El 16 de diciembre de 1960 su santidad Juan XXIII anunció la designación de monseñor José Humberto Quintero como primer cardenal de Venezuela
Polémica Elección del Cardenal Quintero
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Por Rafael Simón Jiménez


Monseñor José Humberto Quintero ha sido uno de los más ilustres y talentosos prelados de la Iglesia venezolana en toda su historia. Dotado de una temprana vocación al sacerdocio y una inclinación hacia la formación intelectual, se doctoró en teología y derecho canónico en el colegio Pío Latinoamericano de Roma en 1926, con solo 24 años, iniciando una trayectoria distinguida que lo elevó hasta el Arzobispado de Mérida en 1953, y años más tarde el 31 de agosto de 1960, es consagrado como arzobispo de Caracas, a la muerte de monseñor Rafael Arias Blanco, notorio por su famosa Pastoral que marcó un hito en el declive y liquidación de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

En Venezuela, que nunca había tenido un Cardenal como máximo jerarca de su Iglesia, comenzaba a hablarse de la disposición del santo padre Juan XXIII, a elevar a tal condición a uno de los obispos y arzobispos de sus diócesis, teniendo por supuesto preferencia el arzobispo de Caracas, que en la titularidad de Monseñor Arias Blanco gozaba además de las simpatías unánimes de la ciudadanía y del nuevo gobierno tripartito que bajo el signo de la unidad fraguada en la lucha contra la última dictadura, presidida por Rómulo Betancourt , y cuya opinión era importante por cuanto las relaciones entre la Iglesia y el Estado se regían por el viejo patronato eclesiástico heredado por la República.

La trágica desaparición, en un lamentable accidente automovilístico del arzobispo Arias Blanco, destapó las espitas y polémicas en torno a su sucesión y a la inminencia de la designación del primer cardenal venezolano, cuyas interioridades solo han pasado a trascender años más tarde. Miguel Ángel Burelli Rivas, hombre público de dilatada trayectoria que en 1960 ejercía la dirección general del despacho de Relaciones Exteriores, cuenta en reciente libro contentivo de sus memorias que al regresar de los oficios religiosos en honor al fallecido Arzobispo de Caracas, el presidente Rómulo Betancourt se atrevió en reunión informal con sus ministros a tocar el tema del eventual sucesor de monseñor Arias Blanco, desatándose un cruce de opiniones disidentes que avizoraba enfoques y simpatías diversas sobre la consulta presidencial.

Refiere el Dr. Burelli Rivas, testigo presencial de aquel primer intercambio de criterios, que el presidente Betancourt dijo a sus cercanos colaboradore: "Quiero que me ayuden a pensar en el sucesor del arzobispo, pues es un compromiso delicado", y de seguidas surgieron opiniones -refiere Burelli-. Mayobre, dijo al rompe: “Yo tengo mi candidato, que me escribía al exilio, Monseñor Pulido”. "Pues yo, comentó otro, ceo que debe ser Bernal, quien nos ayudó cuando estábamos en la cárcel de Ciudad Bolívar". "¿Pero no es el que confunde al espíritu santo con una paloma?", preguntó Pérez Alfonzo. Ante la diversidad de opinión, el primer magistrado decidió poner fin a la improvisada consulta: "No vamos a decidir en este momento, ayúdenme a pensar".

Ninguno de los hombres del gobierno tripartito se inclinaba por monseñor Quintero, ni siquiera su amigo de muchos años Rafael Caldera, alrededor del ilustre sacerdote merideño, se había construido una leyenda negra con mucho peso por esos días, se le acusaba de simpatías y colaboración con la recién derrocada dictadura de Pérez Jiménez, y se tomaba como base para la acusación tres cartas remitidas por monseñor Quintero al dictador, que habían sido localizadas en los archivos de Miraflores, sin aclarar que las mismas eran de redacción protocolarias para dar gracias por la imposición de la orden del Libertador, la segunda para agradecer la felicitación que el dictador le enviara con motivo de su elevación al arzobispado merideño, y la tercera para solicitar la libertad de Regulo Burelli Rivas, hermano de Miguel Ángel Burelli, que se contaba entre los más íntimos amigos de José Humberto Quintero.

Previniendo la posibilidad de una designación que no fuera de la simpatía del gobierno venezolano, y que incluso pudiera dar lugar a un indeseado impasse entre el vaticano y Venezuela, en tiempos en que la Iglesia era factor fundamental de respaldo a la naciente democracia, el presidente Rómulo Betancourt decide enviar a la Santa Sede una misión integrada por los doctores Arístides Calvani y Gonzalo Barrios, el primero de las figuras cimeras de la democracia cristiana venezolana y conocedor a fondo de los temas de derecho canónico; el segundo líder fundamental de Acción Democrática, agnóstico, pero de reconocidos dotes para la conciliación y las formas diplomáticas. Ambos exponen a las autoridades de la Santa Sede el criterio del gobierno venezolano, pero no logran influir en el ánimo de la jefatura de la Iglesia, incluso en el caso del Dr. Calvani, parece que su interlocutor vaticano, le contestó con una fuerte reprimenda dada su probada experticia en la manera como estos asuntos eran tratados por el santo padre, y la imprudencia que significaba tratar de influir en una decisión de esa naturaleza.

El fracaso de la misión, y la oficialización de la postulación de monseñor Quintero como cardenal primado de Venezuela por el nuncio Apostólico monseñor Forni, con la sutil advertencia de que no existía disposición de modificar o negociar tal designación y que en todo caso si el gobierno persistía en su oposición, se diferiría el nombramiento hasta que cambiaran las condiciones, disuadió a un Rómulo Betancourt siempre realista y pragmático, de oponerse al criterio del jefe de la Iglesia, y por el contrario optó por cultivar con monseñor Quintero una relación amistosa y cercana que sería de mucha utilidad para los tiempos tormentosos que entonces comenzaba a vivir la democracia venezolana.

El 16 de diciembre de 1960, su santidad Juan XXIII anunciaba la designación de monseñor José Humberto Quintero como primer cardenal de Venezuela. De inmediato el gobierno nacional ordenó la presencia en los actos de investidura y el recibimiento al príncipe de la Iglesia venezolana. Quedaba zanjado de esta manera un enojoso asunto que estuvo a punto de agriar las no siempre armoniosas relaciones entre la Iglesia y el Estado. El cardenal Quintero, quien era además historiador, ensayista, orador y periodista, daría brillo a su condición de máximo conductor de la iglesia venezolana.





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