Lorenzo Herrera fue llamado "el compositor de los 500 éxitos", con pegajosas composiciones que cantó en Venezuela y, por supuesto, en sus giras a otros países
Lorenzo Herrera: El Cantor de Venezuela
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Por Eleazar López-Contreras


En 1935 tocaba la colorida orquesta de Xavier Cugat sus tangos y rumbas, en el prestigioso Hotel Waldorf-Astoria de Nueva York. En ese mismo año, habría de aparecer allí la música venezolana. ¿Y cómo ocurrió ese milagro? En el Waldorf-Astoria se filmó la secuencia final de la película Joropo, producida por un grupo de venezolanos residentes en la ciudad de Nueva York y dirigida por Héctor Cabrera Sifontes. En las escenas finales aparecen los personajes bailando joropo, vestidos de etiqueta. Uno de ellos era Lorenzo Herrera. Unos años antes se habían marchado a Nueva York muchos venezolanos. Todos se iban afectados por la crisis económica que atravesaba el país. Allá tuvieron que mantenerse cosiendo y planchando en fábricas de ropa o lavando platos. Así se defendió el joven Lorenzo Herrera quien, a los 28 años, en 1924, se había marchado a esa ciudad con sus dos pequeños hijos (Lorenzo Eduardo e Hilda, quienes siguieron luego sus pasos) y su joven esposa (Juana Luisa Alfonzo).

En Nueva York remendó zapatos, pues ese oficio se lo había impuesto su padre, ya que el joven Lorenzo estaba empeñado en ser músico. En Caracas había trabajado como zapatero en La Bota Colorada, pero su pasión era la música. Por esa razón, siendo menor de edad, se escapó a Curazao para actuar en la isla, por lo que papá Lorenzo lo mandó a buscar con su hermano mayor.

(Alrededor de 1946, este hermano, que se llamaba Próspero, tuvo la primera miniteca que conoció Caracas. Se trataba de un tocadiscos con cornetas separadas, que ubicaba estratégicamente en las salas donde se bailaba en las casas. Lo contrataban para tocar seis horas por 40 bolívares, pero no tocaba música corrida sino por sets de media hora, tal como lo hacían las orquestas y conjuntos, abriendo siempre con un pasodoble).

En plena efervescencia de cañoneros y mabiles, ser músico no era una profesión honorable, pues en esos tiempos solo se pensaba en las carreras tradicionales o clásicas: derecho, ingeniería y medicina. Sin ir muy lejos, en los más cercanos años cuarenta, ser músico era todavía sinónimo de borracho y bohemio, propenso a la perdición, por lo que éste era considerado una oveja negra, un estigma familiar, algo casi cercano a manejar un “libre” o un autobús. Por esa razón se decía entonces que no había nada peor que ser músico o chofer; y, si esto era así en esos tiempos retrógrados, debemos imaginarnos cómo era la situación en esos lejanos años veinte, cuando los llamados cañoneros desprestigiaban el oficio porque ellos no solo se hacían acompañar por la guitarra y la charrasca, sino que también iban armados con mulitas de aguardiente en los bolsillos.

Cuando el joven Lorenzo decidió partir al Norte, allí se encontraban algunos otros futuros colegas, entre ellos Manuel Briceño y Luis Fragachán, quien pronto regresó desilusionado y escribió la guasa-protesta El Norte es una quimera, que se puso de moda en 1928: Me fui para Nueva York/en busca de unos centavos/y he regresado a Caracas/como foete de arrear pavos/El Norte es una quimera/¡qué atrocidad!/y dicen que allá se vive/como un pachá… Todo el que va Nueva York/ se pone tan embustero/ que si allá lavaba platos/dice aquí que era “platero”… Todo el que va a Nueva York/ se pone tan embustero/ que si allá fabricaba bancos/dice aquí que era “banquero”…

La letra de El norte es una quimera tenía visos de realidad generalizada. El conocido poeta y escritor barquisimetano Antonio Arráiz, que entonces ni le pasaba por la cabeza escribir los antropomórficos cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo (lo hizo en 1945), en los cuales pensaba retratar ciertos rasgos de la tipología criolla, a la edad de apenas 16 años se embarcó para los Estados Unidos en 1919, pero regresó en 1922, también desencantado. En Nueva York pasó mucho trabajo y hasta dormía en la estación del subway, en los bancos del Central Park o, de ser necesario, hasta en las tuberías de construcciones. Para no preocupar a su familia, ¡a todos les escribía que era millonario! La verdad es que ninguno de los que abandonaron el país se volvieron millonarios, salvo un par de ellos (uno fue Julio Lobo quien, mucho antes, emigró a Cuba y se convirtió en “El Rey del Azúcar”; el otro fue Eduardo Batista que, en México, le fue muy bien con su sello disquero Peerless).

Pero Tito Coral sí se fue y triunfó, lo cual logró hacer en los Estados Unidos donde filmó varias películas, una o dos de ellas con Mae West. Al regresar a Caracas, ya no como actor sino como cantante, debutó en la radio y grabando el pasodoble Mary. Al joven Tito Coral — que se llamaba Pío— lo habían contratado para el cine por su “pinta” de indio mexicano, y con ese look, en un acto de audacia, de la caraqueña Parroquia de San Juan donde había nacido, de un solo tirón fue a parar a Hollywood. Dado su interés por dar a conocer la música de su propia autoría (que invariablemente componía de noche, con su guitarra) y la de su país, Lorenzo Herrera que, a su vez, nació en la caraqueñísima Parroquia de Santa Rosalía (en 1896), habría de convertirse en el primer cantautor que tuvo Venezuela y en el máximo exponente del criollismo urbano, hubo de comenzar por abajo tocando en pequeños restaurantes por propinas y componiendo los que luego serían impactantes éxitos. En una oportunidad, en la que se encontraba lavando platos, Raúl Izquierdo lo llevó al cabaret latino El Chico, y se lo presentó a Benito Collado, quien lo contrató de inmediato.

