El exrector de La Universidad de Los Andes (ULA) reflexiona sobre la crisis de la institución universitaria del país.
La Universidad Venezolana Hoy
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Por José Mendoza Angulo


Están apareciendo y divulgándose con bastante rapidez las más diversas opiniones sobre la calidad de la situación universitaria venezolana actual. En todas esas opiniones, con matices, se pueden constatar preocupaciones con rasgos comunes, aún cuando las mismas no se manifiesten explícitamente en los escritos y comentarios a los que hemos tenido acceso. Como el agua que se escurre entre las manos, las expresiones de la vida universitaria que hemos conocido, en medio de las cuales nos hemos formado quienes hemos tenido la suerte de recibir una educación superior, las que han permitido la edificación de una cultura nacional sobre la vida universitaria, incluyendo la supervivencia de las propias instituciones universitarias, parecieran estar al borde de una crisis total que comprometería su propia existencia. La situación estimula entre quienes han adquirido un cierto grado de valoración de la realidad, más que una reacción proactiva una preocupación instintiva de que hay que hacer algo aunque no se sepa qué.

Prácticamente, sin darnos cuenta, y no estamos incurriendo en una exageración premeditada, el silencio de los cementerios que desde hace un año nos ha impuesto la pandemia del covid-19, ha removido en muchos universitarios el sentimiento de miedo que suele aparecer cuando la luz se apaga. Y como, por lo general, el miedo no se reconoce sino que se niega o se disimula, las preocupaciones puestas de manifiesto por quienes creen estarse ocupando de la situación universitaria, no son el fruto de una comprensión racional del problema sino el resultado ingenuo de las limitaciones de la capacidad para ubicarlo en el contexto correspondiente. A riesgo de que se nos censure por simplificar excesivamente las formulaciones o proposiciones que se han hecho y que probablemente la mayoría de los universitarios conoce, presentamos el siguiente balance:

Hay quienes piensan y creen, más con las agallas que con la cabeza, que si se logran realizar elecciones universitarias para remover y renovar los trenes directivos institucionales que ejercen sus funciones en la actualidad más allá del término de las previsiones legales, ese sería un “paso legal fundamental”, aunque inconstitucional, para despejar el camino hacia la superación exitosa de las dificultades actuales.

Otros, más cercanos de las preocupaciones de tipo gremial y, evidentemente, con un craso desconocimiento de las cuestiones económicas y una muy limitada apreciación de las razones que mueven a la política, piensan que hay que insistir frente al Estado por un nuevo y más justo tratamiento financiero de la educación superior que debe comenzar por reparar el envilecimiento de las condiciones materiales de trabajo y de vida que ha llevado a los universitarios a un penoso estado de empobrecimiento y a las instalaciones universitarias a un grave deterioro. Dicen e insisten que sin reparar esta injusticia no hay manera de plantear la reapertura y normalización de la vida universitaria.

Y hay algunos respetables académicos que, con más generosidad e ingenuidad que penetración racional del problema, postulan que quienes hemos tenido la oportunidad de ejercer la dirección de las Universidades seguramente guardamos en el almacén de nuestras experiencias alguna fórmula que, aireada en un bien redactado documento, puede ofrecer luces que nos ayuden a salir del atolladero.

Para evitar confusiones aclaremos que, cuando hablamos de crisis universitaria, no nos referimos a hechos o prácticas que sin duda horadan el desempeño normal de la Universidad pero que no tienen la entidad de problemas que lesionan la esencia de la institución. Parafraseando la expresión de un respetable y reconocido político venezolano, que referimos a la Universidad, la crisis aparece cuando la institución se convierte en un océano de profesores, estudiantes, empleados y obreros, papeleo en exceso, dependencias y programas pseudo-académicos cumpliendo funciones que no le corresponden a la Universidad, y todo el conjunto con un centímetro de profundidad. Con toda franqueza me permito afirmar que de la actual crisis universitaria no vamos a salir de verdad mientras que el país no empiece a reconstruir una democracia superior y eche las bases para sacar a la economía del hueco en el que está metida, y mientras los universitarios no revisemos y, eventualmente, cambiemos las viejas ideas que tenemos sobre la Universidad. Además de los apuros y dificultades por los que estamos pasando que nos han amargado bastante el espíritu, el que nos espera será otro trago amargo que molestará, por algún tiempo, la garganta de todos los venezolanos después de resuelto el problema político central que atenaza a nuestra sociedad. Y el trago será más amargo si nos negamos a entender que el telón de fondo del drama venezolano actual es el intento, en desarrollo, por construir, en el siglo XXI, un país comunista, así a secas, de acuerdo al patrón teórico formulado por Carlos Marx en el siglo XIX; al modelo de dirección político-administrativo diseñado por Vladimir Ilich Ulianov –Lenin- a comienzos del siglo XX en Rusia, y con las peculiaridades policiales del actual socialismo cubano, pues según ese esquema, es de la esencia del socialismo que el gobierno, la política económica y la política social estén entretejidos.

El trago amargo al que nos referimos lo encontramos muy bien dibujado en el párrafo con que comienza el artículo de Víctor Álvarez correspondiente a la semana pasada en el diario Tal Cual, cuando presenta entrevista radial hecha al economista Leonardo Vera. El texto dice así: “El nuevo gobierno que resulte de unas elecciones limpias y transparentes recibirá un país en ruinas y tendrá que aplicar drásticas medidas para corregir los desequilibrios macroeconómicos que causan la escasez e hiperinflación. Para aliviar el déficit fiscal y erradicar el financiamiento con emisiones de dinero inflacionario, se verá obligado a sincerar las tarifas de los servicios públicos de electricidad, agua, gas y telecomunicaciones, lo cual no sería bien recibido en un país exhausto, castigado por una prolongada escasez y voraz hiperinflación. Por eso a las medidas de ajuste macroeconómico suele atribuírseles un impacto social y costo político que desemboca en el fracaso de los gobiernos que las aplican”. Por supuesto, la Ciencia Económica ha mejorado sus herramientas de política económica y las instituciones financieras internacionales han aprendido las duras lecciones de la experiencia, pero quien tenga dudas y se niegue a examinar crudamente la realidad no tiene más que evocar el ajuste macroeconómico llevado adelante por el Presidente Carlos Andrés Pérez en su segundo gobierno, que no alcanza la profundidad que tendrá el que veremos en el futuro. Este largo paréntesis de nuestro escrito no debe interpretarse como la conclusión de que frente a la crisis universitaria no hay nada que hacer por el momento. Mientras seguimos arrastrando los problemas que nos agobian, que se han convertido en una pesada herencia, y mientras logramos conquistar algunas compensaciones que nos permitan poder respirar sin las angustias de la asfixia, debemos encontrar el tiempo y el espacio para pensar y llegar colectivamente a propuestas para una nueva Universidad más académica, más dedicada a la producción científica, promotora de niveles de postgrado de la más alta calidad, que investigue, escriba y publique, y, por supuesto, despojada de los pesos muertos que en la actualidad entraban su desarrollo.