Un paseo por la mente del padrino de la cartomagia mundial
Juan Tamariz, El Mago De Las Cartas
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Por: Shuja Haider

Salir a cenar con Juan Tamariz en Madrid es como acompañar a un personaje de dibujos animados en un viaje al mundo real. Mientras caminaba con el mago de 80 años por las calles laterales de la avenida principal del centro de la ciudad, la Gran Vía, las cabezas giraban a izquierda y derecha. Durante 52 años, Tamariz ha sido mago profesional y, en ese tiempo, ha logrado la singular hazaña de convertirse en un nombre familiar en su país de origen y en una leyenda viva de la magia en todas partes. Los magos de todo el mundo y los camareros de todo Madrid lo llaman el “maestro”. David Blaine lo ha calificado como “el mago de cartas vivo más grande e influyente del mundo”. Pero en España, Tamariz es un icono, menos como Blaine o David Copperfield y más como la rana René.

Un grupo de jóvenes que fumaban un porro, con las cabezas gachas y las pupilas dilatadas, susurraron: “¿Tamariz?”, sin saber si podían creer lo que veían. (Solo imagínate estar drogándote en público y ver a la rana René paseando delante de ti). Una mujer que pasaba por la zona le lanzó una mirada, al estilo de Buster Keaton, que culminó con una expresión de deleite desinhibido. Tamariz está acostumbrado a eso. Hizo una pausa en medio de la conversación para saludar o posar para una foto, antes de regresar sin problemas a lo que estaba diciendo. Al ser una suerte de ave nocturna sobrenatural —a menudo se acuesta cuando sale el sol— Tamariz es el último en abandonar los restaurantes en los que cena, lo que permite que casi todos los clientes se le acerquen al salir. “Siempre hacen el mismo chiste”, me susurró, luego de que un hombre le pidiera que hiciera desaparecer a su esposa. Pero Tamariz reaccionó como si fuera la primera vez que a alguien se le ocurría esa idea.



Acababa de asistir a una actuación de Tamariz en un hotel del barrio de Malasaña, donde unos 40 vecinos de la localidad acudieron a verlo en persona. El tamaño de la audiencia, “espectadores” en la jerga del mago, les permitió sentarse a solo unos metros de Tamariz, quien por estos días prefiere ese tipo de presentaciones. La mayoría participó en el acto en algún momento, y gran parte de la magia parecía ser ejecutada por ellos. Cada vez que Tamariz le pedía a alguien que eligiera una carta cualquiera, como dicta el procedimiento operativo estándar, les decía que simplemente nombraran una o incluso que solo pensaran en una. A veces, guiaba a los espectadores a través de un procedimiento que conducía a un resultado imposible, sin parecer que él mismo tocaba las cartas. Dos voluntarios barajaron un mazo y lo cortaron en cuatro montones; sin saberlo, habían encontrado los cuatro ases. Cada uno eligió una carta y la remplazó en la baraja, dividiéndola por la mitad entre ellos. Al volver a cortar el mazo, cada uno localizó la carta del otro. Al final, dos espectadores barajaron mazos separados, y luego se descubrió que ambos estaban exactamente en el mismo orden, hasta la última carta. La multitud jadeaba y chillaba, y cuando terminaba cada truco, los que quedaban estiraban el cuello para llamar la atención del maestro y así ser invitados a participar.

En Estados Unidos, los artistas de magia más célebres a fines del siglo XX fueron los ilusionistas de escenario como Doug Henning, David Copperfield, Siegfried & Roy, y todos trabajaban con cajas grandes y luces intermitentes. En otras palabras, eran el tipo de magos que podrían desaparecer a la esposa de alguien. Esto los puso a competir tanto con Steven Spielberg y George Lucas como con sus predecesores en la magia; eran creadores de espectáculos que podían ser presenciados a distancia. Pero Tamariz aparece en el escenario, y ante la pantalla, armado con poco más que sus dos manos. En vez de confiar en artilugios cuidadosamente fabricados, se enfoca en la atención de su audiencia. Presentó a los espectadores españoles el estilo de magia llamado close-up, que se hace con objetos ordinarios y lo suficientemente cerca como para tener una conversación y que incorpora la participación de los espectadores.

