La lengua que habla y que besa se mezcla como el punto y la coma o la punta y la cama, con la naturaleza. El autor caraqueño recorre con deleite páginas —no solo la 69— con texto explícito
Rafael Arraiz Lucca: "El Amor Nunca Desaparece"
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Por Faitha Nahmens Larrazábal



Prolífico de tintas, prolijo autor, para el miembro de número de la Academia de la Lengua, la política y la economía, en ensayos y biografías, son los ejes fundamentales de su trabajo; más de una vez, sin embargo, se ha salido de estos bordes definitivos. Ha indagado en el devenir del hipismo en Venezuela para un inesperado trabajo sobre el tema trazando una elipse que va desde el primer hipódromo nacional en El Callao hasta La Rinconada: en el medio los de Sabana Grande y El Paraíso, y la afición del general Gómez y sus hijos por las carreras. Se aventuró también con un libro en el que comparte su viaje exploratorio hacia sí mismo: La otra búsqueda, autobiografía espiritual, texto confesional sobre sus experiencias místicas y similares, con su alma al sol como argumento. Suscribe también Imago Mundi, crónicas de viajes, estos con maletas; un diario texturizado en el que entremezcla escenas, gentes y nubes, como postales textuales, con las emociones que le despierta el globo terráqueo:

Los años que pasó en Caracas Konstantin Zapozhnikov los dedicó a seguir las huellas de otro ruso: Nicolás Ferdinandov. Lo conocí una mañana cuando fue a entregarnos el libro que produjo su insistencia de sabueso. Nada menos que la vida, milagros y desdichas de un ser excepcional que le abrió las puertas del paraíso a Armando Reverón. Menudo encargo el que los dioses le asignaron. Este buen hombre de Zapozhnikov fue el que me preguntó si quería conocer Moscú. Por supuesto, respondí emocionado. Al fin caminaría por las calles donde ocurrían las novelas que mi madre incesantemente leía (...) Para llegar al país de Ana Ajmátova no fue fácil (…) Me tocó un viaje de 28 horas que se iniciaba en la ciudad de Vargas Llosa…(Imago Mundi, página 207)

La poesía es asunto aparte. Pulsión inicial, la escribió, la publicó y con ella obtuvo premios; también la compiló en El libro del amor, poesía amorosa universal, en cuyas páginas está todo y todos los que están son: Rafael Cadenas, Antonio Machado, Federico García Lorca, Lope de Vega, Rainer María Rilke, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Fernando Pessoa, Hanni Ossot, Santa Teresa de Jesús, Cavafy, Tchan Tsi, Igor Barreto, Ruben Darío y más. En el prólogo, su declaración de principios: Nadie podría soportar la vida en la condición del enamorado. Después de todo, el hipnotizado es alguien que padece. Para nadie es un secreto que la frontera entre el placer y el dolor es delgadísima, tanto como el calor que reconforta y el ardor que lacera. El estado del enamorado es fronterizo: es feliz, pero está a milímetros de la desgracia. (El libro del amor, página 12)

Pero ese género dejó de ser insoslayable necesidad. “Se fue secando”, confiesa, “esa vena”. De manera menos reiterativa puede que una palabra simbólica, idílica o alegórica pretenda plantársele en forma de susurro. Creerá oírla, verla incluso llegar estricta y provocadora en la punta del escalpelo, con sus ufanías de precisión, con su cinturón estrecho. Será una aparición espasmódica como un tiro de gracia sin balas: solo ideas, emociones, metáforas haciendo bang y haciendo polvo los conceptos. Que si el mar, que si el amor, que si la ira, que si la falda al viento, que si madre mía, que si dios, que si aquel beso clavado en el verso. Quizá sonría. Luego volverá a la prosa pulcra y horizontal en mancha compacta, que, por supuesto, también acepta metáforas.
No es una renuncia; tal vez por eso no parece acongojado. Aunque tiene claro que la poesía cada vez es más el mundo todo y no sólo el refugio de las pasiones y de los devaneos románticos, y que ahora, y tal vez siempre, ha tallado imágenes de lo cotidiano, la calle o el poder, el bardo fraguado en los grupos literarios caraqueños Calicanto y Guaire asocia, o parece asociar, el devenir poético con la temperatura amorosa que va transformándose con el tiempo en latido a buen resguardo bajo la piel; menos algazara, menos vapores de la fantasía. Desbordarse, desbocarse, deshacerse en otro son cabriolas maravillosas vinculadas con la incontinencia del amante joven. El hombre maduro también puede atravesar tales trances, pero lo cierto es que eso de zambullirse en el otro con ansiedad irrefrenable deja de ser ejercicio taquicárdico a tiempo completo. El ritmo febril a lo Romeo y Julieta explora otras temperaturas.

