Luis M. Alonso
Se han cumplido cien años de "The New Yorker", considerada "la revista perfecta" por algunos y durante largo tiempo. Para fundarla en 1925, el editor Harold W. Ross se rodeó de Dorothy Parker y unos cuantos autores de moda. A ellos se sumaron otros, jóvenes, como James Thurber, periodista, escritor y dibujante, que confesó haber experimentado sentimientos muy contrapuestos en los veinticinco años, tanto dentro como fuera de la redacción, que trabajó junto al irrepetible Ross.

Con el tiempo, esa capacidad permeable para admitir abiertamente las paradojas marcaría la propia trayectoria de Thurber, que jamás dejó de observar el mundo, primero, como un lugar bastante tragicómico y, al final de su vida, como simplemente trágico. Consideraba su obra una tragicomedia, convencido de que el humor y el patetismo, las lágrimas y la risa son inseparables. Como muchos otros
humoristas, Thurber deseaba ser tomado en serio aun consciente de que por desgracia el humorismo, generalmente, resulta efímero si se compara con la perpetuidad que alcanzan la pompa y la pretensión.
Con esa vocación humilde, la fantasía estuvo siempre presente en sus relatos aunque no fuera todas las veces de manera amable. La última ensoñación de Walter Mitty, uno de sus personajes populares más fantasiosos, es sobre su propia ejecución. Se imagina fusilado para escapar de una realidad soporífera que le aturde.
Cuando se publicó "Mis años con Ross", a finales de la década de 1950, Thurber ya había empezado a mostrar inquietantes signos de deterioro. Tras recibir varios títulos honoríficos y numerosos reconocimientos literarios estaba tan convencido de su propia importancia que le llegó a decir al crítico literario Edmund Wilson que se creía merecedor del Premio Nobel. Bebía en exceso y eso podría explicar por sí solo su estado de euforia. Hablaba compulsivamente y aburría, incluso a sus más fervientes admiradores, con anécdotas que repetía sin parar.
Estaba, además el problema de la ceguera, que era lo peor. Había perdido uno de sus ojos por culpa de un flechazo cuando tenía 7 años. A principios de la década de los cincuenta perdió totalmente la visión del que le quedaba, y a partir de ese momento y hasta la muerte se dedicó a dictar obra. Helen Wismer, su esposa, vigiló su ceguera, cuidó de su alcoholismo y de las depresiones que le embargaban. Se refería a ella como "la esposa-ojo que ve".
La luz se le iba apagando, el ingenio se agriaba hasta convertirse en ira, mientras que su salud, en general, emitía señales inequívocas de precariedad. Muy deprimido tras las frecuentes borracheras, todos coincidían en que su declive mental y físico era irreversible. El encanto de la palabra justa en el lugar adecuado había desaparecido, y en su lugar abundaban las tediosas oraciones, quizás en un intento desesperado de mantener el gran instinto satírico de los mejores momentos. La propia "New Yorker", que fue su casa, le rechazaba los cuentos y Thurber empezó a obsesionarse con que era víctima de una conspiración.
Tampoco todo, ni mucho menos, fue bien en los años jóvenes de la ilusión que pasó junto a Ross, por no hablar del funcionamiento interno de la revista centenaria neoyorquina no siempre tan bueno como se desprende de su privilegiada notoriedad. Cuenta, de su propia experiencia, el autor de libro que el pasado de un hombre se desvanece y su vida comienza de nuevo cuando empieza a trabajar para el "New Yorker".
Sin temor a pecar de indiscreto, Thurber junta de su microcosmos y los personajes que lo poblaban cosas que muchos de los que cita jamás habrían querido ver escritas cuando se publicaron. Coincidiendo con un cumpleaños, envió a su jefe una docena de rosas rojas a las oficinas de la revista. Cuando Ross se mostró enfurecido, Thurber le amenazó con añadir en el futuro una tarjeta con las siguientes palabras: "En recuerdo eterno de aquellas noches en la Riviera". Muchos le acusaron de falta de rigor; otros, por decirlo de otra forma más contundente, de faltarle a la verdad. En el Reino Unido, donde los británicos hasta entonces habían sabido apreciar mejor su humor que los compatriotas estadounidenses, Rebecca West fue especialmente cruel al tildarlo de bufón.
En el éxito y en el declive, Thurber, pienso yo, siempre fue Thurber: mucho más fiel a él mismo que a los hechos o al registro histórico. La idea que empezaban a sugerir las revistas del tipo "New Yorker", incorporando a escritores, poetas, periodistas y viñetistas, era que publicar una buena prosa e historias con cierto gancho literario exigía ciertos sacrificios en favor de la ficción. El futuro se encargaría de corroborarlo con la llegada después del llamado nuevo
periodismo. A quienes sientan curiosidad por toda esta clase de cosas relacionadas con el mundo editorial y las viejas salas de redacción, les gustará el libro de Thurber.