Tamariz se presentó en la televisión estadounidense una vez, en un especial de NBC transmitido en 1994 y que se llamó La magia más grande del mundo. Para ese entonces, se había retirado de sus frecuentes apariciones en la televisión española, después de realizar participaciones regulares a lo largo de casi 20 años. Pero el animador lo presentó como “el mago de close up más grande del mundo, quizás el más grande que jamás haya existido”. En realidad, no se parecía en nada al arquetipo estadounidense de un mago de escenario que saca palomas de su sombrero de copa y luce un traje de etiqueta. Tamariz estaba sentado en una pequeña mesa de casino, con un sombrero de copa morado, y exclamó: “¡AHORA VOY A HACER UN TRUCO ESPECIAL!”. Repartió una baraja de cartas, mientras decía: “BARAJAR, BARAJAR, BARAJAR, BARAJAR” y levantó la mesa para mostrar que no había nada debajo. Los espectadores saltaban ante sus abruptos comentarios.

El truco que hizo se llama “El cochecito”, y es uno de los montajes emblemáticos de Tamariz. Primero le muestra a los espectadores un coche de juguete y los invita a elegir una carta de un mazo. Luego mezcla la baraja y la extiende sobre la mesa. Después, Tamariz invita a otro espectador a empujar el cochecito a lo largo de la mesa; eventualmente el vehículo parece tener un obstáculo y se detiene frente a una carta, resistiendo el impulso de la mano del espectador. El mago elimina la mayoría de las cartas, disponiendo las que quedan en una configuración diferente, boca abajo. Pero, sin importar el camino que recorra, el cochecito todavía se detiene en la misma carta. El final es inesperado e inevitable a la vez: por supuesto que se trata de la carta elegida. Tamariz acentúa el momento del clímax tocando un violín invisible, como zumbando una melodía.

Tres años más tarde, el especial Street Magic de David Blaine popularizó el estilo del que Tamariz fue pionero en la televisión de España. Desde entonces, el close up ha demostrado ser el formato ideal para los videos en línea y las redes sociales, en vez del humo y los espejos que prevalecieron en el pasado.
La cámara de un teléfono puede captar fácilmente un par de manos dentro de su encuadre, y un efecto visual sorprendente se convierte en una miniatura que se distribuye con facilidad. “Trucos de magia” es una de las principales categorías de navegación en TikTok además de “Vida diaria” y “Comedia”.
 
En Fool Us, el programa de televisión de Penn & Teller en el que los magos intentan realizar un truco que el dúo no puede descifrar, a menudo se invoca a Tamariz. Los magos españoles participan en el programa de forma regular y usualmente obtienen las mejores reacciones de los anfitriones. “Cuando vemos y escuchamos a alguien con acento español jugando a las cartas”, dice Penn Jillette en un episodio, “nos aterrorizamos”. En una entrevista, Jillette atribuye su éxito a Tamariz, quien “creó en España toda una cultura de personas que se toman la magia en serio”.

Eso puede ser un eufemismo. En la década de 1970, Tamariz decidió que la magia necesitaba una escuela formal de pensamiento, como el movimiento surrealista francés, y escribió un manifiesto. Se convirtió en el documento fundacional de la Escuela Mágica de Madrid, un colectivo dedicado al avance de ese oficio. Si bien el grupo se inspiró en un movimiento artístico, funcionó como un laboratorio de investigación: los magos hicieron pruebas con un rigor tal que recuerdan a los ensayos clínicos, reunieron a grupos de espectadores para presenciar sus actuaciones y solicitaban comentarios, además, crearon la Circular, una revista revisada por pares.

