Por Faitha Nahmens Larrazabal: A sus lúcidos 93, Margot Benacerraf evoca con intensidad los primeros treinta y pocos años de su vida en el libro Margot Benacerraf, sal de ayer
Margot Benacerraf todas son de sal
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En Araya, además de la belleza de las imágenes que hipnotizan, con ese ritmo narrativo sutil e hiriente y por cuentagotas, el tiempo se convierte en protagonista. La autora de la cinta sabe cómo relativizarlo, genio es. Le saca provecho, lo detiene, lo eterniza, lo vuelve letanía en la pieza de culto que interpretan aquellas gentes explotadas que levantan, como los esclavos de las pirámides, las montañas de sal que extraen de las costas de Paria, bajo el solazo. Así también maneja el tiempo en su vida. Unas horas han sido de vértigo, horas suculentas, horas punto climático, de misteriosa secuencia y con insoslayable consecuencia. Son las que han prologado y se han prolongado, no por inercia sino acaso por inaudita vacilación, en las otras, las horas calmas, las más secretas, las que parecen derretirse como en el cuadro da Dalí. “Venezuela pasma”, asestará Diego Arroyo Gil. La frase es un dardo que taja la piel de la identidad.

A sus lúcidos 93, Margot Benacerraf evoca con intensidad los primeros treinta y pocos años de su vida en el libro Margot Benacerraf, sal de ayer, biografía que suscribe Arroyo Gil con su característico lenguaje pulcro. A punto de salir del horno, la séptima semblanza del autor que prefiere presentarse como periodista antes que como escritor se regodea con minucia en aquellos febriles días de París, preámbulo de Cannes, cuando el triunfo sorprendió a la entonces desconocida realizadora como un rayo; cuando la luz cenital de la victoria cayó directo sobre ella, mujer de 29 que estrenaba contrarreloj, ay el tiempo, su opera prima y se convertía, contra todo pronóstico, el 15 de mayo de 1959, en ganadora del premio de la crítica en el celebérrimo festival francés.

Ese tiempo es el libro. Los 60 años posteriores en lo que quiso volver a rodar y que, en cambio, los dedicó a crear instituciones o referentes, la Cinemateca o la videoteca de la Universidad, son el alargado epílogo creativo de aquella obra maestra irrepetible, sin bis de gloria o no. Cuarenta y ocho horas antes zambullirse en aquella alquímica agua de rosas, de ser cobijada por los laureles del triunfo, según salpimienta la leyenda, aun le daba toques a la edición del filme. Vuelve el tiempo, con su fidelidad de goma de mascar, a hacer el milagro. Consigue presentar con las justas la cinta icónica con que ascendió a las volandas a la cumbre, y a esa emoción inédita e irrepetible de taquicardia al oír el veredicto que no imaginó ella ni nadie: que Venezuela conquistaría al jurado con esa producción en blanco y negro que es un clásico entre los clásicos. “Si hubiera que escoger las 50 obras imprescindibles producidas en el país en todas las artes y todas las disciplinas a lo largo de toda la historia Araya estaría allí punteando”, desliza convencido Diego Arroyo Gil que reconstruye la leyenda y la realidad, la trayectoria y lo que quedó en el tintero en la vida de Margot Benacerraf. “A los 32 estaba sufriendo un infarto”, añade, imaginando el aleteo de colibrí de aquel corazón, “acaso como consecuencia de parir Araya”. Semejante joya.

Asombra que esta dama de sucinta estatura física y entonces desconocida se las amañara para darle vida a aquel proyecto realizado como coproducción franco-venezolana, dirigido por Benacerraf y coescrito por Benacerraf y Pierre Seghers. Parecerían poco ventajosas las circunstancias para ella: provenía de un país con un industria cinematográfica poco desarrollada —cero apoyo oficial, ni un solo organismo rector del cine—, y encima es mujer, lo que en aquellos tiempos —ella siempre desafiando el tiempo, sintiéndose su ama— y aún en estos, tal definición es óbice para prejuiciados y discriminadores. Años de lucha por los derechos, y no pocos conquistas, no había una tradición venezolana de mujeres haciendo películas, y ni en Hollywood ni el mundo tenía eco el me too.

