Viñetas de un Woody Allen absurdo y genial, metido en la pecera de sus obsesiones, y con Nueva York siempre de fondo. Así es su nuevo libro de relatos humorísticos, 'Gravedad cero' (Alianza), que aparece en los próximos días
Woody Allen: Sin Humor la Vida es una Conferencia
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Por Javier Ansorena

El ‘sancta sanctorum’ de Woody Allen (Brooklyn, 1935) es una oficina apolillada en el Upper East Side, muy cerca de su apartamento, en la planta baja de un edificio con la suntuosidad del dinero viejo neoyorquino y un portero sabueso. Alfombras desgastadas, maderas nobles envejecidas, cintas, libros de cine, archivadores y papeles. Es su estudio de montaje y edición, donde se encierra para la tarea penosa de afeitar el metraje de sus películas hasta que el resultado se parezca todo lo posible a la idea que alumbró su cabeza hace meses, años o décadas.

Quizá lo haga pronto por última vez. Para cuando se publique esta entrevista, es probable que Allen esté en Francia, en la fase inicial de su próxima película. «Podría ser la última», reconoce, hundido en un sofá, entre cortinas de terciopelo, en la sala de proyección del estudio. Si ve la luz, será su película número 50.

Es extraño utilizar el condicional en esto. Durante décadas, el estreno cada año de una nueva película de Allen era tan predecible como que las hojas caerían secas de los árboles al llegar el otoño. Ya no. No ha sido solo por la pandemia, que truncó la gran mayoría de producciones en 2020. Ni por su edad, 86 años, que no le ha quitado las ganas de crear y contar historias.

Tiene que ver también con el clima cultural y social que domina en EE.UU. Sin sus inconfundibles gafas de pasta, Allen –pantalones amplios de luneta, camisa de cuadros– parecería un inofensivo anciano judío de los que resisten en un piso de renta estable del Lower East Side. Pero se ha convertido en un personaje incómodo en Hollywood y él, a su vez, dice que ya está cómodo en la nueva industria.

La isla –más allá de Manhattan, su lenguaje cinematográfico y su personalidad peculiar– desde la que se convirtió en un referente cultural desde los setenta lleva años azotada por acusaciones de abuso sexual por parte de Dylan Farrow, que fue su hija adoptiva.
Él hace parecer que no ha pasado nada. Defiende que la tormenta de esas acusaciones, que arreció con el movimiento ‘MeToo’, no le ha cambiado la vida. Mientras buena parte de Hollywood y de los medios lo han convertido en un paria, ha encontrado quien le produzca sus películas y quien le publique sus libros. Ocurrió con ‘A propósito de nada’, su biografía, cuya publicación canceló Hachette. El libro, en el que Allen se defendía de las acusaciones de que abusó de Dylan cuando esta tenía siete años, vio por fin la luz en la editorial Skyhorse.

Este año, uno de los frutos del barbecho cinematográfico de la pandemia es ‘Gravedad cero’, una colección de relatos humorísticos que publica este mes en España Alianza Editorial. Son viñetas del Woody Allen absurdo y genial, metido en la pecera de sus obsesiones y con Nueva York siempre de fondo. Varias de las piezas fueron publicadas antes en la revista ‘The New Yorker’, y el libro lo remata una novela corta, ‘Crecer en Manhattan’. Es una historia de amor en la que, como tantas veces ocurre con Allen, es difícil distinguir al protagonista de otros personajes de su creación y de la persona que, ahora, silba distraído mientras se le coloca el micrófono antes de responder a las preguntas de ABC.



—Su prosa humorística está atiborrada de cultismos y localismos. Leyendo la versión en inglés, uno piensa que para el traductor (en esta edición, Eduardo Hojman) usted es la peor pesadilla o una especie de placer masoquista…

Sí, el humor es muy difícil de traducir, muy difícil de retener desde el lenguaje original. Tienes que tener suerte. Hay gente que traduce bien y otros que no. Es como tirar los dados.

¿Es el humor universal?

Algunos aspectos lo son, sí. Charlie Chaplin hacía reír a tribus primitivas con las mismas cosas que hacía reír al público sofisticado estadounidense. Pero hay otras partes del humor que no lo son.

Usted es alguien controvertido. Pero el humor de este libro no es ofensivo. ¿Se corta al escribir?

