Un secreto verde que guardan las nubes
Surcuito, la vida es el camino
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Por Faitha Nahmens Larrazábal


Invisibles, o haciendo a las volandas súbitas apariciones, pían, trinan, croan, silban, cantan; quién sabe cómo tendrá las plumas, los bigotes o el caparazón el misterioso ejemplar de ojos rojos que parece que toca la flauta. A medida que se avanza sobre el lecho de hojas húmedas —crujen cuando se filtra el sol y las seca— se hace más sobrecogedor el recital, y más intenso su volumen. Eco que da aviso de las coordenadas del oasis verde y sus confines, en el siguiente movimiento se suma la pertinaz llovizna, asumiendo el bajo o la percusión. En medio de la algarabía que rebota en las nubes bajitas, a mano, vistiéndonos de blanco, asombra que alguien haga referencia al plácido silencio. Lo que quiere decir es que no es posible oír a estas alturas ni un perro, ni la corneta de un automóvil, ni un grito de miedo.
Mágicos. Oscuros. Secretos. Así son los bosques nublados. También cada vez más escasos en todo el mundo. Al sureste de la ciudad que, tenaz, no deja de ser monte y culebra —y se le agradece—, este bosque que se alza a 1400 metros sobre el nivel del mar es como el interior de un vientre fecundo: exultante contenedor de vida.



Reservorio natural que parece un portal de acceso al paraíso, en este corte montañoso de 550 hectáreas cohabitan las organizadas hormigas, pájaros de todas las especies, plumajes, colores y tamaños, helechos gigantes, plantas con hojas de formas impensadas, como espinas de pez, lanzas infinitas o como flores, hongos enormes, la mariposa azul y un hallazgo para celebrar: una novena de jóvenes nogales, ese árbol que se había dado por extinguido luego que por su exquisita madera fuera destinado por siglos —desde tiempos de la Colonia eran los nogales de Caracas propiedad de la corona española— como el donante primordial con el cual elaborar el mobiliario real. “Hay plantas que no dan la batalla ante sus depredadores —insectos—, y crecen rápido para multiplicarse y dejar hijos que garanticen la especie; el nogal crece lento, estará en buen tamaño en 25 años, hasta entonces y como mecanismo de defensa secretará acideces que lo harán poco apetecible”, sabe el fotógrafo y observador de pájaros David Ascanio.

Forma de ver y querer lo verde, Surcuito —así se llama esta experiencia guiada al edén— es una aproximación ecológica, amorosa, de valoración del bosque nublado caraqueño, “el que garantiza la sabrosa temperatura de la ciudad, junto con el Ávila”, acota Alberto Blanco, ecologista de pura cepa y de Explora. “En el planeta han ido desapareciendo los bosques nublados por efecto del crecimiento urbano, tenemos que defenderlos desde el convencimiento de que son pulmón y fuente de vida, los ríos nacen en los bosques nublados”. Surcuito es además un programa diseñado para el enamoramiento de la naturaleza que estalla en cada aleteo; en la que estamos: “no es que vamos a ella, es que en ella vivimos”. La idea es conocer y reconocerla, caminarla, olerla; no otro es el plan: asumir que hay que defenderla con su prolífica biodiversidad de nosotros mismos.



Surcuito es asimismo un placer concebido como caminata, es una convocatoria —no más de una decena de adoradores de nuestra privilegiada biosfera por vez—, que propone la observación atenta a los recados verdes que da del medio ambiente y a las pistas que nos ofrece el camino para entender mejor cómo está enlazada desde la tierra hasta el cielo. Lo que ocurre en silencio y sin que lo veamos, raíz adentro, y lo que implica el vuelo de un pájaro que lleva semillas en sus patas. “Sospecho que el cambio climático producirá en Caracas un efecto menos negativo, hay que reconocer tal suerte: pese a la sequía que afecta a todo el planeta, la ciudad parece volverse más húmeda, eso es una bendición”, desliza Diana Henríquez, paisajista y socia de John Sttodard —el arquitecto que trabajó junto con Burle Marx en el diseño de esa esmeralda caraqueña llamada Parque del Este—, y quien reconoce cada planta, sus avatares y sus ciclos.