Y sigue produciendo asombro, a los sesenta años exactos que cumple el mítico suceso Araya, cuando la cinta vuelve a ser proyectada y es evidente que la devoción de la crítica sigue intacta y su cinematografía sale invicta. A propósito de la redonda fecha vuelve entonces a estar en foco este hito de la cultura vernácula y de la mano de Arroyo Gil tendremos en breve en primera fila a la realizadora. Como en el carrusel de un proyector de diapositivas (¿es muy vintage la imagen?) Benacerraf y Araya parecen completar una vuelta para regresar al punto en que son emocionante noticia, ahora en perspectiva.

En Francia, en el Festival de Cannes se anunciaba así el palmarés: la ganadora de la Palma de Oro como mejor película fue Orfeu Negro de Marcel Camus. François Truffaut se alzó como mejor director por Los 400 golpes. Nazarin de Luis Buñuel obtuvo el premio internacional. Y Araya, de la caraqueña Margot Benacerraf, resultó aclamada por los especialistas que le otorgaron el Gran Premio de la Crítica Internacional, exaequo con Hiroshima mon amour de Alain Resnais, además del Premio de la Comisión Superior Técnica, “por el estilo fotográfico de las imágenes que realza la calidad del ambiente sonoro”.

De una vez considerada cofrade de la llamada Nouvelle Vague, que en Europa encabezaban realizadores como Claude Chabrol, Jean-Luc Godard y François Truffaut, la prensa de entonces recoge el jaleo que convoca la irrupción en la escena cultura de esta caraqueña, y también la consagra: “Araya es el primer largometraje de Margot Benacerraf, una cineasta de unos 30 años que estudió en París y nos demuestra que la Nueva Ola de la cual se habla tanto ha llegado también a América del Sur”, reseñaría Ugo Casiraghi de L’Unita-Italia. “La belleza de las imágenes de Araya, la lentitud concentrada de su desarrollo y la sensibilidad de la música de Guy Bernard, hacen de este fresco compuesto como un homenaje y como una requisitoria, una obra de gran calidad”, escribirá por su parte Henry Magnan en Les Spectacles de Paris. “Tarde o temprano, estoy seguro de ello, Araya se impondrá como una gran obra al público que ama y comprende el cine”, avizora Georges Sadoul, en Les Lettres Françaises. “Araya es un largo poema sobre la sal, su trabajo, y el esfuerzo… Sus imágenes son de una belleza trágica”, publicó Libération.

Araya es el primer largometraje de Margot Benacerraf

También sería profeta en su tierra, el fallecido periodista e intelectual Pablo Antillano libra por todos con un texto broche de oro. “El contacto directo con los salineros y los pescadores, el conocimiento a fondo de su ciclo económico, de sus gestos cotidianos, de la complejidad de su vida, le permitieron adelantarse en el método, en las formas y en las conclusiones. El resultado es una película con sentido político, sin esquematismos, que pareciera haber sido realizada en la actualidad, después de toda esa larga experiencia de los años 60 que nos ha traído al sitio donde estamos. Sin embargo, Araya fue filmada en 1957 y montada en 1958. Margot Benacerraf consultó a finales de 1957 toda la documentación histórica que existe en los llamados Archivos de Indias de Sevilla, Madrid y Ámsterdam, sobre las salinas de Araya, y estudió cuidadosamente el medio ambiente y el modo de vida de los habitantes de aquella vieja salina situada en una península del noreste de Venezuela que, a cinco siglos de su ocupación por los españoles, seguía siendo explotada a mano. Llamémosle sensibilidad de anticipación”.

Sobran las razones para que Arroyo Gil se enamorara de la historia. Según confiesa, escoge a los protagonistas de sus suculentos perfiles de entre los que el catálogo clasifica como rara avis, raros por únicos, por diferentes y también por insólitos; todas las vidas tienen meollo, pero él prefiere la diversión que da palpar los bajorrelieves; le aburren las historias con empaque gris. Luego desenfunda los aperos periodísticos, grabador, lápiz, cuaderno de apuntes, memoria, ojos clavados, los hilos con pegamento los que se adherirán los entrevistados. Con paciencia de araña, los interrogará largamente, cientos de horas a Nelson Bocaranda o tres años merendando con Sofía Imber, aunque tal vez consiga lo que busca en dos horas, como le ocurrió con Osmel Sosa; no adelantar conjeturas.

Osmel Sousa lo abordó con dudas, escepticismo incluso y terminó descubriendo que las misses, los faralaes y las lentejuelas son un capítulo de una historia signada por la femineidad, curvas y sustancia, que marcan su vida. Cuando tenía 7 años, en Cuba, Sousa se soñó Pigmalion: “se topaba con una niña andrajosa a la que recogía, bañaba y vestía hermosamente ¿no es un episodio clave y premonitorio?”, dice Diego Arroyo evocando la suculenta pista. Una vez la nuez en la mano que desentierra pronto o lento, paciencia es la misma, se enconchará para abordar el proceso de escritura. De su madre le viene la atracción por la orfebrería. Su prosa será un libro tejido con filigrana.

