Karina Sainz Borgo, Ronaldo Menéndez y Fernando Iwasaki hablan sobre la genealogía del exilio
MORIR LEJOS DE CASA
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Bestia Lectora

VERDIAL es la fiesta de las letras y la cultura iberoamericana, un festival que ha sido posible gracias al Ayuntamiento y la Diputación de Málaga, y a la buena acogida de La Térmica. Sueña con convertirse en un espacio de conversación en torno a los lazos culturales que unifican España y América, y propone una revisión de la genealogía del exilio para esta reconstrucción a través de la celebración de diversos autores y autoras de la Generación del 27. Una generación que frente a la violencia del franquismo encontró refugio en Latinoamérica y que fue sumamente significativa para el enriquecimiento literario y artístico de aquel continente. La Casa Fuerte Bezmiliana, de Rincón de la Victoria, un signo de resistencia de la costa española frente a la colonización y la piratería anglosajona, es el escenario de esta conversación. Una mesa redonda en torno al exilio y a las maneras de sobrevivir a la violencia de la vida. Los escritores Fernando Iwasaki (Las palabras primas. Páginas de Espuma), Ronaldo Menéndez (El proceso de Roberto Lanza. Alianza de Novela) y Karina Sainz Borgo (El tercer país. Lumen) han coincidido en una conversación potentísima sobre la tristeza del desarraigo y la felicidad de encontrar nuevas formas de volver a casa, de llamar a otros lugares hogar.

En el centro de la conversación está la figura de Francisco de Troya, escritor nacido en Setenil (Cádiz) en 1898, de cuya biografía se tiene muy poca información, a excepción de la carta que le envió a Pablo Picasso mientras se encontraba exiliado en Toulouse, en la que le solicitaba ayuda en esos momentos difíciles. Escribió numerosos libros de literatura infantil y el poemario Cancionero lírico, «pero no se sabe qué fue de su vida», cuenta Iwasaki. Quizá el exilio haya sido la causa de tanto olvido, como les ocurrió a muchos otros. Y por eso es importante recoger sus nombres y trazar un mapa sobre sus vidas y legados. Para hablar sobre él y sobre la forma en la que el exilio trastoca vidas, tenemos a dos escritores que tienen en común una narrativa atravesada por la pregunta sobre la experiencia del desarraigo: Ronaldo Menéndez (Cuba, 1970) y Karina Sainz Borgo (Venezuela, 1982).

«Yo no voy a morir en mi tierra», dice Sainz Borgo, y cuenta que lo que la conecta con la generación de exiliados españoles (menciona a Nogales y Machado) es eso: entender que no vas a morir en el sitio en el que naciste es una especie de revelación. «Y a mis abuelos les pasó lo mismo, pero en la dirección inversa». Este festival es una oportunidad para conversar sobre ese camino de ida y vuelta, y eso es muy importante.

«Lo que le hace falta a mi país es un caballo de Troya», bromea Ronaldo Menéndez. Pero dice que quiere darle un toque feliz al asunto. Menciona una frase de Cien años de soledad: «Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra». Una idea que le parece importante, porque desde que te mudas al extranjero comienzas a acumular muertos de ambos lados. Quizá esté haciendo referencia a esa sensación de orfandad que se va agrandando en nosotros: de pertenencia-impertenencia inflexible. El desarraigo es parte del patrimonio íntimo y cultural del siglo XX debido a este lazo entre naciones; por lo tanto, no puede hablarse de la cultura latinoamericana sin pensar en los nombres de esos españoles que al exiliarse continuaron viviendo allá, y contribuyeron de forma brutal con el desarrollo de la cultura latinoamericana.

«He encontrado muchas respuestas en la literatura española del exilio», dice Sainz Borgo, y señala el modo en que la obra de María Zambrano fue tan significativa para ella a la hora de interiorizar su propia experiencia migrante. Cada vez que se ha acercado a las obras de esa generación, y sobre todo de esta autora, ha encontrado nuevas maneras de entender su propia historia. «Siempre me he encontrado mucha luz en ellos». Sin embargo, cuando se habla de la población exiliada se elude a aquellos que no pudieron marcharse, ya sea por su situación económica, familiar o las razones que fueran. La autora de El tercer país dice que está especialmente interesada en el inxilio, esa experiencia que se da en «los que no pudieron marcharse pero que estaban exiliados dentro». Menciona algo que le dijo una poeta que está en España realizando una residencia: «Yo lo que quiero es el silencio. Porque en Venezuela no me deja escribir el ruido interior». En su caso, ese ruido se ha venido con ella, y su escritura se alimenta del dolor y la rabia de saber que no va a morir en su tierra.

