Cautivó a las masas como una de las maravillas del mundo, con su singular electricidad a canciones sobre supervivencia, libertad y valentía. Es difícil creer que se haya ido.
TINA TURNER: UN TORNADO
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Wesley Morris

Mi edición de bolsillo del libro Yo, Tina se está cayendo a pedazos. Cada vez que lo abro, sale volando una página nueva. Anoche fue la página 37. Ahí Tina Turner habla de las canciones que la cautivaron de pequeña. “Tweedle Dee” de LaVern Baker captó su atención porque era rápida. “Siempre me gustaron las rápidas”, escribió Turner, “me gustaba esa energía, incluso en ese entonces”.

Se puede decir que este libro son sus memorias (le narró todo, en 1986, a Kurt Loder, quien lo trasladó a la literatura), pero a mí siempre me ha parecido más un libro de recetas. Sus ingredientes incluyen fuerza, dominio, poder, sexo, voluntad. De ahí la conmoción por su fallecimiento. ¿Dicen que tenía 83 años? Nadie se lo cree. Los ingredientes la hacían parecer inmortal. Durante siete décadas de hacer música, todo chisporroteaba en ella. Esa energía. Le brotaba del ser: de los pies, de los muslos, de las manos, de los brazos, de los hombros, del pelo, de la boca.



Cada vez que ella y un trío de coristas conocidas como las Ikettes saltaban hacia delante, se inclinaban y extendían los brazos, movían los dedos y agitaban el pelo, no solo hacían un baile: era un hechizo. Tina interpretó versiones de muchas canciones, pero nunca la oí hacer “I Put a Spell on You”. No le hizo falta. El baile lo era todo. Leí que Adrienne Warren, quien interpretó a Turner en Broadway, necesitó fisioterapia y entrenamiento personal para sobrevivir al papel. Para la película de Hollywood sobre la vida de Turner, Angela Bassett se preparó en todos los sentidos. Ambas ganaron premios de actuación, pero el premio más apropiado quizá sea una medalla de oro.

Como era una vocalista profesional, Turner dominaba sus escalas, pero estoy seguro de que las escalas también la dominaban a ella: la de richter, la de celsius, la de los decibelios, la Fujita-Pearson (que se usa para medir un “tornado”). Si hablamos de su interpretación de la reina del ácido en Tommy, entonces la escala debe ser la de pH. Esa energía suya construyó un ala del rock n’ roll en la que puedes escuchar un cuerpo. Otros intérpretes (tremendos, fundacionales, divinos) cantaban: Ma Rainey, Big Mama Thornton, Big Maybelle, Baker, Mahalia Jackson, Sister Rosetta Tharpe. Pero Tina creció rodeada de pentecostales. Ella podía gritar. Loder señala astutamente que Turner emergió en la escena en 1960, cerca de los albores del sonido amplificado. Fueron hechos el uno para el otro.



Su primer éxito, con Ike Turner (el hombre que la llamó Tina en honor a las protagonistas blancas de las historietas sabatinas de reinas selváticas, el hombre con el que estuvo una década y media, el hombre que durante años la menospreció y la golpeó) se llamó “A Fool in Love”. La canción recurre a un sistema de llamada y respuesta. Los coristas cantan el estribillo y Tina responde así: “¡Yay-ay-hey-hey-heeyyy!”. La magnitud de su lamento y la amplitud de su negrura femenina te dejan helado. Te paralizan de euforia. Ajá: Esa energía.

Y mira que tenía… otros… registros. Gruñía, jadeaba, gemía, chillaba, aullaba. Todo el mundo sabe que era guapa, pero a media canción, la belleza convencional era descartada. Los cantantes negros saben a qué me refiero: estás practicando el arte de esa expresión stank de gozo sucio y abrumador. En ocasiones, para proyectar ese arte, tienes que ser arte y el rostro de Turner a media canción era arte en su estilo más llamativo, ornamentado y original: era cubismo. Podía ser cruda como una herida en la piel y etérea como un grupo coral. Por ejemplo, en 1966, Tina se entregó a Phil Spector y terminó grabando “River Deep - Mountain High”, una de las creaciones de estudio más imponentes de cualquier gran cantante. Turner adoptó el título al pie de la letra. Es Sísifo. Después de cada estribillo, hace rodar su enorme roca del amor e incluso la hace cruzar el puente. Hay tensión entre su naturaleza y la de Spector; la fuerza sónica de ella y el muro de sonido sinfónico y percusivo de él. Spector colocó una servilleta en el regazo de ella y ella la usó para secarse la frente. (Ike odiaba esa canción).

Turner podía bajar tanto la voz, y darle un toque tan sudoroso y sensual que se saltaba lo sugerente. Era justo lo que parecía: un dolor satisfactorio. Podía sonar preparada para, digamos, cualquier placer que le esperara hacia el final de la versión de “Let Me Touch Your Mind” que aparece en Live! The World of Ike & Tina, de 1973. Sobre el escenario, ella y Ike transformaron la balada triste de Otis Redding “I’ve Been Loving You Too Long” en un psicodrama explícito para adultos en el que Tina tuvo que esforzarse por disfrutar ser parte de él. Tuvo que encontrar la manera de hacerlo convincente.



