Querer borrar a rajatabla todo el aporte hispánico a la marcha civilizatoria de la humanidad, constituye en sí mismo una intolerancia mayor que la que se le achaca a España
La leyenda negra
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Por Alfredo Toro Hardy

En su magistral obra Civilización, en la cual pasa revista a las grandes expresiones de la civilización occidental, Kenneth Clark deja afuera a España. Al explicar las razones de esta omisión deliberada explica: “…cuando uno se pregunta que ha hecho España para expandir la mente humana y hacer mover unos cuantos pasos la civilización humana, la respuesta es poco clara…¿Don Quijote, los grandes santos, los jesuitas en Sur América? Más allá de eso ha sido simplemente España” (Civilization, New York, Harper & Row Publishers, 1969).

Decir eso acerca de un país que ha producido a Trajano, Adriano y Séneca; Greco, Velásquez y Goya; Miró, Gris, Dalí y Picasso; Quevedo, Lope de Vega y Calderón de la Barca; Pérez Galdós y García Lorca; Unamuno y Ortega y Gasset; Victoria y de Las Casas; Vives, Moratín, Jovellanos y Feijoo, entre tantos otros nombres, sólo puede ser atribuido a ignorancia o a prejuicios superlativos. Dado que Clark fue una de las mentes más cultivadas del siglo XX, la primera opción queda desde luego descartada.

Clark responde a una vieja tradición que se remonta al siglo XVI y que ha pasado a la historia bajo el nombre de la Leyenda Negra. De acuerdo a la misma la característica central de España sería la intolerancia, expresada en sus más diversas variables. Es una visión que emerge de los tiempos en que Madrid dominaba al viejo continente y lleva consigo el resentimiento del mundo protestante contra el catolicismo militante que aquella encarnó. Desde las guerras religiosas contra los príncipes protestantes de Alemania por parte de Carlos V, hasta la represión al nacionalismo neerlandés en el antiguo Flandes o el envío de la Armada Invencible contra Inglaterra por parte de Felipe II, hubo mucha causa de odio contra España. Desde luego, el padre de las Casas con sus relatos de la crueldad española en la conquista de América, contribuyó en gran medida a alimentar esta escuela de pensamiento.

Una de las ideas centrales con la que fue enriqueciéndose esta tradición fue la noción de que el mundo Ibérico no formó parte de Occidente. “Europa comienza detrás de los Pirineos” decía Anatole France, haciéndose eco de esta idea. El argumento central que sustenta a la misma es que los dos movimientos definitorios de la civilización occidental, el Renacimiento y la Ilustración, nunca llegaron allí.

La aseveración anterior adquiere más peso en relación a España que a Portugal, desde luego. El último experimentó sin duda ambos movimientos, sólo que lo hizo en sus propios términos. El Renacimiento portugués no se asemeja al italiano, al francés o al inglés y no es producto como aquellos del entrecruce de influencias. Este último asumió un carácter autónomo y se enriqueció del florecimiento de sus propias expresiones artísticas, humanísticas y científicas. En esencia fue el producto natural de la llamada Era de los Descubrimientos, en los que el país abrió su mente y se enriqueció como resultado de su toma de contacto con las civilizaciones más diversas.

En cuanto a la Ilustración, ésta fue impuesta a dicho país por el Marqués de Pombal, quien como Primer Ministro lo dominó por décadas en las postrimerías del siglo XVIII. No se trató, sin embargo, de la Ilustración de Voltaire, Rousseau y los enciclopedistas. Fue, por el contrario, un mecanismo para expandir la autocracia, disminuir el poder de la nobleza y el clero, intensificar la censura de lecturas e ideas, suprimir el criticismo y consolidar el poder mismo de Pombal. Con todo, vino sin embargo acompañado de importantes reformas modernizadoras.

El caso de España es mucho más nítido. Luego de una apertura inicial por parte de Carlos V a las ideas del Renacimiento, en la que Erasmo fue incluso su Consejero, vino un cierre radical de compuertas. Todo lo que dicho movimiento representó fue asimilado a la herejía. Desde luego España hubiese podido tener un Renacimiento autónomo al igual que Portugal. Hubiese bastado para ello con que incorporase al torrente sanguíneo de la vida nacional el conocimiento que traían consigo judíos y moros. Sin embargo ya éstos habían sido expulsados u obligados a subsumirse a la ortodoxia católica. Otro tanto hubiese podido ocurrir ante el contacto con las grandes civilizaciones del Nuevo Mundo, particularmente en el área de la astronomía, pero también allí prevalecieron la cerrazón y la destrucción. En cuanto a la Ilustración, y a pesar de los grandes esfuerzos realizados por los ministros de Carlos III, ésta se topó con el rechazo militante y frontal de la Iglesia y del pueblo. Siendo así la Ilustración resbaló en la superficie sin penetrar el alma nacional.

Hay, como vemos, mucho más de un grano de verdad en la Leyenda Negra. Sin embargo querer borrar a rajatabla todo el aporte hispánico a la marcha civilizatoria de la humanidad, constituye en sí mismo una intolerancia mayor que la que se le achaca a España. El retrato de este país está compuesto por grandes claros y oscuros. Si se quiere destacar los unos, jamás pueden olvidarse los otros.


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