No se suele incluir a la magia entre las bellas artes, pero Tamariz argumenta lo contrario. Que lo haga con un sombrero morado en la cabeza, tocando un violín imaginario y gritando a todo pulmón es el tipo de paradoja que preocupa a los críticos culturales pero no al público que lo ve. Y además de la omnipresencia de sus apariciones en la televisión española, el trabajo de Tamariz también se puede encontrar en los estantes de cualquier tienda de magia del planeta. A diferencia de la mayoría de la literatura de ese campo, muchos de sus libros no consisten en métodos para hacer trucos, sino que exponen con densos detalles filosóficos la estética de la magia: el arte de cómo hacer que alguien experimente algo que es posible que no haya ocurrido. En los textos de Tamariz, una baraja de cartas es un medio para la investigación de la percepción humana. Pero en el escenario, puede volar por los aires en cualquier momento.

Tamariz prefiere presentar sus rutinas como juegos, en vez de decirles trucos, por las implicaciones con la trampa que tiene ese término. Los magos suelen lamentarse de que el público considere que la magia es más adecuada para los niños: las presentaciones atrevidas de Penn & Teller o las arriesgadas coreografías de David Copperfield parecen desafiar esa percepción. Tamariz invierte esta preocupación: para él, la magia es solo para niños. Ante la presencia de lo imposible, un adulto retrocederá al estado “prelógico” de la niñez.

Juan Tamariz-Martel Negrón experimentó por primera vez lo imposible a los 4 o 5 años, cuando su padre lo llevó a ver a un mago de teatro en Madrid.
 
En poco tiempo, cambió su set de magia infantil por un libro del sacerdote católico y mago aficionado Wenceslao Ciuró, que exponía las técnicas de las rutinas de cartas; el mago todavía hace trucos que aprendió con ese volumen. Cuando era adolescente, Tamariz se topó con la “madriguera del conejo” que había estado buscando al conocer la Sociedad Española de Ilusionismo. A pesar de ser demasiado joven para unirse, comenzó a asistir a las reuniones.

Allí entró en contacto con Arturo de Ascanio, un abogado que se estaba convirtiendo en la eminencia gris de la escena española. Ascanio aplicó el enfoque sistemático de la ley a la magia, generando una terminología para identificar los mecanismos por los que la magia llega al observador. Para Ascanio, había un núcleo engañosamente simple en el centro de cualquier truco de magia: el “contraste entre la situación inicial y la situación final”. Un truco crea un efecto sin una causa, al menos sin una aparente. Ascanio llamó “el paréntesis” a la brecha entre las dos situaciones. Aunque debe haber un método oculto, no puede ser percibido; es suplantado por un “gesto mágico”, como la aspersión de polvo misterioso.



Ascanio fue el gran teórico del concepto de misdirection, el medio que permite controlar la atención de un espectador con el fin de ocultar el engaño del mago. Creía que esta estrategia debería integrarse cuidadosamente en los movimientos ordinarios, lo que ponía a los españoles en ventaja. “Los latinos estamos, en ese aspecto, de enhorabuena”, escribió Ascanio. “Poseemos abundancia de gestos y ademanes al hablar que se producen con toda naturalidad”.

Aunque la teoría fue codificada por Ascanio, quien la ejecutó con mayor perfección fue un visitante frecuente de Madrid, Tony Slydini, un mago nacido en Italia que hablaba con las manos y se expresaba como un sofisticado Chico Marx. Slydini practicó un estilo sui generis de prestidigitación que era una extensión balletística de sus gestos expresivos. Cuando Slydini le enseñó a Tamariz cómo hacer desaparecer una moneda, no fue el movimiento secreto lo que enfatizó; fue el gesto de rociar su puño cerrado con polvo invisible. Slydini consideró que la ejecución del joven no era convincente y le sugirió que llevara consigo una bolsa de talco para practicar.

