La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales
William Howard Russell: Reportero de Guerra
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Por Alfonso Rojo


William Howard Russell nació en Dublín en 1820, era protestante y desde la infancia se sintió atraído por la vida militar.
Siendo todavía un niño, acostumbraba levantarse al amanecer para observar como desfilaban los soldados de un cuartel cercano, y en su adolescencia intentó alistarse varias veces, lo que hubiera conseguido de no oponerse tenazmente su abuelo.
Sopesó la posibilidad de hacerse médico y abandonó la idea porque no soportaba la visión de los cadáveres humanos, una repugnancia que superaría con relativa facilidad posteriormente, cuando comenzó a reportear en los campos de batalla. Recién cumplidos los diecinueve años y siendo un simple estudiante de Derecho, tuvo la ventura de que un primo suyo, al que el Times había enviado a Dublín a cubrir las tormentosas elecciones irlandesas, le contratase como ayudante.
Muchos expertos viven convencidos de que sus profundos conocimientos sobre una materia les permiten hacer un trabajo periodístico de altura, y tienden a menospreciar al reportero. La experiencia demuestra que es mas práctico tratar de manufacturar un especialista a partir de un periodista, que meter a un académico en una profesión para la que habitualmente tiene poca capacidad, por la que siente escasa simpatía y que rara vez comprende. Hay excepciones, pero son raras.
Russell demostró de inmediato sus dotes. Ante la imposibilidad material de acudir a todos los mítines y seguir todas las marchas, optó por aposentarse casi permanentemente en el hospital local. Con bastante buen criterio, después de constatar el terror de la violencia callejera, el bisoño redactor dedujo que buena parte de los participantes en los comicios iba a requerir, más pronto o más tarde, cuidados médicos. Se apostó en la entrada de urgencias y eso le permitió escribir un par de apasionados artículos y llamar la atención de John Delane, el editor del Times. Delane convocó a Russell a Londres y le ofreció trabajo como freelance: un periodista independiente que cobra por pieza publicada. Le asignó al equipo destinado al Parlamento.
No era una ocupación despreciable. El Morning Chronicle había tenido como reportero parlamentario al prestigioso Charles Dickens, quien describió esa etapa de su vida de la siguiente manera:
«Me desgasté las rodillas escribiendo sobre sus señorías desde la última fila de la vieja Cámara de los Comunes.»

A Russell, a diferencia del exquisito Dickens, no le preocupaba desgastarse las rodillas o lo que fuera, y se esforzó al máximo.
En 1843, Delane lo despachó de vuelta a su nativa Irlanda para cubrir el juicio de Daniel O’Connell, alias el ‘Libertador de Dublín‘, un nacionalista católico acusado de sedición por la Corona británica. Ese encargo y la forma como lo abordó Russell permiten hacerse idea del enorme esfuerzo físico que se requería a los reporteros de la época y de lo descarnada que era ya la competencia entre colegas. Tras veintitrés días de seguir minuto a minuto el proceso y antes de la publicación del veredicto, Russell logró hacerse con una copia de la sentencia y, sin pensárselo dos veces, salió pitando hacia Londres:

«Tanto el Times como el Morning Herald habían contratado expresamente barcos de vapor para llevar a Londres lo mas rápidamente posible los resultados del juicio. El sábado por la noche, cuando el jurado se retiró a deliberar, era ya muy tarde y el resto de los corresponsales optó por salir a comer algo y descansar. Yo permanecí en la puerta del tribunal, y estaba pensando en marcharme a la cama cuando irrumpió un muchacho y me dijo que se aproximaban los miembros del jurado. Traían un fallo de culpabilidad y, apenas lo oí, salí de los juzgados, me encaramé en un carruaje y partí hacia la estación, donde todo se había organizado para que hubiera un tren especial esperándome.
Llegué a Kingstown, a bordo del Iron Duke y media hora después estaba navegando hacia el mar abierto con la satisfacción suplementaria de ver que el vapor alquilado por el Morning Herald seguía plácidamente anclado en el muelle. Al arribar a Holyhead, partí a toda velocidad hacia Londres en tren y trate de dormir. Me apretaban las botas y decidí quitármelas. Al llegar a la capital, el hombre del Times me estaba esperando con un taxi. Por mucho que peleé con mis botas, tenía los pies tan hinchados que solo logré calzarme una de ellas, por lo que llegué a las oficinas del Times con una bota bajo el brazo.
En el momento que enfilaba hacia la puerta, un individuo en mangas de camisa, que yo tomé por uno de los tipógrafos del Times, me abordó y dijo: «Encantado de verlo bien, señor; así que los han encontrado culpables.»
«Si, culpables, mi amigo, pero en diferentes grados», contesté.
Desafortunadamente resultó ser un hombre del Morning Herald, un emisario del enemigo, como descubrí al día siguiente al leer los diarios.»

Estaba en los periódicos de la competencia la noticia y había hasta caricaturas burlescas del sentenciado O’Conell, dibujado como si fuera el rey de Irlanda y con los campesinos postrados a sus pies. Lo que ocurrió en realidad es que el exhausto Russell, tras haber informado a Delane y seguro de llevar una insalvable ventaja en tiempo a sus competidores, se echó a dormir. Había pensado publicar la exclusiva en la edición del día siguiente, pero a la mañana, cuando todavía estaba adormilado, oyó golpes en la puerta. Acudió a abrir y se encontró con uno de los mensajeros del periódico que traía una nota de la dirección en la que textualmente se decía:
«¡Muy mal! El Morning Herald consiguió el veredicto.»

Russell, como suele ser normal en esta profesión tan apasionante, divertida y desventurada, tenía los días contados en el Morning Chronicle, después de semejante patinazo. Pero tenía prestigio, era el mejor y gracias a las dotes de persuasión, la insistencia y la habilidad de John Delane, terminó volviendo al redil del Times. Para suerte del Periodismo, del reporterismo de guerra y de todos los que aman esta profesión.

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