Se rompe en pedazos quien contempla las imágenes de quienes escapan, de los que ya nunca serán los mismos, de quienes repiten las historias de padres y abuelos
Arrojarse a las vías del Tren
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Por Karina Sainz Borgo


Un centenar de hombres y mujeres se agolpan en los andenes de la estación central de Leópolis, ciudad ucraniana a setenta kilómetros de la frontera con Polonia. Los pasajeros se empujan desesperados. La mayoría, o una buena parte de quienes intentan huir en el próximo tren en dirección a Lublin, son mujeres con niños. Desde la reciente invasión del ejército ruso a Kiev, la ley marcial impide a los hombres abandonar el país. Ellos deben alistarse en el ejército y ellas huir como puedan. Las imágenes del corresponsal de la BBC junto a las vías del tren arrastran consigo algo amargo y longevo. Un déjà vu. Son las escenas de guerra y huida que hemos visto y leído desde hace siglos. Forman parte de algo remoto e incluso extinto, pero ahí están. En la pantalla del televisor, un reportaje desde la estación de Leópolis invita a pensar que por esas vías pasará el tren de una historia ya contada y vivida, una tragedia legada a la generación de un siglo que prometía ser distinto del XIX y el XX.

Escribe Olga Merino en sus "Cinco inviernos" que el tren, las vías de ese tren, atraviesan toda la literatura rusa. Ya sea el ferrocarril que lleva a "Anna Karenina" de Moscú a San Petesburgo o las vías heladas hasta las que esta mujer se arroja. Incluso esos rieles sobre el "Dr. Zhivago" de Pastenak y, por qué no, esos en que recorrieron los constructivistas cuando la revolución prometía un hombre nuevo. Junto a las vías del tren, aquellas "Almas muertas", de Gógol, impuestos a antiguos terratenientes. Imperios rotos, tragedias de otro tiempo que ahora regresan como una pesadilla extemporánea. El exilio fue el episodio del siglo XX y vuelve a serlo en el XXI. Y al ver a cada ucraniano huir, quien mira los telediarios de la BBC se pregunta quiénes huyen y por qué. En las páginas de Sin tiempo para el adiós (Galaxia Gutenberg), el más reciente ensayo de Mercedes Monmany, se despliega ante el lector un mosaico de exiliados, desterrados y emigrados de la Europa del siglo XX. Con el mando a distancia en la mano, observando esa ola humana de quienes huyen dejándolo todo atrás, asalta la pregunta sobre cuándo se deja atrás un hogar. O un país.

En su novela "Desencajada", Margaryta Yakovenko narra cómo ella y su madre suben a un vagón en la estación de trenes de Kiev a finales de los años noventa. Cuenta Yakovenko ese paisaje blanco y frío de lo que ya nunca sería del todo propio y que ella y su madre dejaban atrás en dirección a España. Conmueven y rompen en pedazos a quien contempla estas imágenes de quienes escapan, de los que ya nunca serán los mismos, de quienes repiten las historias de padres y abuelos, una tradición remota de la guerra y la huida, de la demolición y la extinción: la democracia que fue, el futuro que será. Entrevistados por el reportero de la cadena británica, los hombres y mujeres que salen de Ucrania hablan con las certezas de quienes quieren seguir vivos. Y quienes han conseguido llegar a Polonia dicen sentirse culpables. Ellos han conseguido marcharse, otros no. Para quien mira los informativos de una guerra en la que nadie interviene persiste una sensación de deshonor. Europa ha dado la espalda, una vez más, como lo hizo con afganos y sirios, como lo ha hecho con todos quienes pierden, aquí y a este lado del mar. Miramos, en silencio, cómo otros se arrojan a las vías del tren. Las eternas vías del tren.

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