En la adultez, Tamariz persiguió su vocación con un enfoque monástico, no solo afinando su técnica, a veces con el acompañamiento de un metrónomo, sino estudiando filosofía e historia del arte para aplicarlas al desarrollo de sus ideas. Su mayor avance no provino de un colega mago sino de un historiador llamado Mircea Eliade, un erudito rumano especializado en temas religiosos que es muy conocido por sus escritos sobre temas esotéricos como la alquimia y el chamanismo. En su libro Mefistófeles y el andrógino, Eliade ofrece una exégesis de una leyenda (probablemente apócrifa): el milagro de la cuerda india. La historia, en sus muchas variaciones, describe a un mago que hace que una cuerda se eleve hacia el cielo hasta que el otro extremo desaparece de la vista. El mago le ordena a un niño que suba por la cuerda; después de que el chico también desaparece de la vista, el mago lanza su cuchillo hacia el cielo y las extremidades del desafortunado asistente caen al suelo. Al final, el niño regresa sin haber sufrido ningún daño. Los estudios posteriores han encontrado escasas evidencias de que el truco se haya realizado alguna vez, pero la preocupación de Eliade era la ubicuidad del rumor que encontró documentado no solo “en la India antigua y moderna” sino también “en China, en las Indias Orientales Holandesas, en Irlanda y en el México antiguo”. Según el experto, al igual que sucede con el antiguo mito de la resurrección, el milagro de la cuerda usaba símbolos para recrear eventos tanto cósmicos como mundanos: el origen y el final del universo, el ciclo de la muerte y el renacimiento.

Tamariz empezó a ver una dimensión simbólica en todos los efectos clásicos de la magia. El caso más obvio es el de la cuerda cortada y restaurada, en la que una cuerda se corta por la mitad y se vuelve a unir mágicamente, representando la parábola de destrucción y resurrección que se repite en el mito. Pero el mismo principio se aplica a un truco aparentemente tan frívolo como el de la bolsa de huevos, en el que un huevo desaparece y reaparece en una bolsa negra. Para Tamariz, difícilmente podría haber una manifestación más literal de la creación de la vida. Incluso fue evidente en una rutina tan abstracta como “la carta ambiciosa”, que se hizo famosa gracias al mago canadiense Dai Vernon, quien engañó a Harry Houdini con una versión de esa ilusión en un encuentro histórico entre ambos magos. Una carta elegida por un espectador se inserta repetidamente en el medio de un mazo, pero se descubre una y otra vez en la parte superior. Para Tamariz, el truco es el viaje del héroe: la carta, que representa al espectador, experimenta la subida al poder, luego una ascensión y una liberación.

La descripción más detallada de Tamariz sobre la experiencia mágica proviene de un ensayo incluido en su libro La vía mágica, el método de las pistas falsas y la vía mágica. El camino está representado en un cuadro de Marga Nicolau, que en ese entonces era la pareja de Tamariz. El espectador viaja en un carruaje tirado por dos caballos, uno alado y otro terrestre. El camino toma varios giros, algunos de los cuales representan soluciones falsas: cualquier idea que se le ocurra al espectador sobre el método detrás del juego. El mago debe evitar que los espectadores se entretengan incluso con las soluciones falsas, en el proceso de alejarlos de lo verdadero, dejando lo imposible como la única explicación lógica. En otras palabras, el mago usa nuestra propia capacidad de observación empírica: nuestra interpretación activa del material de percepción puede lograr que, si nos guían de manera cuidadosa, veamos lo que no está allí.

Localicé a Tamariz a través de su editor en inglés, Stephen Minch, quien me advirtió que podría ser difícil coordinarse con el maestro por la cantidad de proyectos que tiene en marcha. Le escribí por primera vez sugiriendo que podría visitarlo en la primavera siguiente, pero no recibí ninguna respuesta y comencé a pensar que la reunión no llegaría a buen término. Pero en febrero me contestó. “A mediados de marzo es buen momento”, escribió, y no agregó nada más. Incluso después de que establecimos las fechas, tenía dudas de que pudiera localizarlo. Uno de los compromisos actuales de Tamariz, según Minch, era un documental sobre su vida y obra producido por R. Paul Wilson, un mago y cineasta escocés. Le envié un correo electrónico a Wilson y descubrimos que Tamariz había agendado reuniones, con ambos, el mismo día.



A instancias de Ascanio, a mediados del siglo XX muchos magos españoles como Tamariz aprendieron inglés para estudiar la literatura canónica del oficio que entonces surgía en América del Norte y el Reino Unido, a su manera era una suerte de pequeño acto de rebeldía contra el provincianismo del franquismo. Pero hoy, Wilson es uno de los muchos magos de su generación que han aprendido español para estudiar la obra de Tamariz. Descubrió que una camarilla exclusiva de magos de todo el mundo había hecho lo mismo. Y lo que es más importante: terminó siendo mi traductor.