El amor es tema apasionante; así como sus circunstancias en la vida y en la literatura, tan emparentadas ambas. El sexo, el latido originario conectado con la reproducción, que el hombre elabora y reinventa en erotismo —la conversión de este mandato orgánico en refinado deleite, en paradójica construcción intelectual hasta hacerlo un arte—, son matices y ángulos de una misma noción. El amor, la cúspide, en la inequívoca tesis de Octavio Paz, se anida en el alma y se expresa y conecta con ritos, religiosidad, convenciones. De esto va La llama doble, libro fundamental que viene a cuento a propósito; a propósito del 14 de febrero y las carencias de abrazos de estos largos días de encierro, que no encerrona. La obra del mexicano universal habla de estas instancias y procesos que involucran culturas, dogmas, imaginarios, así como tabúes y códigos sociales.

La literatura retrata los cambios de la sociedad. También los prepara y los profetiza. La paulatina cristalización de nuestra imagen del amor ha sido la obra de los cambios tanto en las costumbres como en la poesía, el teatro y la novela. La historia del amor no solo es la historia de una pasión sino de un género literario. (…) Al mismo tiempo todas esas obras se han alimentado de la filosofía: Dante de la escolástica, lo poetas renacentistas del neoplatonismo, Laclos y Stendhal de la Enciclopedia, Proust de Bergson, los poetas y novelistas modernos de Freud (La llama doble, páginas 136 y 137)

“Lo leí, claro que sí, hace tiempo, es maravilloso”, evoca el historiador la obra de Paz. Que viva el sexo, propondrá la publicidad, pero que nadie exagere dirán los sacerdotes entendiendo que ni ellos pueden; que viva el erotismo, dirán los libérrimos, pero que nadie exagere con aquello de la no reproducción, algo que nunca dirán los chinos, tan radicales en los asuntos de la vida. Paz escribió este ensayo de amor y erotismo a los 79, edad que confiesa en la introducción como justificándose, como haciendo la salvedad. Escribe de la felicidad y el goce desde la experiencia, no en simultaneidad cronológica confirmando a Borges; y ratificando aquello a que hace referencia Arraiz. Las ganas, las canas. (Chaplin se salió del grupo).

Tiempos de ceños fruncidos y con la ternura fuera de moda, como dirá la escritora colombiana Laura Restrepo, la narrativa se vuelve más cruda, la realidad más intensa y hasta dejan de sonreír las modelos en las pasarelas. Arraiz, cultor de la esperanza, entiende sin embargo el calibre de la desazón y en consecuencia al escritor, al guionista y al poeta que desbroza de miriñaques el renglón, el verso, el párrafo. “Somos gregarios”, dice, no obstante en Estados Unidos, por ejemplo, más de la mitad de los ciudadanos vive solo. Necesitamos afecto, dirán Lennon, Freud o Jesús, pero aun cuando triunfa el reality show sobre novias que buscan sus vestidos blancos en el espacio televisual que es franquicia en Buenos Aires, Londres o Las Vegas, el matrimonio, tras escasos 200 años de creado, el rito civil, se vuelve, cada vez más, opción descartada. “Las nuevas generaciones no están pendientes de eso, viven con su pareja y ya”.

Por lo demás, la institución no es sinónimo exacto de amor: suerte de puerto o llegadero concebido para su construcción o ejercicio, la verdad es que en algunas sociedades sigue siendo el matrimonio un contrato económico. Una boya para migrantes. Un acuerdo entre familias. Además ¿cuál amor? No, Arraiz Lucca no lo desconoce pero entiende que hay muchos: el prohibido, “ese que vive tras bastidores, el más excitante y tan desquiciante y demandante que se vuelve adictivo y puede ser fatal”, el contrariado, que propicia las tramas necesarias para toda ficción, el que se jura eterno, el efímero —un amor que nace tan vehemente es normal que muera de repente—, el fatal, el enfermo, el adictivo, el tormentoso, el infiel. “Se le otorga demasiada importancia a la fidelidad; es un requisito que aporta el cristianismo”, acota. Restrepo lo dice también en Delirio.

Lo que sí parece tener clarísimo el profesor de la Unimet es que el amor está vinculado con la felicidad, ese estado espasmódico de contentura, sosiego y plenitud —asociado a alegría, a cumbre, a nirvana— y la cual se vive y sobre todo se anhela pero de la cual no se escribe mucho; es poco inspiradora. “Borges decía que no escribimos cuando estamos felices, y que la felicidad es para vivirla, no para escribir de ella o con ella”. Aun cuando la ceremonia del casorio está en decadencia y el amor cortés a estas alturas solo lo reconocemos si volteamos hacia atrás, el sentimiento sigue siendo una poderosa fuerza que idealizada o no, vincula, ennoblece, humaniza. El de pareja, en proceso de estremecimiento por los reacomodos de los roles de los protagonistas, y por la natural dificultad de hacer de la vida una constante negociación entre dos que avanzan sin embargo no pasará.

Mucho menos el amor filial, ese sentimiento que es proyección en la creatura. “El amor a los hijos y a los nietos es inmensurable y tiene vocación de perennidad, y siempre aumenta”, dice Arráiz Lucca, lector cuyos ojos han paseado con deleite por páginas de embeleso. Tiene entre sus insoslayables, además de los mencionados, El erotismo, de George Bataille y El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, la historia de un amor que prevalece, que nunca naufraga, que encuentra su cauce (en el Magdalena, favor no llorar como aquella que da nombre al río, el final es feliz).



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