El generalísimo y Almirante Francisco de Miranda llegó a La Vela de Coro en 1806 con 400 hombres.
Miranda en la Vela De Coro
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Por Simón Petit


Caminó por estas calles y montó en su caballo rumbo a Coro donde nadie le esperaba. Pensó: qué es de esta gente que se esconde, tan distinta al del resto del mundo de donde vengo. A lo mejor -dijo para sus adentros- son unos vulgares cobardes o simplemente personas que en su vida habrán visto un desembarco y se dedican aburrida y exclusivamente a ser felices con su entorno. Y ciertamente, aquí el poblano todavía se sienta en las tardes a ver cómo se oculta el sol tras los médanos.
A ver cómo el brillo rojo de su luz naranja en el crepúsculo se confunde con la precipitada luna que llena el nocturnal espacio de algún serenatero enamorado. De esa fecha a esta otra, poca es la diferencia: sigue siendo gente de paz y conservadora con la piel tostada por la sal y la inclemencia de los días. De esta playa de aguas marrones Miranda tomó un puñado de arena que guardó celosamente para llevarlo a Londres y decirle a sus amigos “Vean el matiz de esta tierra y díganme si no es el de la Libertad, allí fue donde enarbolé los colores de la Colombeia.
Sientan su humedad y aspiren el olor a fuegos que pronto han de venir por la Independencia” Y Miranda regresaría, a Caracas, de donde saldría después a encontrarse con su muerte en la llamada Madre Patria. En ese entonces no hizo un tiro como tampoco lo hizo cuando llegó a La Vela, donde dejó la huella profunda en un pueblo que cada 3 de Agosto lo recuerda con tambores y cohetes, con la vergüenza de no haberle ayudado en ese momento y que hoy entre pena y orgullo honran con su nombre la plaza, la calle, la escuela, la gente, y con aquel equipo de voleibol de la cuadra en la cancha de mi recordada infancia.
Ese grupo de jóvenes realengos que peleaba la batalla final contra el campeón invicto “Los Santos” y al que todos los vecinos, para darle ánimo a sus muchachos que se jugaban el honor, al unísono gritaban: MI-RAN-DA, MI-RAN-DA, MI-RAN-DA, MI-RAN-DA, como a él le hubiese gustado escucharlo hace ya doscientos tantos años cuando caminaba altisonante con pecho ergido, paso firme y con una brisa franca que batía su pelo blanco, mientras el polvo seco de la patria quemaba su rostro curtido de guerras ajenas.