Cuando lo visité, Tamariz vivía en el sexto piso de un edificio sin pretensiones en una de las calles angostas del barrio de Argüelles. Wilson y yo llegamos juntos, tocamos el timbre y nos recibió Tamariz junto con su esposa, Consuelo Lorgia, una maga de Colombia. Entramos en su sala de estar, que estaba llena de libros sobre historia del arte y una gran colección de cintas de VHS, incluidas películas estadounidenses como Atrapado en el Tiempo. Antes del giro del destino que daría inicio a su carrera, Tamariz pasó los últimos años de la década de 1960 estudiando cine en la Escuela Oficial de Cinematografía, donde se inspiró en las vanguardias europeas de Bergman, Fellini y Antonioni. “No quería convertirme en director de cine”, me dijo. “Fui solo para aprender cosas del arte y usarlas en mi magia”. En esos años, la resistencia de los estudiantes a la dictadura de Franco llevó a los ministros del gobierno a restringir severamente la educación universitaria y, días antes de que Tamariz se graduara, la escuela fue cerrada.

Los tiempos estaban cambiando en España. Para 1975, el régimen de Franco había llegado a su fin, no con una revolución, a pesar de los mejores esfuerzos de estudiantes como Tamariz, sino debido a la muerte del dictador por causas naturales. Ese mismo año, Tamariz y su amigo Julio Carabias entraron en las oficinas de Televisión Española con una propuesta: llevar la magia de close up a la televisión. El director de programación se resistió; no le interesaba la magia. Tamariz le mostró un truco: una navaja que cambia de color. Aunque el director quedó impresionado, no logró convencerlo. Entonces, Tamariz hizo algo que nunca había hecho antes y que nunca volvió a hacer. Reunió a todos las personas de la oficina y volvió a hacer la rutina con el director detrás de él, lo que le permitió presenciar el método secreto. La estratagema funcionó y Tamariz pudo hacer su primer programa llamado Tiempo de Magia.

En ese espacio, apareció ante su audiencia ataviado con un suéter de cuello alto, pantalones de vestir y una chaqueta de esmoquin con solapas de 12 centímetros, evitando el esmoquin habitual. Al principio se mostró reservado, pero celebró el descubrimiento de la carta de un espectador pateando y gritando: “¡CHAN-TATACHAN!”, unas sílabas sin sentido que son su versión personal de “¡abracadabra!”. Con el paso de los años, la ropa informal dio paso a una estilo hippie de jeans y un chaleco estampado llamativo, un sombrero de copa brillante sobre su cabellera despeinada y sus exclamaciones acompañadas por las notas de un violín invisible. En un país que todavía estaba saliendo del aislamiento cultural y la censura de la dictadura, la televisión era un recurso precioso y Televisión Española era el único espacio disponible. En su libro Los nuevos españoles, el periodista John Hooper escribe que “a principios de los ochenta en Andalucía, que es la región más calurosa de Europa, más hogares tenían televisores que frigoríficos”.

Al final de un estrecho pasillo revestido con carteles antiguos de magos de principios del siglo XX, había una pequeña habitación donde, se podría decir que ocurre la magia. En una residencia normal podría ser un depósito, de hecho, los artículos del hogar estaban apilados en las esquinas traseras. Pero también albergaba los mayores tesoros de Tamariz: su biblioteca de libros de magia, acumulada a lo largo de medio siglo. Es un espacio de práctica, de reflexión, de escritura y de intercambio de ideas con sus compatriotas, en sesiones que suelen durar hasta la madrugada, cuando sus invitados se van a dormir y Tamariz se queda practicando, reflexionando y escribiendo.

