Los perros nunca dudan del amor que sienten, dice el narrador de Simpatía, la nueva novela del venezolano Rodrigo Blanco Calderón
Los Amores No Humanos
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Por Jorge Carrión


En estos tiempos de reivindicación de la empatía —la capacidad de identificarse con otra persona—, el escritor venezolano opta por el concepto de simpatía, que remite a la inclinación afectiva tanto entre seres humanos como hacia animales o cosas. Tras la descripción de los ojos de Iros, el perro del protagonista, leemos: “Nada de lo que había vivido podía compararse con lo que emanaba de esa mirada. ¿No era amor entonces?”.

En los últimos años ha crecido el enjambre de narrativas y ensayos que hablan sobre relaciones con otros animales o con plantas en clave de amistad o de amor. Durante décadas se han publicado libros sobre nuestros vínculos interespecies, pero hasta ahora no se habían convertido en una gran tendencia editorial. La pandemia ha creado el contexto ideal para su recepción. No solo se ha multiplicado nuestra afición por la jardinería o se han disparado los datos globales de venta y adopción de mascotas; también se han llevado a cabo iniciativas inéditas, como la organización de bancos de alimentos para animales de compañía.

La vegetación y los animales domésticos nos han ayudado a compensar durante el último año y medio la ausencia de tacto y el exceso de píxeles. En nuestra nueva condición de confinados o de meros teletrabajadores, convivir con ellos nos ha acabado de revelar los detalles de su relación con el espacio que compartimos y con nosotros mismos: que forman parte no solo del hogar, sino también de la familia.

Aunque los mecanismos de adquisición y del cuidado de plantas y animales del hogar se inscriban en una industria millonaria que ya está en la mira de los fondos de inversión; aunque formen parte del mismo capitalismo que ha provocado el Antropoceno, la presencia de animales en más de la mitad de los núcleos familiares del mundo nos lleva a preguntarnos en qué nos equivocamos los humanos. Por qué identificamos el progreso con la conquista del medioambiente y con la consecuente extinción de seres vivos. Cuánto perdimos a cambio de la supuesta sociedad del bienestar.
Tal vez la faceta más interesante de una de las novelas más leídas y premiadas de los últimos meses, Hamnet, de Maggie O’Farrell —una ficción que reconstruye la muerte del hijo de William Shakespeare y su esposa—, sea precisamente la que imagina la extraordinaria conexión que la protagonista mantiene con el bosque o con su huerto. Las descripciones sensoriales de esos espacios son memorables. Es sorprendente que, en una novela sobre el origen de Hamlet, llame menos la atención el teatro que la botánica.

En muchos otros proyectos actuales también se están recuperando sensaciones, mundos, relatos, fragmentos de la genealogía arbórea de quienes mantuvieron relaciones afectivas con miembros del reino animal y vegetal.

El propio Blanco Calderón encuentra en la historia de Venezuela y en la literatura universal los referentes que explican el amor de su protagonista por Iros. En Simpatía se habla extensamente tanto de la relación de Simón Bolívar con su perro Nevado, como de las relaciones con no humanos de la escritora británica de finales del siglo XIX y principios del XX Elizabeth von Arnim, autora de un libro sobre el mundo vegetal y de otro sobre el canino: Elizabeth y su jardín alemán y Todos los perros de mi vida.

La narradora de El amigo, de Sigrid Nunez, también busca una tradición literaria para entender mejor su dependencia emocional del perro que ha heredado de un amigo muerto. Y en El hombre que salvó a los cerezos, Naoko Abe no solo cuenta la vida de Collingwood Ingram, un botánico inglés que coleccionó todo tipo de cerezos e impulsó hace un siglo la recuperación del Taihaku o “gran blanco” en Japón. También cartografía la red de amigos de los cerezos que durante siglos los han estudiado, dibujado y cuidado, para que periódicamente estallen en flor.

The New York Times





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