuceantes sin necesidad de subtítulos. Lee el dolor o el miedo en un parpadeo, en la tensión de una mano, en el vacío de una mirada.
Se anticipa para sostener cuerpos que flaquean y almas que se desdibujan, con fortaleza serena, sin exigir recompensa ni reconocimiento.
Al cuidador jamás le alcanza el tiempo, pero lo inventa mediante una alquimia cotidiana, con sus manos inventan el tiempo: le roba horas al sueño, solapa actividades y entreteje sus obligaciones con las ajenas. No siempre encuentra fuerzas en su reserva: a veces llora en la madrugada para desahogar la frustración de no poder hacer más. Pero luego se limpia las lágrimas, se recompone y sigue con su misión de vida, extrayendo la potencia para continuar, de un manantial interior insospechado, con una compasión que se renueva en el acto mismo de dar. Y aunque su estructura a veces se quiebra bajo el peso de la responsabilidad, la falta de recursos o la posibilidad de no poder tomar la mejor decisión, procura resolver siempre desde el bien más elevado. Lo hace desde el silencio más profundo, transformando su desgaste en sacrificio, como ofrenda, buscando misericordia para sus propios años dorados.
Ellos son los brazos firmes que se anticipan a la sinuosidad de una acera resbaladiza, abrazando con delicadeza a quien alguna vez fue una fuerza aparentemente invencible. Pues el cuidador no predica el bien con palabras; lo ejecuta con la naturalidad del que respira. Lo vive en cada gesto, en cada decisión callada, transformando penas ajenas en sonrisas y angustias en momentos de paz. Es un instrumento que siembra amor donde podría crecer el odio, es quien consuela, en lugar de ser consolado.
Su existencia gravita fuera de la burbuja de quien es cuidado. Se mantiene cuerdo respirando de vez en cuando su propia realidad y viviendo su vida. Pero está atento: observa, acompaña y sostiene ese mundo paralelo que se configura en el territorio de la fragilidad humana. Es testigo privilegiado, y activo, del viaje humano en sus extremos: tiene que navegar desde el egoísmo exacerbado, que bien pudiera ser defensa del enfermo, hasta la nostalgia que anida los recuerdos de tiempos idos, de batallas victoriosas y derrotas amargas.
Es el puente que interconecta los mundos interiores con la realidad exterior; un artesano del consuelo que moldea, con paciencia infinita, refugios para el alma herida. Su grandeza reside precisamente en actuar la bondad y tomar la elección constante, silenciosa y abnegada, de ser un suelo firme cuando todo se tambalea.