Cuanto más se sube, más compromiso hay; cuanto más cariño el público da, aumenta la obligación
No se puede ser ídolo dando lo Mínimo
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Por Hernán Quiroz Plaza


En 1994, Colombia llegó al Mundial "USA 1944" como candidato fijo al título con un plantel que se paseó en las eliminatorias Sudamericanas con figuras como: René Higuita, Faustino Asprilla, Freddy Rincón, Adolfo Valencia, "El Pibe" Valderrama, Leonel Alvarez... Un equipazo. Sucedió lo inesperado, en el primer partido, Colombia cayó goleada 1-3 a manos de Rumania, con un espectacular gol de Gheorghe Hagi. El segundo partido también fue derrota, 1-2 con Estados Unidos con autogol del central. Un final doloroso. Andrés Escobar Saldarriaga, tuvo la personalidad y la valentía para volver al país y poner la cara tras el fracaso de la Selección Colombia en el Mundial de "USA 1994", terminó asesinado, el 2 de julio de ese año. Muchos calificaban a la selección cafetera aún sin jugar ese Mundial, campeones mundiales y que los colombianos no tenian mucho que demostrar para traerse el título a Sudamerica. En 1982, Argentina arribó al Mundial "España 1982" también con el título de campeón mundial y el mejor plantel de su historia. A Fillol, Kempes, Bertoni, Ardiles, Passarella, Tarantini, Valdano se habían sumado Maradona con 21, Ramón Díaz con 22 años (un crack), Olarticoechea con 23… Mucho equipo.

A poco del arribo, el zaguero Jorge Olguín exteriorizó un pensamiento que resumía el de todos sus compañeros y del técnico Menotti: “No tenemos nada que demostrar, somos los campeones del mundo”. Unos pocos días después, la selección albiceleste debutó en el Camp Nou ante 95.000 personas perdiendo contra Bélgica 1 a 0, jugando feo y mal. Un papelón. Y no la Bélgica actual de Lukaku, Hazard, De Bruyne… Aquella era una Bélgica oficinesca, desabrida y sin estrellas, que luego apenas pudo vencer a El Salvador por la mínima. Conste que los salvadoreños llegaban con un triste récord: cuatro días antes habían recibido la peor goleada de la historia de los mundiales: 10 a 1 con Hungría.

“No tenemos nada que demostrar”. Siempre hay que demostrar. En todos los órdenes de la vida. Siempre hay que estar preocupado, alerta, inquieto, hasta con un soplo de temor. Ayuda a tener la guardia alta. Cuando el Santos de Brasil salía de gira por diez o quince países, el tema era más o menos así: Pelé hacía dos goles en Montevideo un domingo, tres en Buenos Aires un miércoles, dos en Santiago un sábado, tres en Lima el lunes siguiente, dos en Guayaquil el jueves, uno en Bogotá el domingo y así todos los partidos hasta volver a Brasil. Pelé no tenía la suerte de aquellos del 82 y 94: era Pelé y tenía que corroborarlo cada 72 horas. Porque se pagaba para verlo a él. El fútbol no se televisaba y el público llenaba el estadio, quería comprobar si eran ciertas las maravillas que se contaban de O Rei (que lo eran). En tal sentido, Messi es un espejo de Pelé, un ejemplo de compromiso: siempre da el presente y sale a dar todo, de allí su increíble regularidad en la excelencia. Este próximo octubre cumplirá 17 años en Primera División y entra al campo con la misma consigna del primer día. Sabe dónde juegará, lo que va ha cobrar, entiende que tiene centenares de millones de fans en el todo el mundo (solo en Instagram son 236 millones de seguidores), se cuida científicamente, no falta nunca a un partido y trata de devolver la idolatría con juego, con alegrías y con profesionalismo.

El preámbulo viene a cuento de la declaración de James Rodríguez (“No tengo nada que demostrar”). Dicho con el máximo respeto y aprecio, James: siempre hay que demostrar. Cuanto más se sube, más compromiso hay; cuanto más cariño el público da, aumenta la obligación. Hay millones de colombianos que lo quieren y esperan de él no solo que brille, sino que juegue todos los encuentros, se entrene al máximo, lleve la vida de un atleta, esté disponible siempre, empatice con el técnico, se sacrifique. Y no solo fama y redes sociales: cancha, goles, presencia, entrega.

No se puede ser ídolo y ultramillonario dando lo mínimo. No se puede vivir un año tras otro de declaraciones y luego victimizarse por lo que la prensa diga. Cuando James eligió a Jorge Mendes (manager) sabía las normas del portugués: Mendes te va a convertir en un hombre inmensamente rico, te va a conseguir siempre un gran club (aunque te falte una pierna, él te dará un Madrid, una Juventus), pero tiene una organización enorme detrás que enarbola una consigna: que se hable de ti. Que salgas todos los días en la prensa. Si no es por lo que juegas, al menos por tus autos de lujo, por tus mansiones, tus abdominales, tu yate, tu glamur… Pero que se hable siempre. Un amplio equipo de ejecutivos de prensa se encargará de amplificarlo y de impactar con ello. Eso mantiene el producto en el estante más alto. Pero luego no te puedes quejar de que “la prensa dijo…”, son las reglas del juego que tú juegas. Y también, cada tanto, hay que entrar al campo y demostrar.

Luis Díaz ya anotició al continente de que es un crack, a partir de ahora más que nunca deberá ratificarlo cada vez que salga al campo. Se le exigirá. Y veremos de qué madera está hecho (aunque creemos que es madera noble). Seguro va a pasar del Porto a un club de más calado. Le harán un contrato que multiplicará varias veces el actual, y se le pedirá más. Y cuando Colombia esté en una situación límite, querrán que él gane el partido. Esa muletilla de que “él no tiene la culpa del contrato que le hicieron” es falsa: su representante, con su anuencia, pidió lo que cree justo recibir. De modo que el futbolista debe rendir en consonancia con lo que dice merecer ganar. Justamente, cuando se consigue un contrato millonario, más obligado se está. Cuando se es ídolo, igual.

En el instante de ingresar a la categoría de millonario se empieza a luchar contra un enemigo invisible, que te va corroyendo el ímpetu: el aburguesamiento. Es una pelea desigual en la que se pierde casi siempre. Cuando se tienen cuarenta o cincuenta millones de dólares en el banco, el individuo confiesa: “Soy el mismo de siempre, el chico de mi barrio, no he cambiado nada”. Y en verdad así lo siente. Pero está aburguesado y no lo nota. Toma todo con calma budista. “Perdimos, pero ya tendremos revancha”, “El próximo año trataremos de hacerlo mejor”. “Si no clasificamos al Mundial, mala suerte, habrá otros mundiales”. Y la peor de todas: “No tengo nada que demostrar”.

Además de un magnífico entrenador, Reinaldo Rueda es un hombre sin tacha: no convocó a James para las últimas jornadas de la eliminatoria y la Copa América porque seguramente recibió un dictamen médico indubitable: no se recuperaría a tiempo para hacer fútbol de alta competencia. Pero no es rencoroso: en septiembre volverá a convocarlo. Y no le pedirá ninguna explicación por sus expresiones contra él (para el grupo Mendes, que un futbolista de su escudería no sea convocado a su selección es una afrenta grave contra el negocio). Reinaldo entenderá lógica su molestia: jugador que no es tenido en cuenta se irrita y levanta la voz, protesta. James volverá a la Selección, a la que puede serle útil. Pero no debe equivocarse: sí tendrá que demostrar.




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