Antecedido el trayecto por un desayuno linajudo a cargo de una venezolana señera, enamorada sin ambages de lo nuestro, léase María Fernanda Di Giacobbe —la chef y maestra cacaotera propone empanadas de rellenos varios, quiches y tortillas y jugos deliciosos ideales para los indecisos: guayaba, cambur y lechosa todo junto, además de café y cacao para cerrar— da la bienvenida: “La experiencia sensorial que viviremos tiene un propósito, asumir desde la consciencia el verde que urge y comprometernos con cada especie, con cada guiño de vida, empiezo a reconocerlas y por eso a amarlas”. Después dictará cátedra sobre el cacao y su parecido con el gentilicio: “Al Oeste del país, el cacao tiene un sabor más delicado; hacia Oriente, más extrovertido, más acusado, más reilón”.



A lo largo de seis kilómetros tiene lugar la reveladora experiencia: no somos los dueños del mundo, tampoco lo es el rey león: somos parte de un ecosistema que hay que entender no zaherir. Se comienza la exploración en Topotepuy, ese espacio que contiene y preserva la vida donde se le rinde pleitesía a la botánica, y que ese par de visionarios, Katty y Williams Phelps, sus devotos cuidadores iniciales, convirtieran en referente verde para el estudio y la contemplación, y es tregua para nuestras neuronas. El destino, donde concluye el trayecto, es la Quinta Samambaya, patrimonio municipal, isla moderna rodeada árboles. Se trata de una casa representativa de la modernidad y la cultura caraqueñas, en la que la arquitectura se vuelve arte. Balcón sobre el valle celebrado por creadores y estudiosos, el trayecto cumplido deja en todos una sonrisa tatuada. Que crece más todavía cuando Jimmy Marull, el audaz que ostenta el récord de atravesar pilotando una avioneta las entrañas del Sarisariñama, anuncia que el 22 de julio su globo aerostático estará allá para que alcemos vuelo con Julio Verne.

De asombro en asombro, imborrable la imagen captada por entre pasajes sinuosos de una nube de colibríes —en Venezuela hay casi 150 especies de las 350 que en el mundo hay—, cuyo aleteo vertiginoso, incesante, imposible se mide en más de 300 veces por minuto; así, con ese revoloteo taquicárdico e hiperkinético liban en los abrevaderos servidos del néctar. También dejará boquiabiertos a los caminantes la araña que parece vernos con su ojo enorme de embuste con el que asusta a quien se atreva. Y pasmará el cortejo de aquellos pájaros que bien podrían inspirar al Cirque Du Soleil: en ordenada fila y turnándose uno a uno, en rotación ordenada, los machos, sobre una ramita, dedican su coreográfico performance a la única invitada a la función, una hembra escondida que escogerá, seducida, al que mejor le parezca.



Por los taludes que conectan las casas Samambaya, de la familia Boulton, y la casa de María Fernanda Di Giacobbe, la número 5, en la vía a Sartenejas, los caminos verdes del fondo son exultantes. Enlazados los terrenos con el cacao, los vecinos han hecho alianzas a favor de ese fruto autóctono y mundialmente apetecido que es nuestro. Así, mientras siembran con sabidurías adquiridas de terceros, el arquitecto Gonzalo Denis y la gran cacao María Fernanda Di Giacobbe convierten ambas casas en laboratorio: el cacao prefiere el calor y está siendo cultivado a cientos de metros más arriba de su gusto. Si prospera, tendrán plantíos al lado de los árboles que darán sombra pero no absoluta. Y tendrá Di Giacobbe en su casa su causa. Además de perros, caballos, ovejas, un burro gris llamado Palomino.

A la hora de almuerzo, Jesús Enrique Churry Méndez se esmera —tortilla de pescado, frituras de ocumo, ensalada— y no hay quien no crea que lo que ha visto es pura verdad, como el vientre de la canción de Serrat. Paseo al cielo que deja bien claro qué toca hacer, también nos saca sonrisas cuando confirmamos que tenemos con qué. Que la vida no está en otra parte sino a pata de mingo, que es el camino, y que debemos votar unánimemente por ella.





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