No, nunca. Nunca me he cortado. Pero mi inclinación nunca ha sido ser ofensivo. Hay algunos cómicos muy buenos y muy divertidos y su inclinación es ser ofensivos. Yo quiero que lo sean porque ese es su arte. Yo nunca fui especialmente ofensivo ni tenía interés en serlo. Pero nunca me corto. Si encontrara algo que es muy divertido y me sirve y es ofensivo, lo utilizaría.

¿Debería haber entonces algún límite para el humor?

No. O tiene gracia o no la tiene. Por supuesto, hay algunos temas que sería difícil que fueran divertidos. O sea, no los utilices porque no se va a reír nadie. Pero no hay límites reales: puedes hacer chistes sobre cualquier cosa, incluso los asuntos más trágicos.

¿Qué hacer cuando el humor es doloroso para alguien? ¿Hay que permitir ese dolor para hacer reír? De otra manera, ¿es tan importante el humor?

El humor es importante, sí. Pero es entretenimiento, como la música, el teatro o la pintura. Pero si yo hago algo divertido que daña a alguien dejaría de hacerlo por cortesía.

Siempre puede haber alguien que se sienta ofendido por cualquier cosa.

Tienes que usar tu propio juicio. Si la persona es demasiado especial, tiquismiquis, mojigata o anticuada, entonces la ignoras.

Dice que el humor es entretenimiento. Pero, ¿no es cierto que también da la medida de la libertad en nuestra sociedad?

Para mí, su principal sentido es el entretenimiento. Si no entretienes con él, se convierte en una conferencia o en tarea escolar.

CUANDO TODO SE PRECIPITÓ

La vida de Woody Allen cambió el 7 de diciembre de 2017, cuando Dylan Farrow publicó una carta abierta en ‘Los Angeles Times’ con el título: ‘¿Por qué la revolución #MeToo ha perdonado a Woody Allen?’. La hija adoptiva de Mia Farrow y del cineasta repetía entonces las acusaciones de abuso sexual contra el que fue su padre adoptivo.

No era la primera vez que salían a la luz. Dylan ya las publicitó en una tribuna similar en ‘The New York Times’ en 2014. Y venían de mucho antes, desde comienzos de los noventa. Mia Farrow, en medio de una separación volcánica de Allen, acusó al director de abusos a Dylan. Habían sido pareja durante doce años y ella protagonizó una docena de sus películas. La relación acabó con escándalo, cuando Farrow descubrió que Allen tenía una relación sentimental con otra de sus hijas adoptivas, Soon-Yi Previn, entonces de 21 años. Previn y Allen se casaron pocos años después y siguen juntos (el autor ha dedicado ‘Gravedad cero’ a sus dos hijas adoptivas y a su propia esposa: «Si Bram Stoker te hubiera conocido, habría escrito la secuela»). Allen siempre ha defendido que las acusaciones de Mia Farrow son una venganza por su relación con Previn.

«La próxima podría ser mi última película. Es la número 50, un buen momento para parar»

Pese a las turbulencias, la vida de Allen prosiguió. En diciembre de 2017, fue diferente. Ese otoño, las revelaciones periodísticas sobre el ‘superproductor’ Harvey Weinstein y sus abusos contra mujeres de Hollywood desató el movimiento ‘MeToo’. Uno de esos artículos en ‘The New Yorker’ fue escrito por Ronan Farrow, hijo biológico de Allen y Mia Farrow (aunque esta ha deslizado, para complicar más el asunto, que podría ser hijo de Frank Sinatra; el parecido con el físico de ‘Ol’ Blue Eyes’ y la distancia con el de Allen son indiscutibles).

La ola del ‘MeToo’ impactó de lleno en Allen con la tribuna en el periódico californiano. El cineasta nunca ha sido imputado –mucho menos condenado– por esas acusaciones y se ha enfrentado a ellas con fiereza. Actores y actrices que han trabajado con él –Kate Winslet, Colin Firth, Timothy Chalamet o Rachel Brosnahan– mostraron arrepentimiento por haberlo hecho. Otros –Diane Keaton, Scarlett Johansson, Alec Baldwin, Blake Lively o Cate Blanchett– le han apoyado. Pero Amazon canceló el estreno de ‘Un día de lluvia en Nueva York’ y dejó en 2018 a los seguidores de Allen sin su cita anual con sus películas por primera vez desde 1982.

