Por
Alonso MoleiroUno de los problemas crónicos que arrastra la Presidencia Interina para poder concretar el fin de la usurpación ha sido la apertura de trincheras dentro de su propio frente. La promoción de la desconfianza antipolítica.
La siembra del “fuego amigo”
En los extremos del debate de la sociedad democrática se han consolidado dos pequeños tinglados que han metabolizado sus objetivos iniciales en procura del fin de la dictadura. Ahora se proponen, sobre todo, socavar las bases que sostienen el apoyo político a Guaidó para intentar ocupar su lugar tan pronto les sea posible.
Los integrantes de estos frentes rara vez se ocupan de Nicolás Maduro y sus perversiones en el poder. El centro de sus motivaciones consiste en agudizar las contradicciones del momento actual y robarle espacio político a la Presidencia Interina.
La “Concertación por el cambio” maniobra un acuerdo político vergonzante e incompleto con el chavismo, en el cual se le entregaría al gobierno la Presidencia de la República y se obtendrían a cambio algunas concesiones parciales que puedan ser presentadas como “soluciones concretas”, en unos términos similares a los que intentó José Luis Rodríguez Zapatero.
Predeciblemente conservadores y temerosos, sus voceros más conocidos suelen hacer abstracción de las desesperadas demandas sociales de un país agonizante. El problema parece que les pesara menos. Reducen la gestión por la transición a los laboratorios de negociación política, siempre bajo el supuesto de unos escenarios aterciopelados de casi imposible concreción.
Se extravían voluntariamente con cualquier parodia electoral. Son personas que no quieren buscar el anillo donde se ha perdido, sino donde hay más luz.
En el otro extremo, el sector radical, con María Corina Machado al frente, no terminar de traducir al castellano los contenidos de la famosa “ruta del coraje”. Sus voceros critican a Juan Guaidó sin cuartel, pero, salvo objetar las rondas de negociación política de Oslo y Barbados, no existe en su estrategia ningún elemento que pueda ser apreciado como diferenciable respecto a lo existente. Algunos de ellos se alegran cuando la gente no sale a manifestarse en las calles. Es este un radicalismo figurado.
Entubados, sectarios, parcelados, parroquiales, mezquinos. Sin ninguna grandeza. Cada vez que se suscita una situación internacional que produzca ecos, los veremos, enamorados de sus propias abstracciones, prescribiendo soluciones empaquetadas para abonar en torno al entreguismo electorero o la abstención compulsiva.
En el fondo, Juan Guaidó ha hecho lo que cada una de ellas por cuenta propia está pidiendo: un esfuerzo especial por la transición incruenta, con careos políticos al más alto nivel con los responsables de la usurpación; y una gestión frontal en las mismas entrañas del estado chavista para producir el quiebre militar y político en el cual reside la dimensión fallida de la Venezuela actual.
El extremismo radical y quietista es minúsculo y no será capaz de asumir ninguna política consistente en caso de que Guaidó fracasara. Por lo demás, ambos ghettos políticos han evidenciado una enorme inmadurez incivil, muy sintomática de las taras culturales e institucionales del momento venezolano actual: a estos señores no les dice nada que Juan Guaidó tenga hoy el respaldo, el apoyo crediticio, el compromiso político y la solidaridad plena de Europa, de Estados Unidos, de Canadá, y de América Latina.
Quietistas y radicales se detestan, pero se parecen mucho. No han sido capaces de respetar al único cuerpo institucional que le queda a la Democracia, el más importante de todos ellos, que es la Asamblea Nacional, espacio que antes que una trinchera se les ha convertido en un obstáculo, porque ahí queda retratada su verdadera condición minoritaria. No han sido capaces de tomar en serio la matriz de su legitimidad y el carácter obligante de sus resoluciones, que es doblemente importante en una emergencia como la que vivimos. No han sido capaces de tomarse en serio a sí mismos.