En casa, Tamariz cambia su habitual sombrero de Panamá por un gorro, lo que le da el aura de un místico ancestral. Su inglés está plagado de frases cariñosas que suenan más naturales en español como very much indeed y what a pity!. Aunque es muy expresivo, resulta difícil citarlo porque su discurso bambolea entre la narración y la recreación, acentuado por los efectos de sonido. Se ríe, bromea y grita, como lo hace en sus presentaciones, pero también puede ser sobrio e introspectivo, como cuando cita a Schopenhauer o Borges en una conversación. A veces, parece casi melancólico por la imposibilidad de transmitir su profunda pasión por el oficio que eligió. “Yo creo ser más yo en escena, presentando Magia, que en otras muchas circunstancias de la vida en las que mi timidez me impide expresarme libremente como me gustaría”, escribe en El arco iris mágico, su libro más reciente.

“Estos son los libros que más amo”, dijo Tamariz, señalando una vitrina que contiene las primeras ediciones de textos del siglo XIX y principios del XX. Me dio un recorrido por su biblioteca, mientras daba una conferencia histórica improvisada. Tamariz rastrea los orígenes de su acercamiento a los magos franceses del siglo XIX, en particular a Jean-Eugène Robert-Houdin, junto con el vienés Johann Nepomuk Hofzinser. En ese entonces, lo que ahora consideramos como magia se asociaba principalmente con el ocultismo o los delitos menores: dos esferas que, según el punto de vista, se superponen hasta cierto punto. Además, en ambas actividades a veces se usa una baraja de cartas. Pero Robert-Houdin y Hofzinser se presentaron como respetables caballeros de la modernidad europea, legitimando la idea del engaño como entretenimiento. Juntas, estas figuras representan la dialéctica central de la magia tamariziana.

Se sabe menos sobre el trabajo de Hofzinser, quien nunca publicó sus métodos; aquellos que los magos no han podido explicar desde entonces se conocen como los Problemas de Hofzinser. En cuanto a Robert-Houdin, su influencia se extiende mucho más allá de la magia. No mucho después de su muerte, el hijo de un zapatero llamado Georges Méliès compró el Teatro Robert-Houdin y, al ver una demostración del cinematógrafo recién inventado por los hermanos Lumière, adquirió su propio proyector. Eventualmente construyó una cámara y convirtió el teatro en el primer estudio de cine del mundo. Al realizar sus propios cortometrajes —de escenas tranquilas en París, actos de magia o viajes a la luna— descubrió que deteniendo la cámara y cambiando de escena podía lograr efectos imposibles de reproducir en el escenario. Esta técnica, ahora conocida como “edición”, se convirtió en la base del cine moderno. Fueron los principios básicos de la magia, argumenta Tamariz, los que hicieron posible el arte del cine; al fin y al cabo, ¿qué es una película sino una ilusión que cuenta una historia?

“Creo que el genio de Juan realmente se experimenta en vivo, cuando está frente a ti”, dice el mago Asi Wind, quien ha sido consultor de David Blaine. “Es como la comida. Podría verse bien en un folleto o en un video o lo que sea, pero hay que probarla”. Aunque Tamariz saltó a la fama por sus apariciones en la televisión española, su leyenda entre los magos se basa en las actuaciones espontáneas que solía realizar luego de la medianoche en los vestíbulos de los hoteles durante las convenciones de magia. Yo mismo estoy familiarizado con la magia: gané una competencia en el Magi-Fest de Ohio cuando tenía 13 años, y era este tipo de actuación lo que más ansiaba ver. Entonces, después de pasar un par de tardes con Tamariz, le pedí que me mostrara algo en su apartamento, pero se negó. Un espectador, dijo, no era suficiente. Debería haber al menos una persona más. Su escenario ideal, dijo Tamariz, es como una actuación flamenca: el artista totalmente rodeado, en comunión con su público. (Debe decirse que este es también el entorno más difícil para ejecutar los trucos de manos). Sugirió que esperáramos a otra ocasión en la que Wilson estuviera presente.