¿Cómo explicaría la cultura de la cancelación a un viajero que viniera del pasado? No hace falta irse muy atrás, bastaría con el año 2000.

Bueno, ya sabes, la raza humana se ha comportado de manera estúpida constantemente a lo largo de la Historia. La cultura de la cancelación es la estupidez de nuestra generación. Pasará el tiempo, miraremos atrás y nos ocurrirá como con la era McCarthy. Nos avergonzaremos de ello. Y nos diremos: «Dios mío, ¿de verdad la gente hizo eso y se aceptó? ¿Que se despidiera a maestros, a profesores universitarios, que se desacreditara a los científicos, que se pusiera a actores en listas negras?».

¿Cómo se llegará a ese punto? Porque la tendencia va todavía en aumento.

La gente tardará en verlo. De nuevo, sirve el ejemplo del McCarthismo, que fue horrible en EE.UU. A todo el mundo se le llamaba comunista. «Si escuchas música folk, comunista». Se convirtió en algo risible. Y entonces la gente empezó a verlo. Ya hay mucha gente que ve la cultura de la cancelación como lo que es: una vergüenza.

¿A usted le afecta en algo a su creación?

No. Es difícil, porque esto va sobre ideas. Y cuando piensas en ideas, ya sean sobre amor, política o un asesinato, lo que importa es que la idea sea buena. Y las buenas ideas cuesta que aparezcan. Así que cuando encuentras una, vas a por ella y no te paras a pensar lo que le parecerá a la gente o si será cancelada u ofensiva. Si es buena, es buena.

Pero a usted, la cancelación, vinculada a las acusaciones sobre Dylan, le ha provocado un vuelco a su vida y a trabajo…

No. No ha dado un vuelco a nada. Mi vida sigue igual. Hago mis películas, escribo mis libros, toco jazz… No me ha molestado. Es injusto y terrible, pero no ha tenido un efecto práctico. Hago lo mismo que hace diez o cincuenta años.

La decisión de Amazon o la cancelación de su biografía por Hachette, ¿no le hicieron daño?

No, porque me fui con otra editorial. Si voy a hacer una película y un actor dice «no quiero trabajar contigo», pues elijo a otro. Es injusto, terrible, espantoso. Pero sin impacto en el día a día.

¿Tampoco a nivel personal? ¿No le han dejado de invitar a cosas?

Mis amigos se han portado de maravilla. Sigo viviendo igual. Me levanto por la mañana, escribo, voy a cenar con amigos… Todo sigue igual.

¿Le preocupa cómo afectará todo esto a su legado?

No tengo el más mínimo interés en mi legado. Cuando me muera, podéis coger todas mis películas y tirarlas. Una vez muerto, el legado es una fantasía. Eso del artista que piensa «mi obra me sobrevivirá»… Olvídate. Tu obra estará en una biblioteca, pero tú estarás muerto. Así que no me importa. Si pienso en ello por un segundo, mi legado no cambiará por todo esto. Si he hecho una película o una obra de teatro que sea buena, lo será para siempre. Y la mostrarán dentro de diez o cincuenta años porque siempre será buena. Pero no significará nada para mí. Yo estaré en un jarrón en algún lado.

Si tuviera la oportunidad, ¿Qué le diría ahora a Dylan Farrow?

No tendría mucho que decir… Nos lo hemos dicho todo. No, realmente no tengo nada que decir. No he hablado con ella en 25 o 30 años. Espero que tenga felicidad y salud. Pasamos por una mala situación juntos… Yo me siento bien, estoy feliz y sano, hasta donde sé. Y espero que ella esté bien y que haya sido capaz de dejar todo esto atrás.

FANTASÍA Y PROYECTOS

Allen duda, le tropiezan las palabras y se rebusca en esta última pregunta. Es el único momento en el que abandona la circunspección y la disciplina en sus respuestas.