En ese entonces figuraba Ángel López como socio del Havana-Madrid. En ese local estuvo siete años, hasta que se abrió por su cuenta y fundó el Chateau Madrid. López era un astuto gallego con una buena pupila. Posteriormente fue el manager de Kid Gavilán y quien impulsó la carrera de Alfredo Sadel, en su famoso cabaret. Sadel envió por Aldemaro Romero, quien lo acompañó en el Chateau Madrid durante catorce semanas de éxitos y luego, durante la primera y más excitante parte de su carrera, de lo cual fue testigo Manuel Amengual. Antes, Ángel López había presentado, en el Havana-Madrid, a Alfredito Alvarado, el rey del joropo. El gallego tenía fe en el talento venezolano. A comienzos de los cuarenta ya le había dado una oportunidad, en El Chico, a Héctor Monteverde, quien triunfaba con El muñeco de la ciudad de Adrián Pérez, y a María Teresa Acosta, quien allí alternó con Juan Arvizu, Néstor Chayres, Chabela Vargas y Miguelito Valdés.

María Teresa, a quien Venezuela conoció posteriormente como actriz dramática en muchas novelas de Radio Caracas Televisión, pero antes se había dado a conocer a través de Radio Caracas con La Hora Íntima; pero eso ocurrió al regresar de Nueva York, después de 1945, adonde se había marchado en 1937. Gracias a su impecable dicción, fue contratada posteriormente, en los cuarenta, para transmitir los mensajes radiales en español que la Primera Dama norteamericana, Eleanor Roosevelt, le dirigía a los hispano-parlantes residentes en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra. En los estudios cinematográficos de Hollywood también fue la voz en español de grandes estrellas. Para la Metro-Goldwyn-Mayer, por ejemplo, fue la suya la que el público escuchó en la película Sangre y arena, doblando a Rita Hayworth, a quien también le “dobló” su voz en Verde luna, que la actriz le “canta” al torero Juan Gallardo, interpretado en la cinta por Tyrone Power.

Entre otras más, nuestra estrella criolla también dobló, en Hollywood, a la actriz Greer Garson en Mrs. Minniver Goes to Washington, que fue la película ganadora del Oscar en 1943. Pero su carrera comenzó en El Chico, donde Lorenzo Herrera le había abierto el camino, pues allí el criollo había sido muy aplaudido, a tal punto que en 1935 fue a verlo cantar Carlos Gardel, acompañado de la actriz Mona Maris. El cantante acababa de filmar Rubias de Nueva York (donde estrenó su composición con Lepera, El día que me quieras). El criollo le cantó a El Zorzal algunas de sus propias composiciones y, a petición suya, le escribió una para estrenarla en su visita a Caracas, en su próxima gira. La entrega no se concretó y Gardel viajó a Puerto Rico y luego, a Caracas, por lo que la canción de Lorenzo Herrera se quedó en el papel.

Al fallecer el general Juan Vicente Gómez (1935), comenzaron a regresar al país todos los artistas que se encontraban radicados en el exterior. Tito Coral, por ejemplo, regresó de Hollywood y Augusto Brandt, de Nueva York. Eso mismo hizo Lorenzo Herrera, a quien Caracas recibió en 1936, aplaudiendo sus boleros, ritmo que impuso en Radio Caracas que, unos meses antes, en diciembre de 1935, había dejado atrás su nombre original de Broadcasting Caracas, ante las amenazas de los recién inaugurados agitadores comunistas que se quejaban del nombre “gringo” (antes, con Gómez, no había “agitadores” pero aparecieron para nublar el gobierno de
transición, encabezados por la malévola dupla de Machado-Miquelena, a cuyos exaltados seguidores llamaban “los Miqui-Machi”).

Dado que Lorenzo Herrera había conocido a Augusto Brandt en Nueva York, de esa relación surgieron dos canciones someras del repertorio venezolano: la canción-serenata Tu partida y Besos en mis sueños, con música de Brandt y letras suyas. Durante sus largos años en esa ciudad, Lorenzo Herrera grabó sus canciones para los sellos Columbia y RCA Víctor, pero también participó en otras grabaciones de música venezolana, hechas por Izquierdo y artistas como el cubano Machito y otros. Entre sus composiciones más famosas figuran: La pelota de carey, Chupa tu mamey, Mi coletón, Canta tú, ruiseñor, Josefina y Compae Pancho, por años usado por los principiantes para el aprendizaje del cuatro.

Por ésas y por muchas más, Lorenzo Herrera fue llamado “el compositor de los 500 éxitos”. Todas esas pegajosas composiciones las cantó en Venezuela —con Vicente Flores y sus llaneros, en el Show de Saume, etc.— y, por supuesto, en sus giras a otros países donde incluía guasas y joropos, pero también canciones románticas. Dos de ellas fueron sus valses Tu amor fue una ilusión, cuya mejor grabación estuvo a cargo de Magdalena Sánchez, acompañada de un conjunto criollo con el arpa, doblada con gruesos acordes del piano; y El primer amor, que comienza con una verdad contundente: “El primer amor nunca se olvida...”.




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