Periodista entusiasmado con la verdad, con acercarse a ella lo más posible, Diego Arroyo Gil no sabe si podrá o querrá embarcarse algún día en una novela; en cualquier caso el retratista avanza imantado por la idea de descubrir, llegar al meollo de los hechos, del discurso, de la psiquis con el que interactúa hasta obtener, en caliente y sin quemarse, el tesoro que extrae desde el fondo: la explicación más factible como trofeo.

Son siete los personajes que rondan, por ahora, su galería. La Nena Palacios, la mamá de María Fernanda e Isabel, cuyo taller de arte devino peña. Miguel Arroyo, cuya historia reconstruyó luego de su deceso, un desafío para el cual contó con la ayuda de la enjundiosa investigadora Blanca de Arroyo, viuda que lo tenía todo. Simón Alberto Consalvi, maestro del verbo y la vida, “la biografía que más amo o la que me da menos vergüenza”. Nelson Bocaranda, tan minucioso para contar, tan informado de todo y de sí que aporta “95 por ciento del libro”. Sofía Imber, con quien trabó afecto y cosió largas tardes confesionales de asombro; del libro La señora Imber, Javier Vidal bebió como de la mejor fuente para armar el monólogo que permitió a los caraqueños y miameros volverla a ver pontificar con su verbo rotundo. Y mientras ya en su cabeza, incluso en su agenda de citas, está el próximo personaje al que lo convertirá en voz cantante de sí mismo, Boris Izaguirre, Diego Arroyo vive ese proceso de parto en el que con ojos despabilados conversa, como si viera, como si quisiera añadir una coma, en el borrador para hacer perfecto el libro recién parido.

En proceso de imprenta el producto de sus investigaciones sobre Benacerraf y el icónico documental premiado en la Costa Azul, el nuevo libro que promete. Consigna las confesiones de Benacerraf sobre qué la motivó a realizar aquella cinta, cómo la produjo y el hito que marcó en su carrera y la historia del cine local, así como los detalles acerca de cómo se abre paso en Europa y sorprende a medio mundo en el certamen francés, con una pieza catalogada como poesía. Y reiterará, para que dejar constancia una vez más o de una vez por todas, que Araya no es un documental. “Han pasado 60 años y no ha habido manera de que la gente entienda que Araya no es un documental sino una narración poética, así la aceptaron en Cannes… Yo no tengo nada en contra del documental, siempre lo he defendido, pero un documental es un género que te limita en cierta manera, y Araya es un intento de trascender el documental. Araya, bajo su aparente simplicidad, es una cosa muy complicada porque al mismo tiempo de convivir y de usar el neorrealismo italiano, me da libertad como directora”, dijo a la prensa la cineasta y gestora cultural, nacida en 1926; lo repite en su biografía.

¿Y por qué regresó? ¿Y por qué no volvió a hacer otra gran realización? ¿Qué pasó con la Cándida Eréndira y Gabriel García Márquez? ¿Es cierto que el novelista usó cuentos de Benacerraf para armar el suyo? Amiga de Mariano Picón Salas, a las 11 de la noche del el 1 de enero de 1965 recibiría un telegrama en el que era invitada a participar en el naciente Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (Inciba) junto a otros creadores como Miguel Otero Silva y Alejandro Otero. “Yo estaba instalada en París, tenía como siete años allá, y verdaderamente pensé en no aceptar: en Venezuela no se podía hacer cine, cada vez que se hacía una película quedabas agotado, era un país que no te ofrecía nada, no había estímulo alguno. El primero o dos de enero de 1965, apenas abrió la Embajada en París, yo pedí hablar con Don Mariano, y me dice Juan Oropeza que Don Mariano había muerto a las 12 de la noche de aquel 1 de enero de 1965, así que lo único que él hizo ese día fue mandarme a pedir que lo ayudara. Fue una emoción muy grande porque yo le estaba escribiendo que no iba a venir, que empezaba otra vida y, claro, aquella noticia me puso en un dilema”, rememoraría Benacerraf en mayo pasado en Clímax. Diego Arroyo Gil no suelta prenda. “Sí, ella se vino, iba a estar un año, y aquí se quedó”.