Luego de que su divorcio se hizo oficial en 1978, Tina salió a la carretera a empujar más rocas. En 1982, la roca se detuvo en Onoway, Alberta. Mi amigo James es de Edmonton, y la muerte de Turner el miércoles desató un recuerdo de su infancia de cuando sus padres fueron a Onoway para verla cantar en Devil’s Lake Corral. Me envió un video. Es una hazaña alucinante de acrobacias, precisión, adrenalina, intención y vestuario. En otras palabras, lo habitual. Turner está empapada antes de llegar a la mitad de la presentación. Pero la razón para mencionar este espectáculo es cómo comienza.

Turner salta al escenario con un top y un leotardo color arena que serían un hito en la ciudad de Piedradura y una peluca dorada sedosa que parece el trasero de un shih tzu. Su primera canción no es su redefinición de “Proud Mary” o su desmantelamiento urgente bélico de “Help” (aguarda). Su primera canción es la pesadilla de Rod Stewart sobre un hombre que quiere asesinar su esposa, “Foolish Behaviour”, y Tina le arranca la cabeza. Presumiblemente, el diablo se quedó tranquilo en su orilla esa noche.

MÁS INGREDIENTES: DESENFADO, IRONÍA.

Esa energía podía impulsar a una multitud, hacer que diga “yeah” y “oh” y “ooh” solo por ella, hacer que le grite para responderle. Tina tenía una altura promedio: 1,62 metros, tal vez. Pero aquí es donde falla una escala, la de la medición de altura. Cuando se presentaba en una arena, podía tocar el cielo.

Ya he visto las imágenes de lo que ocurre cuando miles de personas —en su mayoría blancos— la admiran a la vez en Londres, Osaka, Suecia y Los Ángeles. Las he escuchado en Tina Live in Europe, de 1988. Y lloro. Sencillamente pierden la cabeza por ella, por esta mujer negra criada en las hondonadas y carreteras secundarias de Tennessee, en Nutbush. Es increíble verla cautivar a las masas, conmoverlas; ver a un público de Oprah enloquecer de asombro, como si Tina Turner fuera una maravilla del mundo.

¿Qué es eso? Es la supervivencia: a la pobreza, a Ike, a una tuberculosis que no sabía que padecía. Es la libertad ganada con mucho esfuerzo. Es la manera en que las canciones prometían que sobreviviría: “It’s Gonna Work Out Fine” (“Todo saldrá bien”); pero hay más: se amaba a sí misma, le encantaba ser ella misma. Queríamos contagiarnos con un poco de eso. La página 133 de Yo, Tina, dice: “Llegué a pensar que quizá yo era una mezcla de cosas que iba más allá del blanco o negro, más allá de las culturas: ¡que yo era universal!”.

La Tina de la arena, la Tina universal, es la Turner que yo vi: la de “Private Dancer” y “What’s Love Got to Do with It”. La primera vez que la vi fue quizá en Friday Night Videos, cuando yo tenía 8 años. Ahí estaba esta mujer de aspecto alargado con una minifalda de cuero, medias, tacones, una chamarra de mezclilla y un cabello tan imponente como la melena de un león. Quería ser ella pavoneándose por la calle en aquel video de “What’s Love”, con una pierna cruzando casi por completo la otra. Tina parecía mala, segura de su maldad, fuerte, pero también dócil, como cuando se inclinaba hacia un bailarín y se contoneaba con su compañero y luego con otro. Cuando ganó todos esos premios Grammy en 1985, yo quería sonar como la mujer que los recibía. ¿Era sureña continental? ¿Caribeña?



Era una Tina nueva, sofisticada, espiritual, con una recomposición de la imagen y la voz pulida irresistiblemente elegante. Su renacimiento constituía una declaración de mando: lo que traían en la cabeza no eran pelucas, sino penachos. Esa energía… se había reinterpretado como sabiduría, una sabiduría que gruñía, una que reinaría en la cúpula del trueno. La lava se había enfriado un poco. El fuego tenue de esta vida nueva y sonido suyos (el rock ‘n’ roll con glaseado de sintetizador pop) tenía un objetivo musical: “Show Some Respect” (“Muestra algo de respeto”), “Better Be Good to Me” (“Más te vale ser bueno conmigo”). Así lo hicimos, y nunca nos detuvimos.

Se me acaba de ocurrir qué otra cosa es Yo, Tina. Lo he leído hasta desgastarlo, pero nunca había pensado en ese título. Es una declaración, sí, la puesta en juego de una afirmación. También es el comienzo de un juramento. El de vivir, creo. Vivir con tanta plenitud, de manera tan galáctica y contagiosa, con tanta audacia, candor, entusiasmo y, sí, energía, que nadie lo va a creer cuando te mueras.


The New York Times


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