El vuelco ultra conservador que vive Estados Unidos, ha traído consigo la aparición de la llamada escuela originalista. Según ésta, el texto constitucional debe ser interpretado a la luz del momento y de las circunstancias en el que fue redactado...
Estados Unidos: Jovén país anciano
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Por Alfredo Toro Hardy


La Corte Suprema de Justicia y la Constitución estadounidenses se han convertido en tema de actualidad. El contexto es necesario.

Las constituciones escritas son un fenómeno relativamente reciente. Las mismas surgieron como expresión de la búsqueda, por parte de las revoluciones liberales del siglo XVIII, de una vía adecuada para garantizar los derechos de los ciudadanos y limitar el poder de los gobernantes. Hasta entonces, las constituciones consuetudinarias constituían la norma. Estas últimas encarnaban una sumatoria desordenada de sentencias judiciales, actas de distinto tenor, tradiciones, usos y principios, cuya esencia era el apego a la costumbre.

Casos típicos en este sentido los encontramos en la Constitución alemana que rigió hasta 1870 o en la Constitución inglesa aún vigente. En su famosa obra de 1802 La Constitución Alemana, Hegel señalaba cómo las normas ancestrales que regían la vida política y social germana se habían transformado en el mayor obstáculo para el surgimiento de un Estado alemán moderno y unificado.

De su lado, como lo recuerda el politólogo italiano Norberto Bobbio, el sistema constitucional inglés se asienta en la premisa de que las normas constitucionales son la consecuencia y no la fuente de los derechos garantizados por las cortes de justicia. En efecto, los precedentes judiciales van dando forma a su Constitución. A ellos se unen las normas contenidas en un conjunto variado de actas que nunca fueron codificadas en un solo texto. Entre éstas, la Carta Marga de 1215, el Acta de Habeas Corpus de 1679 o el Acta de Derechos de 1689.

La Constitución de Estados Unidos de 1787 y la Constitución francesa de 1791, representaron las primeras manifestaciones de textos constitucionales redactados con el propósito específico de regir la vida de sus naciones. La razón fundamental de escribirlas fue la de dar proclamación formal a los derechos, obligaciones y límites que correspondían a gobernados y gobernantes.
La Constitución estadounidense de 1787 y la francesa de 1791 abrirían, sin embargo, caminos distintos. La primera se mantendría inalterada, transformándose en una suerte de solución de compromiso entre la tradición constitucional inglesa y las constituciones escritas. De acuerdo con la misma, las cortes de justicia y la costumbre pasaban a interactuar con el texto escrito, conformando una amalgama particular. La Constitución francesa de 1791, en cambio, sería sustituida al año siguiente dando origen a la noción de que las constituciones deben cambiar a tenor de las transformaciones sociales.

La idea de que las constituciones pueden y deben cambiar en función de la evolución sufrida por las sociedades, se transformó en regla. El camino abierto por Francia y no por Estados Unidos terminó prevaleciendo. Siendo la sociedad un cuerpo vivo, dinámico y fluido, la mayoría de las naciones terminaron por aceptar que la Ley Fundamental que las reglamentaba debía adaptarse a sus transformaciones. En su Discursos Políticos, José Ortega y Gasset sintetizaba esta visión al señalar que la Constitución debía ser pura vida viviente y llena de actuación, pues de lo contrario cargaría los cadáveres de la historia ya cumplida.

Fue en virtud de esta óptica que, a partir de la Primera Guerra Mundial, se generalizaron los llamados preámbulos constitucionales. A través de ellos se declaraba formalmente, dentro del propio texto constitucional, cuál era la doctrina político-social que lo inspiraba y que debía regir la actividad de la sociedad y del Estado. En otras palabras, las constituciones se hacían instrumentos de la reinvención periódica de las sociedades y de los objetivos del Estado.
Todo extremo, sin embargo, puede resultar negativo. Tan cuestionable era atar la evolución del cuerpo social a la historia ya cumplida como hacerlo rehén de las preferencias del régimen de turno. Es allí, donde la Constitución estadounidense aportaba una ventaja comparativa. Gracias a la figura de la Enmienda Constitucional, a la reinterpretación periódica de sus normas por la Corte Suprema o a los derechos constitucionales implícitos resultantes de la costumbre, su modelo podía presentarse como un punto intermedio entre los extremos.

El vuelco ultra conservador que vive Estados Unidos, sin embargo, ha traído consigo la aparición de la llamada escuela originalista. Según ésta, el texto constitucional debe ser interpretado a la luz del momento y de las circunstancias en el que fue redactado y en función a las intenciones que guiaron a sus redactores. Cinco de los nueve jueces que hoy conforman a la Corte Suprema de Justicia adhieren explícitamente a esta concepción, mientras un sexto lo hace implícitamente. Tal situación, unida al equilibrio negativo de fuerzas dentro del Congreso que impide definir un curso político de acción, hace de los originalistas de la Corte la voz determinante de esa nación. Estados Unidos pasa así a retrotraerse a 1789 como factor de interpretación y decisión de sus debates societarios.

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