Por Martín Caparrós: Casi nadie dice o cree que lo opuesto de la desigualdad sea la igualdad
¿Qué es la igualdad?
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Un fantasma recorre América Latina, y lo guía una palabra. Chile despertó, Bolivia se parte, ardió Ecuador, Colombia se levanta, Argentina votó, Perú se depura, Brasil desespera, México clama, y en todos lados la palabra es la misma: “desigualdad”, como en “efectos de la desigualdad”, “rechazo de la desigualdad”, “la lucha contra la desigualdad”.

La desigualdad es la razón de tantas cosas. La mentamos, la medimos, la deploramos, la comparamos: llevamos décadas jactándonos de que América Latina es la región más desigual del mundo. Y no es que el mundo no compita. Muchas voces alertan de que se está volviendo cada vez más desigual: que los ricos son más y más ricos y los pobres, en comparación, más y más pobres. Oxfam lo sabe mostrar con cifras impactantes. Por ejemplo, que las 26 personas más ricas del mundo poseen lo mismo que la mitad de la población del planeta, unos 3.800 millones de personas. La desigualdad está por todas partes, pero a nosotros nos gusta saber que a ese juego no nos gana nadie y exhibimos, para confirmarlo, nuestros Ginis. El índice o coeficiente de Gini es la medida más usada para medir el grado de concentración de la riqueza: cuanto más alto más desigual y América Latina tiene, en conjunto, el Gini más alto del planeta. Y eso que bajó: en 2002 su Gini medio era de 53 puntos y ahora es de 46, encabezada por Brasil con 53.3. Para comparar: la media de los países europeos está alrededor de 30 puntos —España en la punta con 36.2—. Canadá tiene 34, Estados Unidos 41,5, México 48,3.

Latinoamérica es desigual por muchas razones pero, sobre todo, porque puede. Hay sociedades donde los más ricos necesitan que los más pobres sean menos pobres, donde los precisan para crear o consumir las riquezas que los enriquecen. Las economías latinoamericanas, en general, no: basadas en la extracción y exportación de materias primas —desde la soja al cobre, del petróleo a la coca—, pueden funcionar más allá de esos millones de personas que no son necesarios ni para producir ni para consumir. Solo se necesita contenerlos: que no hagan demasiado lío, para lo cual alcanza con darles su limosna.

Repartir lo menos posible pero repartir algo: los pobres presionan, piden, a veces incluso exigen. En la primera década del siglo, la pobreza y la desigualdad disminuyeron porque sus materias primas alcanzaron precios notables y sus gobiernos decidieron o aceptaron que no todo debía ir a los bolsillos de siempre. Pero hace cinco años esos precios empezaron a caer y la pobreza dejó de disminuir o, en varios países, aumentó.

Poco a poco, las calles latinoamericanas se levantaron contra eso: los que habían mejorado su situación lo suficiente como para poder desear ciertas cosas ahora quieren tenerlas. Esas cosas pueden ser una lavadora, el respeto, una casa con cloaca, la opción de comer todos los días o la de votar representantes que los representen algo más. Es lo que empezó a pasar en Brasil en 2013 y siguió desde entonces en muchos países de la región. Pasa, ahora mismo, en los ejemplos más exitosos de los modelos supuestamente opuestos: el neoliberal en Chile y el progre en Bolivia. La causa última, en ambos, sería la desigualdad. Que está por todas partes. Incluso los economistas más liberales, que solían alabarla como un modo de fomentar la competencia y la productividad, se alarman y dicen que tantas diferencias crean una situación riesgosa. Y, por supuesto, los progres la condenan como una aberración y suelen usar esa condena como argumento para acceder al poder. Así que casi todos estamos contra la desigualdad: algunos por principio, otros por si acaso. Estamos en contra, decididamente en contra, solo que no sabemos qué es lo contrario.

La gran política, en general, está hecha de opuestos indudables: lo contrario de la esclavitud es la libertad, de la monarquía la república, del machismo la paridad de géneros. Pero casi nadie dice o cree que lo opuesto de la desigualdad sea la igualdad.

La igualdad apareció como bandera en 1789, cuando la Revolución francesa la hizo, junto con la libertad y la fraternidad, su lema. Pero entonces se trataba de igualdad política y jurídica: que nadie tuviera privilegios por razón de su cuna o condición, que todos los hombres —no las mujeres— fueran, por fin, iguales ante la ley: que todos fueran ciudadanos. Casi cien años después, otros movimientos europeos proclamaron que la igualdad debía ser económica y social: que todos los ciudadanos tuvieran más o menos lo mismo, que todo perteneciera a todos. Se llama socialismo y sus intentos no funcionaron. Ahora, la mayoría de los biempensantes que se manifiestan contra la desigualdad no proponen esa igualdad. Pero no está claro qué proponen.

Hay quienes hablan de “igualdad de oportunidades”: la idea de que todos tengan las mismas opciones de partida y cada cual se desarrolle según su capacidad y voluntad y vaya construyendo sus desigualdades; la idea de que la vida es una carrera de obstáculos y lo que hay que asegurar es que todos puedan empezar a correr en la misma largada —y después, en la pista, los más fuertes se quedarán con los triunfos y el resto habrá perdido su oportunidad—. Es muy obvio que es falso: los más ricos tienen infinitamente más oportunidades que los más pobres; el origen y sus ventajas son la forma más radical de la desigualdad.

Muchos, entonces, se refugian en cierto sentido común: bueno, que no haya taaaanta desigualdad. Su meta no es la igualdad sino la mesura: limar los extremos. No condenan que haya un mecanismo por el cual algunos se apropian de lo que otros producen, sino que se apropien demasiado. El problema es la medida: ¿cuánta es tanta? ¿Qué es lo tolerable y lo que no? ¿Que todos tengan acceso a servicios de salud aunque uno tenga los mejores cuidados inmediatos y otro tenga que demorar tres meses su consulta? ¿Que uno espere vivir hasta los 80 años y otro hasta los 68? ¿Que todos tengan techo aunque uno lo tenga enorme y otro chiquito pura lata? ¿Que todos coman aunque unos se lleven el lomo y el salmón y otros el guiso graso? ¿Que todos puedan educarse aunque uno lea en cuatro idiomas y otro con suerte entienda el diario?

Los conceptos relativos siempre son incómodos: ¿quién define cuál es el grado razonable, el grado soportable de desigualdad? El absoluto, en cambio, es fácil de entender y muy difícil de realizar. Así que, aunque casi todos deploramos la desigualdad, casi nadie sabe o se atreve a definir su opuesto. Hay un gran acuerdo en que algo es malo, ningún acuerdo en cómo sería bueno.

—Cuando lleguemos a la presidencia combatiremos esa desigualdad que emponzoña la vida de nuestra sociedad.
—Por supuesto, señor candidato. ¿Y qué forma de igualdad quiere oponerle?
—Bueno, como le diría…

Definir lo contrario de la tan denostada desigualdad sería definir el proyecto —político, económico, social— de cada sector. Sería empezar a aclarar ciertas cosas, a ponerse en camino. Que eso parezca tan lejano es, casi, un signo de los tiempos.


Tomado de The New York Times