Creado el museo el 22 de enero de 1984, la casa que lo acoge tiene una historia larga que precede a la de la pertinaz institución
Museo de Petare como Arte y Parte
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Por Faitha Nahmens Larrazábal


Entre los oasis caraqueños, este el más tierno. Rodeado de una circunstancia política y social apremiante que per sé se le escurre a los estereotipos, se alza el Museo de Arte Popular de Petare Bárbaro Rivas. Empinado en lo alto de la colina donde cohabita con los 25 caserones de arquitectura colonial del Centro Histórico —todos cundidos de helechos—, el refugio de los creadores naive sobresale benigno, cerquita de la casa de los golfiaos.

Pese a la penuria distribuida con esmero y sin pizca de pudor a lo largo del territorio nacional (y más allá), asombra la pasión de los que laboran en esta casona mágica de presupuesto pírrico y puertas que parecen abrazarte cuando las franqueas. Curadores, carpinteros, museógrafos, montadores presumen la misma condición comprometida de la directora, Carmen Sofía Leoni, a cargo desde 2009 y enamorada del arte popular desde toda la vida.

Creado el museo el 22 de enero de 1984, la casa que lo acoge tiene una historia larga que precede a la de la pertinaz institución. Construida a mediados del siglo XVIII, sería objeto en distintos momentos de remodelaciones, así como sería destinada a usos muy diferentes antes de ser el recinto referencial que es. Un Petare deshabitado a donde los caraqueños iban a temperar, justo en el fresco rescoldo del Guaire en el que sumergirse era un placer recomendado por los galenos, será el contexto bucólico del futuro museo. Ubicado en el cruce de las calles Lino de Clemente, nombrada así para honrar al almirante nacido en Petare —pariente de Simón Bolívar y quien está en los abajo firmantes del Acta de Independencia del 5 de julio, para más señas—, y Juan de Dios Guanche —bautizada con el nombre del maestro visionario que promovió la educación integral antes que fuera una recomendación de la Unesco—, la construcción de 561 metros cuadrados sería escuela de artes y oficios, centro de comercio y casa de vecindad; sería habitada por 54 inquilinos.



Luego viene la idea del museo y de seguidas la de que sea un museo concebido para honrar el arte ingenuo y sin duda la memoria del artista Bárbaro Rivas, talentoso petareño que vivió de la albañilería hasta que tarde, muy tarde, se le reconoció su grandeza. Ocurrencia que suscriben María Elena Ramos y Perán Erminy, entre otros devotos de la cultura, en la muestra que acaba de inaugurarse vemos la colección de todas las obras desde que el espacio abrió sus puertas por primera vez a la vida, a la reflexión, al arte. Así celebra el aniversario la institución de mermado presupuesto y que se mira a sí misma con tapabocas y esperanza en ese ejercicio de revisión y de culto a la memoria y Petare y a Caracas como el continuo que son ambos referente, nunca más dos.

Doce directores (en este orden: Hernán Acevedo, Fedora Briceño, María Teresa López, Ana Yilda León, Alberto Rodríguez, Gilliam Aguirre, Carol Cañizares, María Josefina (Fina) Weitz, Carmen Sofía Leoni, de nuevo Carol Cañizares, Silvia Gómez Rangel, de nuevo Carmen Sofía Leoni), 603 obras en su colección, 235 exposiciones, 210 publicaciones, más de 700 mil personas atendidas son cifras exhibidas con orgullo y con las que se recibe al crítico, al periodista, al visitante: aquí hay trabajo y devoción sin intermitencia. Espacio para la conservación, que mantiene a buen resguardo, en tiempos de archivos perdidos y quemados, un rimero de libros de la contaduría, el museo es una invitación permanente al repaso de los haberes y deberes, también placeres. Con seis salas expositivas, el asombro está fundamentado y ya la crítica ha convenido en que ninguna otra institución ha atesorado tanta información y con tanto esmero —no en sótanos húmedos— acerca de sus afanes, en este caso la investigación artística.

En una de las estancias conviven los grandes adalides del naive como Bárbaro Rivas, el anfitrión, Elsa Morales, Rafaela Baroni, Antonia Azuaje, Daniel García Volcán, Socorro Salinas, José Cheo Pérez cuyos trabajos están catalogados con fichas en el inventario, enmarcadas sin ostentación pero con prolijidad. Una selva de Feliciano Carvallo le hace guiños a las líneas vibrantes de Soto, por ejemplo. La ocurrencia sigue conmoviendo. “Vemos una obra y otra y asombra que tanto las diferencias inmensas de trazo como las coincidencias cromáticas igual nos llevan a un mismo sentimiento… ¡es que es lo mismo!”, jura Leoni.



También conservan los catálogos: bellos los diseños, finísimo el papel; son un recuento de la trayectoria recorrida: bienales, exposiciones individuales y colectivas, concursos. El museo no para. No se deja. ¿Quién no recuerda aquella exposición, tan exitosa, La Corotera? El museo se convirtió en una casa modelo del Petare inolvidable. Los dueños de las casonas coloniales tan próximas se volcaron a colaborar en el proceso de curaduría y montaje, es decir, encantados se dieron a la tarea de amoblar con sus corotos el museo hasta convertirlo en la casa de habitación del imaginario común, una antañona.

Camas de copetes infinitos fueron reparadas por los ebanistas para la exposición, así como poltronas descosidas fueron tapizadas para dicha de sus dueños. Escenario revalorado de la cotidianidad, los corredores repletos de mesitas de noche y sus tapeticos, floreros, detalles familiares que no son kitsch, ni cursis, ni nada de eso, solo elementos de la escenografía cotidiana ambientada en el año quitipún, fue una suerte de prolongación reafirmada de la vida. Y un éxito y una alegría para la comunidad verse en ese espejo, seguro ovalado, que venía acompañado de retratos de abuelos bigotudos y abuelas de moño y vestidos hasta el piso.

Otra exposición inolvidable sería De Civitates Dei del celebérrimo artista plástico Miguel Von Dangel, creador de genes alemanes avecindado en Petare, que haya en lo cotidiano simbologías y pistas de la espiritualidad, y fe en la contundencia del trópico. “Grandes desafíos y cambios en los paradigmas seguirán fortaleciendo las oportunidades de contribuir con la colección, preservación, investigación, interpretación y exposición del arte popular contribuyendo así al desarrollo artístico y cultural del país”, dice Leoni mientras recuerda una de las tantas vivencias increíbles experimentadas a lo largo de su aventura como directora del museo.

Como cuando el compositor Ricardo Teruel, autor que le extrae música a todo —además del piano y la computadora, a las botellas de vidrio, las chapas y un rimero de instrumentos de su invención—, en una presentación en el patio del museo, ofreció en su concierto-performance, como sonoridad para el pasmo de todos, la producida por las incesantes vueltas en el aire que trazaría con unas mangueras recortadas. Ululaban, a medida que las movía más rápido, con un sonido agudo de ventarrón. Un pájaro curioso fue acercándose por los tejados, daba saltos por los aleros, más y más, hasta que llegó muy cerca de Ricardo Teruel, lo miraba, casi se paró en su hombro y luego silbó. Hicieron hermoso dúo hasta que el pájaro voló.


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