Por Manuel Felipe Sierra
El 4 de septiembre de 1971 Salvador Allende sintió una doble satisfacción: era electo presidente de Chile, pero además finalmente como producto de su cuarta candidatura. Triunfaba frente a las opciones de Jorge Alessandri, conservador, y Radomiro Tomic del sector avanzado de la democracia cristiana con el 36 por ciento de los votos. Su victoria fue sometida a una segunda rueda en el Congreso Nacional, previa aprobación de un estatuto de garantías constitucionales con el apoyo democristiano. El 4 de noviembre por fin en el Palacio Presidencial de “La Moneda” iniciaba su mandato para aplicar la propuesta de la “vía chilena al socialismo”. Allende era un líder comprometido con la democracia, se le consideraba una de las figuras fundamentales de la política latinoamericana desde los años 40 y tendría ahora el reto de sustituir el gobierno de Eduardo Frei, quien casualmente lo había derrotado en 1964 con la consigna de “revolución en libertad” y cuyo gobierno introdujo importantes cambios en la economía dirigidos a aumentar las exportaciones, así como para incrementar lo que llamó “la chilenización del cobre”. Al mismo tiempo propició una reforma agraria gradual para expropiar el latifundio y creó un sistema cooperativo en el campo que otorgó 100.000 mil títulos de propiedad a los campesinos.
De alguna manera, el gobierno de Allende se proponía profundizar esas reformas de acuerdo a un viejo planteamiento de la izquierda chilena mediante la “nacionalización total” del cobre y una reforma agraria integral, además de la estatización de la banca y los seguros, y la participación de los trabajadores en la conducción económica. Sus medidas, sin duda, habrían de estimular una aguda lucha de clases en una sociedad que arrastraba desde el siglo XIX la presencia de un vigoroso movimiento sindical y, como contrapartida, una activa organización empresarial. Pese a ello, en Chile con los años se fue consolidando una fuerte cultura democrática que junto a Uruguay llegó a representar ejemplos en un continente que oscilaba en el “péndulo trágico” de dictadura y democracia. La victoria de Allende habría de tener, además, un enorme efecto en la política latinoamericana. Se trataba de la primera propuesta claramente de izquierda que llegaba al poder mediante el voto, un camino que parecía negado por la historia después de la consolidación de la revolución cubana en 1959. La aparente imposibilidad del acceso revolucionario mediante la vía electoral había estimulado a los movimientos guerrilleros del continente de los años 60. Pero el hecho habría de tener también enorme repercusión en la definición política y estratégica continental y por supuesto incidencia en la polarización geopolítica mundial.
Se comprobaba de esta manera que era posible con las reglas del juego tradicionales iniciar el tránsito hacia el socialismo y ello significaba una derrota para la línea de insurgencia decretada desde Cuba y que había sufrido años antes un severo revés con la muerte del “Che Guevara” en Bolivia. Al mismo tiempo para la política de Washington en manos de Richard Nixon y Henry Kissinger representaba un peligroso antecedente por cuanto potenciaba una vía que hasta entonces parecía cerrada para los partidos socialistas. De esta manera, la confrontación que se daría en el seno de la sociedad chilena habría de tener efectos inmediatos en el plano exterior. Las fuerzas más radicales que integraban la unidad popular encontraron espacio para profundizar sus exigencias y reclamos de transformaciones económicas y sociales, y lógicamente, los sectores que se sentirían amenazados habrían de acentuar su resistencia a los cambios revolucionarios.
GOBIERNO DEMOCRÁTICO
Allende presidiría un gobierno ampliamente democrático, sin presos políticos, con riguroso respeto a la libertad de expresión y permitió el juego de los partidos políticos. A diferencia de modelos autoritarios que apelaban a la represión y la violencia del Estado para garantizar el orden, en Chile se abrían espacios para una contienda social inédita, que ante la impotencia y la pasividad del poder formal amenazaba con la anarquía y la ingobernabilidad. Ese fue el rasgo principal de “los mil días” del gobierno de Allende. Sin embargo, la presencia en 1971 de Fidel Castro durante un mes recorriendo el territorio del país y planteando la necesidad de radicalizar el proceso, entusiasmó a la mayoría del Partido Socialista y al MIR, un movimiento emergente con apoyo estudiantil y de las capas intelectuales.
Los sectores de la derecha, por su parte, entraron en acción mediante jornadas de calle y la organización de grupos de choque, alentados además por la política norteamericana para la cual resultaba indispensable detener un ensayo que podría desatar el contagio en los países vecinos. Posteriormente se comprobó la participación de la CIA y de importantes empresas como ITT en la estrategia de desestabilización del gobierno. En un cuadro semejante y en la línea de imponer orden y evitar la guerra civil, se hizo casi inevitable la intervención militar que se materializó el 11 de septiembre de 1973 con el suicidio de Allende y el comienzo de la dictadura de Augusto Pinochet. Debieron transcurrir casi dos décadas para el retorno a la democracia una vez que era evidente que la transición militar se agotaba y que la economía (que había logrado notables exitos), requería de la flexibilización institucional que solo proporciona la alternancia democrática. Desde 1990 y hasta el presente, en 30 años se han sucedido gobiernos con presidentes de alianzas de los partidos políticos. Más que una revolución, el sangriento proceso chileno fue una costosa refriega social, pero curiosamente al amparo del estado de derecho.