Una estampida kariña recibió a los primeros carros que cruzaron del llano hacia el Orinoco
Por Evarísto Marín: Cuando Ricardo Zuloaga y su caravana de Ford acamparon en el morichal de la estación telegráfica “Oficina”, los nativos no salían de su asombro: nunca habían oído una máquina
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En la Venezuela de comienzos del siglo XX era inevitable desafiar ríos, fangos y calamitosos arenales, para viajar en carro. Era todavía un país sin carreteras cuando Ricardo Zuloaga y otros siete excursionistas se atrevieron a cruzar, por los llanos, desde Caracas hasta las riberas del Orinoco, en 1919.


En esa riesgosa aventura, con tres Ford modelo T y un camión de provisiones, tenían casi dos semanas al momento de parar frente a la Estación de Telégrafos “Oficina”, cerca del río Tigre. Aquel ranchón de barro y techo de moriche, que servía las comunicaciones por sistema Morse entre el sur y el resto del país, estaba en lo que ahora es San José de Guanipa.

Los nativos kariñas, que en los primeros instantes abandonaron en desbandada el lugar en la cual se dedicaban a hilar palmas de moriche y a tejer chinchorros, comenzaron a congregarse alrededor de carros y viajeros. Jamás habían oído el ruido de una máquina.

Pronto parecían olvidados del susto y entregados con gran curiosidad a observar aquellos extraños aparatos rodantes, mientras el fundador de la Electricidad de Caracas y sus compañeros de aventura charlaban jovialmente con el operario de la Estación “Oficina”, un joven telegrafista que se valía de una robusta y paciente mula como único medio de transporte.

Aquel alto en el camino, suficiente para más de un chapuzón en el río Tigre luego de infernales jornadas de viaje por muy malos caminos, sin puentes para salvar los ríos y sin estaciones de servicio, sirvió para la feliz oportunidad de enviar mensajes telegráficos a los familiares, participándoles que !por fin! estaban prontos a llegar al Orinoco.


Para garantizarse suficiente abastecimiento, la expedición, promovida por Ricardo Zuloaga y su compadre y consocio, Carlos Stelling, transportaba de todo en el pequeño camión de la caravana: tambores con gasolina y aceite, comestibles, cauchos y tripas y un volumen bastante grande de repuestos: ejes, bujías, radiadores, rines. En fin, todo lo necesario para sortear cualquier falla mecánica.

Obviamente no podían faltar hamacas y mosquiteros, medicinas y bebidas. Lo más escaso, por paradójico que parezca, era la ropa. “Sólo puedes traer una capotera”, le había advertido Ricardo Zuloaga a su sobrino, Guillermo Zuloaga, uno de los más jóvenes excursionistas.

Este último narró que en Cantaura se ofreció de baqueano un arriero que hacía una vez por mes el recorrido hasta Ciudad Bolívar.
“Salimos de madrugada y a poco llegamos a las llanuras despejadas y a los primeros morichales. La palma moriche nos interesó sobremanera, aún más que la palma llanera. El baquiano nos explicó como los indios caribes la utilizaban para hacer sus chinchorros, techar sus casas, hacer sus arcos y por ultimo como alimento y bebida”.

Tras improvisar por dos noches un campamento cerca de “Oficina”, los excursionistas llegaron a Ciudad Bolívar, en medio de un alegre recibimiento. En una barcaza cruzaron el Orinoco, desde la desembocadura del río La Peña.


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