También se despoja de ellas en una de las pocas veces que sonríe, cuando fantasea sobre algo. «A veces, me imagino yéndome a vivir a sitios como París, San Sebastián u Oviedo, tan encantadores y bonitos», dice con ojos evocadores. «Pienso: ‘¿No sería maravilloso despertarse allí y vivir allí la vida?’». Vuelve a sacar la sonrisa cuando se imagina convertido «en un cineasta europeo», ahora que planea rodar su próxima película en París y en francés. Dice que no puede dar detalles sobre el proyecto, pero que es «del estilo de ‘Match Point’», su ‘thriller’ de 2005, situado en Londres, y que ha sido uno de los mayores éxitos de taquilla en su filmografía de las dos últimas décadas. «Si funciona esa película, alguien podría llamarme para hacer una en español, o en italiano. Sería vivir un sueño», asegura mientras salpica la conversación con sus héroes cinematográficos: Bergman, Fellini, Godard, De Sica, Truffaut…

Es como si divisara una fantasía protagonizada por un personaje que es él mismo. Porque sabe, como todo el mundo, que siempre será un creador neoyorquino. Este otoño estrenará en Broadway una obra de teatro –ha dirigido o escrito una docena de ellas–, una comedia producto del parón pandémico, en el que aprovechó para escribir: «¿Qué otra cosa iba a hacer? Estaba encerrado en mi habitación».

¿Tiene algún proyecto para volver a trabajar en España?

He hecho hace poco ‘Rifkin’s Festival’ en San Sebastián, como sabes. Me encanta rodar en España. Tiene una meteorología muy buena para rodar, y son sitios preciosos y fotogénicos.

Y después de la comedia en Broadway, ¿Qué vendrá?

Tengo que ver si quiero hacer otra película o no. O quizá escriba un libro. Es que trabajar en el cine no es lo que era. Ahora las películas pasan dos semanas en los cines y se van a las plataformas de ‘streaming’. Esos cines que mostraban a los directores que me interesan ya no existen. No sé, igual me dedico solo al teatro. La industria del cine ha ido en otra dirección. Cuando toda ese gente que amo, Godard, Truffaut, Fellini, hacían películas era diferente. Ya no sé si quiero trabajar en el cine.

¿Eso significa que la que va a rodar ahora podría ser la última?

Podría ser, es posible. Es la número 50. Podría ser un buen momento para parar. Pero bueno, si alguien viene con dinero y me pide que haga una película entonces, bueno, tengo algunas buenas ideas. El problema es conseguir el dinero, se pierde mucho tiempo con eso. Pero luego, cuando sale la película, no es lo mismo. No se presenta igual al público.

¿Qué le molesta tanto de que vayan rápido a ‘streaming? Así la ve más gente…

Yo crecí con otra tradición. Ir a las películas, comprar la entrada, esperar en la cola unos minutos, todo el mundo está con ganas… Entran 500 o 600 personas y se enciende la pantalla y aparecen los hermanos Marx, Humphrey Bogart, Greta Garbo, y todo el mundo lo ve junto. Y se acaba: todo el mundo sale, va a mear. Es una experiencia social y emocional. Pero si estoy en un sofá como ahora, en casa, con mi mujer o algunos amigos, apretamos un botón y, en medio de todo, alguien dice: «¿Puedes pararlo un minuto? Tengo que ir al baño, ¿puedes pararlo?»… Pues eso.

¿Le gusta el cine que se hace ahora?

Siempre hay buenas películas, siempre hay alguna maravillosa, pero muchas menos que antes.

¿Y cómo está su gran escenario? ¿Cómo ve Nueva York?

Fatal, es el peor momento que le recuerdo en mi vida.

¿De verdad? Hubo épocas que estuvo tomada por el crimen…

No, nunca tan mal como ahora. La pandemia le ha hecho mucho daño. Muchos negocios quebraron, vas por la calle y todos los locales están vacíos. Y los restaurantes han tomado las aceras con esos cobertizos de madera (terrazas cubiertas que se autorizaron durante la pandemia), parece un poblado de chabolas. La gente tiene miedo de volver a casa andando por el crimen, está todo lleno de basura, de ratas… Y lo peor son las bicicletas. Nueva York es una ciudad para caminar, como París. Y las bicicletas no tienen matrícula, se meten por las aceras, en sentido contrario, se saltan los semáforos… Es una de las peores cosas que le pasaron a Nueva York.

Pero todavía le gusta lo suficiente como para quedarse…

Tiene tanta energía y tanta gente grande que siempre será una ciudad importante. Volverá a estar entre las dos o tres mejores ciudades del mundo, pero ahora está pasando por una mala época.



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