Se va yendo mi generación, la que uno de los nuestros, el nobilísimo Hilarión Cardozo, llamó del Cincuenta y Ocho
Chelique y Américo
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Por Rafael Poleo


No sé la edad exacta de José Enrique Sarabia, pero éramos contemporáneos cuando en los sesenta yo dirigía los noticieros de Radio Caracas TV y Radio, pateadero de Bárcenas donde él, romántico juglar, hacía música y escribía, a solicitud del interesado, cartas románticas con las cuales otros amigos enamoraban a bellas principiantes como Gioia Lombardini, Carmen Victoria Pérez e Inés Sancho.
Hacíamos la algarada estudiantil en torno a la Plaza Henry Clay, entre El Silencio y San Agustín. A sus quince años, ya Américo Martín y Romulito Henríquez se proclamaban marxistas. Era el germen del MIR. Américo, demasiado alto para su edad, de esternón cóncavo, expresión reflexiva y palabra sentenciosa. Romulito, de inteligencia exhuberante y palabra fácil, calmaba sus nervios frotando entre los dedos algo que parecía plastilina. Yo mejor andaba con Frank Peñaloza, sereno devorador de libros, taciturno personaje con experiencia española que me ayudaba a hacer Letras de Molde, el mural del colegio.
A poco yo era un tipo que trabajaba y tenía carro, un viejo Citroën como el de la profesora Peñalver, exótica novia de un famoso artista que hacía pintura social -campesinos andinos con aire mexicano, como los de mi primo Héctor antes de que girara hacia los marcianos evanescentes. Bajo la inspiración del profesor José Ángel Ágreda (Física) y la orientación organizativa de José Alberto Velandia (Química), reuníamos obreros de la construcción en un local que Alejandro Freites (padre del galerista) manejaba en la esquina de Pinto. Cosas del destino, al frente reposan hoy los escritorios donde hacíamos Zeta y El Nuevo País. Hasta que Dios, Biden y Putin lo dispongan.
Américo fue de los primeros en coger el monte, de donde regresó con una leishmaniasis. En cama con las piernas hinchadas reflexionó lo suficiente para comprender que Betancourt tenía razón, mucho antes de que esa protuberante verdad se pusiera de moda. Al levantarse me invitó a almorzar para pedirme un favor con frase y gesto que me son inolvidables. El gesto fue de limpiarse la chaqueta con los dedos, y la frase “ayúdame a quitarme esta sangre que me salpicó”. Ya yo era un periodista curtido a quien un político no podía engañar. Así digo que Américo fue sincero en su reconversión. Mientras tanto, Romulito seguía marxista y nervioso. Permaneció semi-inmerso hasta que reapareció al frente de uno de los más activos centros de corrupción tanto en democracia como en dictadura: Fogade. Historia para una película de Netflix, con incendio provocado en el consulado de una isla caribeña y demás detalles de política-ficción.
Con Chelique, auténtico poeta natural de andar etéreo que ya gozaba justa fama –Ansiedad recorría el mundo en la delicada interpretación de Nat King Cole-, nos volvimos a encontrar en la campaña electoral de 1973. Un momento crucial, pues fue esta la que transformó la política venezolana, en el peor de los sentidos, al elevar sus costos de manera que convirtió a los candidatos, luego presidentes, en dependientes de sus financistas. Hice para Carlos Andrés el slogan “Democracia con Energía”. Sobre esta frase Chelique creó un gingle significativo y pegajoso poniendo música a Ese hombre sí camina, título de una crónica del talentoso periodista Ángel Ciro Guerrero publicada no recuerdo si en el diario 2001 o en la revista Bohemia, que entonces yo dirigía dentro del Bloque de Armas. Lo mismo haría más tarde nuestro músico y poeta con En este país, título de la novela venezolana de Romero García que en 1974 tomé para denominar la columna que durante quince años publiqué en el lomo de la página 3 de El Mundo. Luego la pasé a igual ubicación en El Nuevo País, al fundar en 1988 este diario que la dictadura asfixió en 2017 y al momento de escribir esta nota sobrevive, junto a Zeta, gracias al pulmón artificial de esta página web que Francisco Poleo dirige.
Fuimos, los del Cincuenta y Ocho, nacidos en el postgomecismo, crecidos en el octubrismo que primero fue de escandalosa democracia y luego de dictadura sórdida y pesada, para reactivarse democrático en Rómulo, Leoni y Caldera, hasta fallecer apuñaleado por la Escuela de Chicago. Hicimos la resistencia, que no se podía mucha, y emergimos al caer Pérez Jiménez. Al absurdo de la guerrilla, haciéndola o adversándola, se inmoló nuestro talento, de modo que ninguno de nosotros coronó obra perdurable. Que tampoco hizo la generación siguiente, de la cual queda Henry Ramos, ni parece en capacidad de hacerla esta actual de Leopoldo y Capriles, tan ajustada a una época de puro relumbrón publicitario, sin hondura, pudor ni poesía. La patria vuelta un yermo, como los que pintaron mi primo Héctor y el novio de la profesora Peñalver.

ZETA.