En Cuba la relación de la literatura con el exilio fue diferente. «Cuba fue un útero», un sitio donde se gestaron algunas de las ideas más relevantes de la literatura latinoamericana, pero que después expulsó a los gestores. Ronaldo Menéndez dice que en gran parte las características que vuelven tan peculiar el proceso del exilio en Cuba es «su condición de isla». Algo que se encuentra íntimamente vinculada a la idiosincrasia y que se manifiesta en la literatura de los que escriben desde el exilio. En cierta ocasión alguien le dijo: «Sois pésimos exiliados los cubanos. Es como si la isla se les quedara metida dentro». Para analizar el exilio hay que tener en cuenta la época en la que se desarrolla la diáspora pero también la idiosincrasia del pueblo que se exilia. No se puede pretender la misma actitud de los exiliados rusos (donde la melancolía y la tristeza están tan presentes) que de los exiliados cubanos o de otros países latinoamericanos. No se puede generalizar tanto. En el caso de Cuba, «el exilio cubano fue de mucha gente que se sentía afín a la revolución, se sentían cubanos, pero después se desencantaron». En la experiencia de exiliarse de un país así, una isla tan intensa, hay mucho de melancolía para siempre, «Cuba irradia un exilio bastante enfermizo y doloroso».

Pero ahí está la literatura, para ofrecer luz cuando parece que el mundo se cae a pedazos. Fernando Iwasaki señala la importancia que para ambos ha tenido la escritura a la hora de comprender o interiorizar ese desarraigo. Sin embargo, nota una clara diferencia de perspectiva en ambos: mientras en Menéndez hay una mirada siempre lúdica, en Sainz Borgo «la carga emocional es mucho más fuerte». El humor, dice Ronaldo, «es una cuestión de respiración», que te permite cierto desapego para poder escribir, como si fuese «la última línea de defenderme de todo». Sin embargo, confiesa que aunque «la literatura se convierte en un contrapoder» y permite el espacio de construir hacia dentro y de generar mecanismos de supervivencia, cuando vienes de una realidad así, y por más que lleves mucho tiempo fuera, sigues escribiendo contra algo. «Produces una literatura contra el proyecto cubano». Como si no pudieras salirte de esa pregunta identitaria.

Lo que le ocurre a Sainz Borgo tiene también que ver con eso. Dice que se arrepiente de muchas de las cosas que escribió en su novela La hija de la española, porque la escritura de ese libro se alimentó de mucha rabia y de sus hondos conflictos con la identidad. Al empezar su siguiente novela se propuso salirse de esa escritura belicosa, pero no lo consiguió: de pronto se vio metida nuevamente en esa dinámica. La pulsión de su escritura está en la incertidumbre. Dice que admira a las personas que se ríen de sí mismas, porque tienen la capacidad de sacar lo esencial, pero que en ella hay una herida importante que hace que le cueste mirar con humor las cosas, porque no tiene asimilado del todo ese exilio. «Me cuesta mucho hablar de Venezuela». Y es precisamente esa relación conflictiva con la identidad la que la ha llevado a construir siempre historias trágicas. Frente a esta inclinación inevitable de su escritura, que siente que no puede corregir, ha optado por intentar otra cosa: en su último libro se propuso cambiar de tono totalmente, inventarse una isla, buscar elementos fantásticos y construir una realidad que no le obligara a hablar de su realidad. «Me inventé una isla para no hablar de Venezuela», dice.

A pesar de que los exiliados de la Generación del 27 tenían muy buenas razones para amargarse y deprimirse, fueron capaces de empezar de nuevo, y de construir en esa nueva patria espacios de encuentro y de cultura. «Los exiliados españoles son conscientes de tener una labor fecundadora», dice Iwasaki, y se pregunta qué huella dejarán los exiliados latinoamericanos de las dictaduras en España. En esta inquietud está la semilla de VERDIAL: la posibilidad de organizar y establecer una genealogía para entender la tradición que nos sostiene. Un espacio para pensar y conversar sobre el legado inexorable del mestizaje y el cruce cultural, y también para visibilizar las diversas narrativas que han surgido y se han sostenido gracias al desarraigo.



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