Esa ocasión llegó la noche siguiente, entre una de las grabaciones de la entrevista de Wilson y la salida a cenar de esa noche. Cada uno tenía una baraja de cartas, y Tamariz nos pidió una prestada. No había encendido mi grabadora en ese momento, y hubiera parecido una interrupción imperdonable de la atmósfera mágica detenerlo para hacerlo. Me alegro de no haberlo hecho, porque habría interferido en una fase que Tamariz considera como parte del efecto mágico: el tiempo que transcurre desde que termina el truco. Como Méliès, Tamariz logra esto apagando, por así decirlo, la cámara. Con un manejo cuidadoso de la atención, se puede evitar que un espectador “grabe” ciertos eventos. Incluso aquellos de los que son testigos pueden ser eliminados. La neuropsicología ha demostrado que la memoria a corto plazo dura de 15 a 30 segundos, después de lo cual tiene que codificarse como memoria a largo plazo o decae. La razón por la que no puedes encontrar tus llaves, minutos después de dejarlas, es parte de lo que puede hacer que un truco de magia sea imposible de reconstruir. Nuestra memoria es un juego con nosotros mismos, sujeto a revisión —y abierto a sugerencias— que inicia tan pronto como ha pasado el momento.

Esa noche perdí la noción de qué mazo estaba en juego en qué momento, y barajé cada uno de ellos, repetidamente, todo lo cual es normal durante una sesión de Tamariz. Comenzó lentamente, aumentando gradualmente la velocidad. Barajé un pequeño paquete de cartas y las repartí en dos montones iguales.

Tamariz me pidió que hiciera un gesto mágico, que hiciera pasar algunas de las cartas de un montón a otro. Entendí mal, y gesticulé simétricamente, con ambas manos. “Oh,” dijo Tamariz con decepción. Me informó que había cambiado el resultado y me invitó a dar la vuelta a las cartas.

Una pila era toda roja, la otra toda negra. No recuerdo haberlas tocado ni una sola vez.

Entonces Tamariz sacó los ases de la baraja. Luego me pidió que eligiera una carta, no recuerdo el valor, pero era corazones. Tamariz extendió toda la baraja frente a mí, boca arriba, para demostrar que todas las cartas eran diferentes. Luego recogió los ases y, a medida que los extendía, ambos se transformaron y expandieron, produciendo la serie completa de corazones, en orden. Wilson sonreía en silencio.

Se acercaba la hora de la cena y poco a poco fuimos recogiendo nuestras cosas. Entonces, como cuando Columbo se rascaba la cabeza mientras buscaba algo más, Tamariz tomó una baraja. Me la entregó y me pidió que la cortara en dos. De una mitad, seleccioné libremente una carta, el cuatro de picas. La remplacé por la mitad de donde vino y corté el mazo, más de una vez.

Entonces Tamariz me pidió que cortara la otra mitad de la baraja, tantas veces como quisiera, y luego me pidió que mirara la carta a la que había llegado. Era una reina, que en el sistema de conteo de una baraja de cartas, con ases en uno y reyes en 13, tiene un valor de 12.

“No”, dije en voz alta, sabiendo lo que venía, pero sin creer que pudiera suceder. Las circunstancias implicaban una conclusión inevitable: que si contaba 12 cartas en la primera mitad de la baraja, encontraría mi cuatro de picas. No había forma concebible de que pudiera haber cortado una carta al azar en una ubicación que coincidiera con el valor de otra carta al azar. Sin embargo, me pidió que lo comprobara.

Conté 12 cartas hacia abajo, donde encontré el cuatro de picas.

El problema de describir lo que pasó es que el único relato que puedo dar es objetivamente imposible. Excepto en el caso de una coincidencia altamente improbable, no veo forma de lograr este efecto. Las coincidencias ciertamente ocurren, pero un mago no puede confiar en ellas. El número de arreglos posibles de una baraja de cartas es tan alto (el factorial es de 52, que es un 8 seguido de 67 dígitos) que cada vez que barajas un mazo, es muy probable que esté en una secuencia en la que no ha estado ninguna baraja hasta este momento de la historia humana.

Esa noche yo había puesto las cartas en un orden único para mí, en ese momento, y para ese lugar, a mediados de marzo en Argüelles, Madrid. Si hay algo que falta en mi memoria, no quiero saber qué es.


The New York Times

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