20 años ofreciendo palabras
Libro abierto: María Esther Nahmens
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Por Faitha Nahmens Larrazábal



Solapa. Desde la infancia, ese país de sueños y no siempre fácil, hará un pacto con los libros, su guarida. Empujada por la timidez contra la que ha luchado a lomo de estos artefactos misteriosos que contienen más allá de lo posible, después de abrir el primero no se repondrá jamás. Será una cuidadora devota de sus arcanos y por siempre los amará, los atesorará y, bajo su sombra protectora, los atenderá como su rosal principal. Convertidas sus páginas en mapa de revelaciones y en galería repleta de extraños de todo pelaje y condición, a los que verá sin ser vista —los personajes—, pronto trabará amistad con aquellos desconocidos que hacen o dicen cosas asombrosas. La habitarán y, como eterno paisaje —estarán a mano por todos lados, mesas y divanes—, naturalmente los libros devendrán vocación. Oficio.

Hojas para respirar. Puente entre ella y la esperanza, la librera María Esther Nahmens descubrirá que la literatura es como el escaparate mágico de Narnia: una puerta que te empuja a punta de imaginación y de autoconocimiento a ambientes e instancias nuevos; un tiquete a esquinas recónditas del alma, y demás geografías que creía remotas. Conflicto y/o salvación, dedo en la llaga o catapulta, viajará a campo traviesa y será una princesa, un aventurado polizón en un barco pirata timoneado por Sandokán o una bruja.

Espejos sí, manzana envenenada no. No olvida el nombre de las protagonistas de aquel cuento infantil que siempre buscará: Cacle Cacle y Sarampión. Acaso como prolongación de la colcha que le brinda el verbo, ama los disfraces y buscando a la niña maga de la historia, la que amaba a los gatos —como ella que ama a los gatos, perros y todos los animales—, cada Halloween se coloca su vestido negro, las medias de arcoíris y el sombrero de pico para caminar por las calles aledañas a su librería, AGO, en Colinas de Bello Monte. Los niños la ven desde las ventanas y balcones, la saludan en la panadería o la visitan para el tradicional cuentacuentos; las palabras como tejido de telarañas. Podrán todos los pequeños volar con ella en la escoba con que ha llegado lejos. “Si el performance te conduce al gusto por leer, vale”. ¿Cómo sería extranjerizante si ella los recibe con torta de jojoto —jojojo-to cuando es Navidad—, esa perfumada hecha en casa por su hermano Alberto, el chef piloto? (¿Por cierto, qué cocina no tiene un piloto para encender la llama?).

Pasar la página. Los libros, fascinación y refugio, la llevaron directo a la escuela de Letras de la amada Central. En aquellas aulas, las palabras como los pájaros de la ventana revoloteando, tendrán una dimensión distinta. Las vería de cuerpo entero. Volumen y profundidad. Y claro, leyó más y más, adoró a sus profesores “Alejandro Oliveros, Adriano González León, María Fernanda Palacios…”, y vio en los pasillos a los futuros escritores cuyos libros están en la vitrina de AGO: Salvador Fleján o Gisela Kozak. Trabajará duro y hará su tesis sobre Miguel Otero Silva, apoyada por la poeta Vivianne Layseca y pasa entonces a trabajar en la red de librerías Kuaimare, en tiempos en que la dirige la editora Luna Benitez: hasta un viaje a Margarita como premio a la mejor librera del mes gana en la sucursal de Chacaíto. Nadie pondría nunca más chicharras vivas en su bolso.

Palabra cierta. Enamorada del Cristo de Miguel Otero Silva que es piedra, del Quijote, de Sissi, de los Buendía, del Pirata Morgan, de Ulises, de Jo, y de todos los cuadrúpedos parlanchines de las fábulas de Esopo, y del perro del cerro y la rana de la sabana, entra en AGO como asistente de la dueña, la señora Bertou. Para entonces ya es una librería con más de 50 años de historia, la primera de Colinas de Bello Monte y de las primeras de Caracas. Había mucha literatura infantil, hermosa tarjetería para primo comulgantes y hasta elementos de mercería, hilos, encajes y cintas, por eso se llama AGO que en italiano significa aguja. Cuando la señora Bertou se enferma y ya no se recupera —es la suegra de la poeta Olga Bertou, amiga desde la escuela de Letras—, María Esther asume con todas las de la ley quedarse tras el mostrador, atendiendo a los lectores y llevando la administración con una caja registradora que no ha sustituido: de esas antiguas de metal que cierran en curva, barrigonas y sin enchufes, y con campanita, tal vez abra con una palanquita manual. Con esfuerzo adquirió su sueño. Un negocio es otra cosa. Y se ha mantenido. No sabe nadar pero parece experta en surf. “Acabo de cumplir 20 años como dueña de AGO”.

