Los bombardeos dan fe del ensañamiento contra el adversario, que se resiste a ser convertido en despojo
Esto es un hombre
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Por: Karina Sainz Borgo

A Mykhailo Dianov la muerte le traspasó la piel como una mancha. Incluso vivo, quedan rastros de ella por todo su cuerpo. Apresado por soldados rusos en la acería de Azov, este combatiente ucraniano pasó cinco meses en el penal de Olenivka. Cuando salió, nada quedaba del hombre que había entrado ahí. Sus ojos azules, absorbidos por las cuencas, acabaron destiñéndose. Su cuerpo entero parecía la herida de un nazareno. Fue necesario esperar a que recuperara veinte de los cuarenta kilos que había perdido para operar su brazo derecho, completamente destrozado durante semanas de torturas.

Pocos son los hombres que saben caminar hacia la muerte con dignidad, escribió Primo Levi en sus páginas dedicadas al Holocausto. Y si dura es la marcha hacia la tumba, peor todavía es el camino de regreso para quienes han pasado una temporada en la que le fue asignada. Marcada la piel por las palizas, Mykhailo Dianov regresó del infierno porque alguien quiso devolverlo al mundo de los vivos. Acabó convertido ya no en superviviente, sino en una advertencia: la prueba de lo que está dispuesto a hacer un ejército invasor con quienes le impidan el paso o se resistan a su mando. Al sargento Dianov no le perdonaron la vida, lo convirtieron en un estigma. No es necesario que alguien deje de respirar para estar muerto. Por eso en las fotos Dianov parece un fantasma que sonríe.

La primera noche que Primo Levi durmió en su casa, lo hizo bajo un edredón de las SS que había robado de Auschwitz, el campo del que fue prisionero durante ocho meses. La suavidad de su propia cama le parecía un acto de injusticia. El italiano había conseguido sobrevivir a Auschwitz, pero no a su recuerdo. Lo atenazaba entonces –nunca se libraría de ella– la sensación de haber regresado a un mundo que ya no reconocía y que nunca podría ser nuevo.

Apretujado durante semanas entre cadáveres y larvas, tratado él mismo como un animal, Levi vio desaparecer cualquier rastro de civilización a su alrededor y, sobre todo, dentro de sí mismo. La obra de bestialización emprendida por los alemanes permaneció intacta durante años. Aunque intentó liberarse escribiendo y dando sentido a aquel horror, Primo Levi nunca dejó de ser un preso. Permaneció encarcelado en el barracón de aquellos recuerdos, hasta que acabó suicidándose en 1987, cuarenta y dos años después de ser liberado de Auschwitz.

Nadie regresa ileso de la muerte. No lo consiguió Primo Levi, como tampoco lo conseguirán Mykhailo Dianov ni los miles de hombres y mujeres que desde hace un año viven ante la tumba abierta de sí mismos, atrapados en una guerra que acaba por convertir en normal lo que no es: manzanas enteras derruidas por las bombas, fosas comunes y lugares arrasados. Un año después del inicio de la invasión de Putin a Ucrania los bombardeos dan fe del ensañamiento contra el adversario, que aún a pesar del asedio, se resiste a ser convertido en despojo.

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