Manuel Felipe Sierra
El 4 de agosto de 1967, Mario Vargas Llosa recibió el Premio Internacional de Novela “Rómulo Gallegos” en su primera versión en el Museo de Bellas Artes de Caracas, y que consistía en una medalla de oro, un diploma y cien mil bolívares. J.M Siso Martínez ministro de Educación y Simón Alberto Consalvi, presidente del Instituto de Cultura y Bellas Artes, junto a un Gallegos ya agobiado por los años, presidieron el acto. Podría decirse que más que una sesión protocolar fue la apoteosis del “boom literario latinoamericano”. El galardonado había obtenido ya en 1963 el premio” “Biblioteca Breve” Seix Barral, con la novela “La Ciudad y los Perros”, una distinción que representaba el bautizo de las nuevas generaciones de escritores que desde Barcelona -de la mano del editor Carlos Barral, la representante Carmen Balcells y el crítico Emir Rodríguez Monegal-, relanzaban las letras hispanoamericanas. Ahora Vargas Llosa era reconocido por “La Casa Verde”, una propuesta narrativa novedosa y magistralmente resuelta por quien compartía la disciplina literaria con el oficio de redactor de una agencia noticiosa francesa.
Vargas Llosa había venido acompañado por los más importantes escritores de un movimiento que reimpulsó las letras continentales, como Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, José Donoso y Gabriel García Márquez, vecino de Caracas diez años antes y que se presentaba con su camisa barranquillera, (“trapo loco” le decían sus amigos) y quien habría de quedar anotado para el premio siguiente con “Cien Años de Soledad”.
Como era lógico, en aquel momento el desembarco de intelectuales con fama de “izquierdosos” llamó la atención de los cuerpos de seguridad. El presidente Raúl Leoni se excusó a última hora de asistir al acto temiendo seguramente una provocación. Al novelista le propusieron que donara simbólicamente el valor del del galardón a los grupos rebeldes en las guerrillas, en un montaje publicitario muy de moda y que luego le sería devuelto, una propuesta que rechazó. Si tuvo interés en cambio en reunirse con el diputado José Vicente Rangel en la quinta “Araguaney” de la Alta Florida, autor del libro “Expediente Negro” y escuchar de éste, además como denunciante parlamentario del caso, una minuciosa explicación sobre el asesinato del dirigente del PCV Alberto Lovera, hecho con notable repercusión porque revelaba una monstruosa violación de los derechos humanos en un gobierno democrático.
“LA LITERATURA ES FUEGO” El día de la ceremonia Vargas Llosa almorzó en el apartamento de los escritores Adriano González León y Mary Ferrero en la urbanización El Bosque acompañado de otros intelectuales venezolanos, y en la vieja máquina de escribir ”Remington” del narrador trujillano, dió los toques finales a las palabras que leería en la noche. Casualmente, un año después González León ganaba el premio “Biblioteca Breve” en Barcelona con la novela
“País Portátil”.
Horas después, ante un auditorio a reventar en el Ateneo de Caracas el novelista dio lectura al texto
“La literatura es fuego” que comenzaba con la exaltación de un casi olvidado poeta también peruano José Oquendo de Amat:
“Este compatriota mío había sido un hechicero consumado, un brujo de la palabra, un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explotador del sueño, un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesaria para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo: con una diaria y furiosa inmolación”. Las palabras finales estuvieron dedicadas a exaltar la responsabilidad del creador más allá de los avatares políticos: “Nuestra vocación ha hecho de nosotros los escritores, los profesionales del descontento, los perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insurrectos y redentores del mundo, los insoportables abogados del diablo. No sé sí está bien o si está mal, sólo sé que es así. Esta es la condición del escritor y debemos reivindicarla tal como es”.Desde aquellos días Mario Vargas Llosa -merecidamente honrado con el Premio Nobel de Literatura en 2010-, selló una franca amistad con Venezuela y los venezolanos; ratificada a través de los años, pese a las circunstancias de la vida política y los propios altibajos históricos.