Alrededor de Pedro Pérez Delgado se fue construyendo una leyenda, no sólo por su valentía, sino también por su personalidad carismática
La Leyenda de Maisanta
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Por Manuel Felipe Sierra


En 1974 José León Tapia publicó el libro “Maisanta, el último hombre a caballo”, sobre el guerrillero Pedro Pérez Delgado. Ya el nombre del personaje lo había consagrado Andrés Eloy Blanco en un corrido escrito en el Castillo Libertador. Posteriormente, Oldman Botello dio a conocer “La historia documentada del legendario Pedro Pérez Delgado, Maisanta”. Nacido en Ospino en 1881, a los 12 años debió probar su valor personal cuando despachó en una calle de su pueblo al coronel Pedro Macías, quien le “embarrigonó” a una hermana. En Valencia había visto a tiro de fusil nada menos que a Joaquín Crespo, envalentonado ante la revancha “mochista”; y una tarde en la Calle Larga de Tinaquillo oyó por primera vez el grito de “¡Viva la Revolución!”. Receloso, se acercó a una ventana para ver a un hombre que según Tapia “era alto, delgado, blanco, pálido, de barbas negras, voz de tiple y que gesticulaba con sus manos largas de dedos finos, pero faltándole el pulgar de la derecha”. El “Mocho” Hernández hablaba de democracia, elecciones libres, progreso y una Venezuela civilizada. El caudillo pidió un cigarro pero que fuera partagás. “Búscalo tú muchacho”, le dijo a Maisanta. Pérez Delgado corrió por un pueblo que dormía la siesta, entró a la Botica Nueva y contó al boticario Alfredo Franco que era emisario del jefe rebelde. Franco lo miró, sonrió discretamente, se metió la mano en el bolsillo y le dijo: “Llévale esa caja, son partagás”. Ese día ambos se sumaron a la revolución nacionalista de 1898.

Alrededor de Maisanta (así le decían por su grito de “Mai Santa”, que significaba “Madre Santa”) se fue construyendo la leyenda, no sólo por su valentía, sino también por su personalidad carismática. Alto, blanco, mujeriego, insaciable tomador de brandy, con un pañuelo al cuello, sombrero alón, polainas, y presto para el acto relancino, no era como escribe Botello “un guerrillero del montón, brillaba con luz propia y en muchas de sus acciones recordaba a destacados jefes militares como Páez y Crespo”. Con el grado de coronel en 1914 se incorporó al Ejército en San Fernando de Apure, y a bordo del vapor Masparro combatió una sublevación; se apoderó de la nave con la simpatía de la soldadesca y después de detener a varios oficiales se devolvió a San Fernando pero fue rechazado en el intento de tomar la ciudad. Ello marcaría un cambio en la conducta del combatiente. En junio atacó y ocupó Nutrias, siguió a Elorza y luego se fugó a El Viento, en territorio colombiano. Junto a Braulio Escalona, con quien trabó amistad en el mostrador de una pulpería, se convirtió en blanco de las fuerzas del gobierno. Se movieron en Arauca; hostigaron caseríos; organizaron peonadas; se lucraron del negocio de las plumas de garza, de la compraventa de ganado, cuero y de las contribuciones de guerra. Capturados en Colombia Gómez pidió su extradición. Después de un intento de evasión, fueron llevados al Panóptico de Tunja, donde permanecieron durante treinta y tres meses.

Excarcelado en diciembre de 1916 se separa de Escalona, quien se arroja por el barranco del pillaje y a partir de entonces se gana los soles que otorga la temeridad. Participa en invasiones frustradas, comanda batallas victoriosas y persiste en organizar las huestes antigomecistas. En Puerto Carreño se incorpora a las fuerzas del doctor y general Roberto Vargas y del famoso Arévalo Cedeño. Asume la conducción de uno de los batallones para los despiadados enfrentamientos que se avecinan: El 27 de mayo se cubre de gloria en La Ceniza a orillas del Capanaparo, y en junio derrocha valentía en la toma de Guasdualito. Sin embargo, los rebeldes pierden la batalla. Cunde el desconcierto, se avivan los resabios y las divisiones. Tapia relata que mientras se decidía abandonar Guasdualito, Pérez Delgado permaneció en silencio y luego dijo: “Malditos sean los doctores y todo aquél que aprovecha la guerra para ver si llega arriba a costa de los de abajo”. Antes de marcharse hacia Elorza, seguido por 22 hombres, habría exclamado: “Juro que no daré un paso más al lado de estos carajos”. Arévalo Cedeño cuenta: “A media noche y con un temporal de agua, rayos y truenos, se presentó de regreso el doctor París para decirme que sin pérdida de tiempo levantara mi campamento, porque había algo muy grave que estaba pasando en Elorza”. Según el jefe guerrillero fue informado que tanto Alfredo Franco (el expendedor de brebajes de Tinaquillo) como Maisanta, habían pactado desde el día anterior su entrega al gobierno.

Botello da a conocer varias cartas que revelan cómo en la prisión, acosado por las penurias económicas, la pérdida de la visión y el desencanto, Pérez Delgado envió mensajes al propio Juan Vicente Gómez. El 16 de junio de 1922, desde la cárcel de Ciudad Bolívar, escribe: “Es cierto, mi general que yo fui enemigo del gobierno, pero cuando me convencí que andaba por camino extraviado, me presenté y me dieron garantías. Desde ese instante juré ser su amigo y hasta la fecha he sido leal con mi juramento. No tengo nada que se me pueda arrojar a la cara y sin embargo estoy preso sin saber el porqué”. Luego añade: “Le repito mi juramento de que soy su amigo leal y de que estoy dispuesto a probárselo. Le pido justicia y aclaración de lo que se me achaca, en la conciencia de que no soy culpable de absolutamente nada. Y espero que usted con su clemencia y justicia que lo glorifica, en presencia de la verdad, me conceda el honor de darme mi libertad con la misma emoción y lealtad que le juré y le juro nuevamente. Soy su afectísimo amigo y subalterno. Pedro Pérez Delgado”.


LA MUERTE

Maisanta murió en el Castillo de Puerto Cabello el 8 de noviembre de 1924. Tapia sostiene que su muerte se produjo después de consumir vidrio molido colocado en las magras raciones de prisionero. En el corrido de Andrés Eloy Blanco se habla que el guerrillero fue víctima de un satánico envenenamiento. Y Botello se apoya en testimonios para demostrar que falleció por un infarto después de padecer dolencias cardíacas postrado ante la imagen de la Virgen del Carmen y con la mano izquierda apretando un escapulario y escoltado por sus amigos Juan Carabaño y el capitán Eduardo D’Suze. Los compañeros de prisión le colocaron los grillos que habían humillado sus tobillos y permanecieron en vela toda la noche frente a su cuerpo desnudo. Al día siguiente, una carreta de mula llegó con un cadáver al viejo cementerio de El Olvido y los restos del combatiente fueron dejados en una fosa común, donde se confundían héroes y villanos castigados sin distingo por el terror gomecista.






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