El país tenía un historial brillante de inoculación nacional. Sin embargo, durante la pandemia ha sido uno de los países con peor desempeño. ¿Qué salió mal?
Brasil, ¿Era un ejemplo mundial?
      A-    A    A+


Por Vanessa Barbara


Cuando hablamos de programas de vacunación contra la COVID-19, hay algunos países que han superado las expectativas y otros que se han quedado sorprendentemente atrás. Y luego está Brasil. Vacunar a más de 210 millones de personas puede sonar intimidante, pero para Brasil no debería serlo en realidad. El país tiene uno de los sistemas de salud pública universal y gratuita más grandes del mundo y un historial sobresaliente de vacunaciones y control de enfermedades. El Programa Nacional de Inmunizaciones, creado en 1973, fue clave para la erradicación de la polio y la rubéola en Brasil y en la actualidad ofrece más de veinte vacunas gratuitas en todos sus municipios.
Aunada a la infraestructura para distribuir las vacunas, se cuenta con la experiencia para hacerlo: en 1980, el país vacunó a 17,5 millones de niños contra la polio en un solo día. En 2010, se administraron más de 89 millones de dosis de la vacuna contra la gripe porcina en menos de cuatro meses. Además, el año pasado más de 70 millones de brasileños recibieron su inyección anual contra la influenza. Nos tomamos la inmunización tan en serio en esta nación que hasta tenemos una mascota para las campañas de vacunación, una adorable y sonriente gota blanca de 1,82 metros llamada Zé Gotinha, nombre que podría traducirse algo así como Pepe Gotita. (Este glorioso héroe nacional al parecer se negó a estrecharle la mano al presidente Jair Bolsonaro durante un acto oficial en diciembre).
 
A pesar de esas ventajas, sin embargo, la distribución de vacunas en Brasil ha sido dolorosamente lenta e inconstante y afectada por la escasez. El programa a nivel nacional comenzó el 18 de enero, más tarde que en otros más de cincuenta países, y a su ritmo actual tardará más de cuatro años en finalizarse. Algunas de las ciudades más importantes —como Río de Janeiro y Salvador— ya han tenido que suspender sus campañas por problemas de suministro. El fracaso equivale a un desastre en un país en el que la pandemia ha causado terribles daños —ciudades a lo largo del río Amazonas, como Manaos, han sido abandonadas a su suerte— y han muerto 250.000 personas, la segunda cifra más alta en el mundo después de Estados Unidos. Así que, ¿qué salió mal? Tal vez deberíamos preguntarle a Zé Gotinha, pues él parece saber exactamente quién tiene la culpa.

Desde el principio, el gobierno de Bolsonaro le restó importancia a la seriedad de la pandemia. El presidente se opuso al uso de cubrebocas, a las medidas de distanciamiento social y comparó el coronavirus con una lluvia que caería sobre la mayoría, pero solo ahogaría a algunos. (“De nada sirve quedarse en casa a llorar”, dijo recientemente después de que el país registró 1452 muertes en un solo día). En pleno brote, se deshizo de dos ministros de Salud (ambos médicos) que amenazaron con contradecirlo y los remplazó con un general del ejército.

Por si fuera poco, Bolsonaro no solo empleó los fondos de emergencia para comprar y distribuir fármacos no aprobados contra la COVID-19 incluso después de que se había demostrado que eran ineficaces, sino que también rechazó muchas ofertas de dosis de vacunas. En agosto, Pfizer ofreció a Brasil 70 millones de dosis, con una entrega que habría comenzado en diciembre, pero el gobierno no mostró interés. La compañía hizo otras dos propuestas sin obtener resultados. Cuando se le presionó para que diera una explicación, el ministro de Salud de Brasil afirmó que los términos del contrato (los mismos de los contratos con todos los demás países) eran “abusivos”. Bolsonaro se quejó de que Pfizer no asumirá la responsabilidad si las personas se convierten “en Superman, si le sale barba a alguna mujer o si un hombre empieza a hablar en un tono agudo”. Por lo tanto, continuó sus esfuerzos para desacreditar la vacunación y promocionó un imaginario “tratamiento temprano” contra la COVID-19.

Bolsonaro incluso encontró tiempo para oponerse a la propuesta presentada ante la Organización Mundial de la Salud por India y Sudáfrica de levantar temporalmente las restricciones de patentes en las vacunas contra la COVID-19. Al parecer, no fue de su interés que se les permitiera a los países en vías de desarrollo, como Brasil, manufacturar vacunas más pronto y a una escala mucho mayor. Al final, por la presión del público, el gobierno federal comenzó a planear un programa de vacunación. Sin embargo, se enfocó en un solo fabricante, AstraZeneca, cuyos ensayos tomaron más tiempo que los del resto de las farmacéuticas. Posteriormente, surgieron otras dificultades. Después de la aprobación de la vacuna en enero, hubo un retraso en el envío. Además, el vuelo con dos millones de dosis provenientes de India fue pospuesto una semana.

Bolsonaro también pasó meses atacando a la otra vacuna ahora disponible en Brasil (CoronaVac, desarrollada por la empresa china Sinovac) porque fue respaldada por el gobernador de São Paulo, un rival político y posible competidor en la contienda presidencial de 2022. (Bolsonaro incluso celebró la muerte de un participante del ensayo clínico de CoronaVac, aunque más tarde se determinó que esa muerte no estuvo relacionada con la vacuna). Cuando se retrasó la producción de la vacuna de AstraZeneca, Bolsonaro tuvo que recurrir a los suministros de CoronaVac que el gobernador de São Paulo había logrado reunir. No hubo palabras de agradecimiento.

Brasil ahora está expandiendo de forma gradual la producción local mientras espera la llegada de más dosis que están en camino provenientes de India y de las instalaciones de Covax, un programa de distribución global de vacunas. Sin embargo, todo ocurre en cámara lenta. Dos millones de dosis ahora, cuatro millones un mes después.

The New York Times.