Orgullo, no prejuicio. Sonríe con el concepto: ser librero es un oficio linajudo, que ejercen particulares terrícolas, amadores de la palabra y del libro. En el país ella reverencia a tantos que son y han sido, Katina Henríquez, Ricardo Ramírez Requena, Leonardo Milla y su hijo Ulises, también editor, y al gran Walter Rodríguez. El librero es un observador y un lector insigne, que adora el telón de fondo y la escena que construyen esos anaqueles ojalá llenos de textos de autores de medio mundo. Clásicos y contemporáneos. Ficción o ensayo. Biografías u obras de arte que se leen con ojos desmesurados, con los que vemos el interior de los templos. En tiempos de crujía, muchas editoriales han puesto pies en polvorosas, otras aparecen contra terqueando contra todo pronóstico, y gentes que se despiden ojalá para volver, la aperan con libros usados por lo que logra milagrosamente que esos anaqueles nunca luzcan desdentados, esqueléticos, hambrientos. “Que siempre tengan opciones los lectores”.

Marcadores. Hay algo de mágico en esta librería suya, en realidad en todas. AGO tiene el latido subterráneo de aquellos laberínticas estanterías de La sombra del viento de Ruiz Zafrón, así como el tono romántico de la librería que tuvo cerrar porque la arruinó el competidor en la peli Tienes un email. Pero también su propia historia.

Catálogo y agenda. Con María Esther, AGO se ha convertido en punto de encuentro para bautizos en lugar para entrevista con autores que se sientan a tertuliar en la Mesita Verde —el nombre se lo puso Cheikon, el querido poeta—, como Mirco Ferri, María Inés Calderón, Belkis Insausti, Alberto Lovera, Rubén Osorio Canales o Manuel Felipe Sierra. Beatriz Alicia García condujo un taller sobre poesía. Y han llegado con su guitarra y su voz en tardes de bolero o villancicos el guitarrista Luis Guillermo Rangel, casi un fijo de la casa, el diplomático italiano Mauricio Portagnuolo, que entona feliz tanto las de Nicola Di Bari y Domenico Modugno como las de Frank Sinatra y los joropos, Elsy Manzanares, autora del libro La noche de anoche, Gisela Guédez y María Elena Azpurua. Carmen Felice, dama de 80 y tal vez un poquito, mostró en una exposición allí los dibujos que ha hecho en moldes de mandalas. Los llena de color y vida. Juega inclinando los creyones para inventar tonos esfumados. Allí se reveló una artista: “los primeros los compró justo en AGO”. Y el tintero está repleto de más ocurrencias que esperan por el retorno de la realidad presencial —ay la crisis, ay la pandemia—; aunque AGO tiene cuenta en Instagram.

Heroicidades al pie de la letra. Aquella tarde de protestas y gas del bueno un puñado de adolescentes corría Colinas arriba justo por la calle Newton. Se oían disparos, no se podía respirar, no parecía muy recomendable salir, pero los muchachos sí podían guarecerse allí. María Esther los invitó a entrar y por dos horas, la santamaría abajo, estuvieron a salvo alrededor de 30 jóvenes, contando de ellos, revisando los libros que no compraron, protegidos de la categórica respuesta con que el poder dialogaba. “No sabían dónde meterse”. Sí, los libros son refugio.

Leer contiene vitamina sé. Un buen librero sugiere, advierte y enseña. Hay autores archiconocidos, otros no tanto, todos si buenos pueden ser maestros para quienes los aborden. Leer es descubrir mundos. María Esther tiene colecciones de frases para confirmarlo: “Leer no es matar el tiempo sino fecundarlo”, de H. C. Brumana. “Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la ambición les impiden decirme lo que debo hacer”, de Alfonso II de Aragón. “Vivir sin leer es peligroso, porque obliga a conformarse con la vida”, de Michael Houellebecq. “Leer da sueños”, de QueLeer. Ella podría cambiar la frase hay de todo como en botica, en AGO hay de todo como en librería. Una vez alguien le pidió Casas muertas de Mario Benedetti. “Si te interesa Casas muertas, leerás a Miguel Otero Silva, pero no descartes La Tregua de Benedetti”. Recomienda a los clásicos: los griegos, los ingleses, los españoles, Homero, Platón, Shakespeare, Cervantes, Góngora, Unamuno para maravillarse con la palabra y los arquetipos; a los latinoamericanos, boom o no, para vernos, García Márquez, Vargas Llosa, Benedetti, Rulfo, Allende y el genial Borges. A Saramago, Luis Peixoto, Umberto Eco, Proust, portugueses Italianos, franceses. A todos. Poetas y narradores. Beats, malditos, contemporáneos, japoneses, venezolanos. Baudelaire, Eugenio Montejo, Cadenas, Neruda, Ana Enriqueta Terán, Jacqueline Goldberg, Kira Kariakin, Yolanda Pantin. Leer es siempre autoayuda: compañía que siempre enriquece. “Como dice Milagros Socorro, hasta el libro rojo de Scannone nos susurra una historia”. El eterno bestseller también lo tiene en la vitrina.



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