La serenata es ideal para que un hombre tímido le declare amor a su amada; y, si es muy tímido, puede rematar con un ramo de flores al día siguiente.
Serenata con Corrida
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Pero dar una serenata no es garantía de amor eterno, pues la emoción del momento no prevé que las cosas puedan terminar mal

Por Eleazar López-Contreras


Mozart y Beethoven no daban serenatas, pero las componían. Se trataba de divertimentos para pequeños grupos de cámara que alcanzaron enorme popularidad durante el siglo 18. De ese reducido número de instrumentos, este alegre y desenfadado estilo pasó a la orquesta de manos de Brahms y Dvörak; pero Albéniz, Debussy y Ravel lo redujeron al piano, mientras que Schubert y Richard Strauss lo adaptaron al lied. La serenata de salón era un género cuyo nombre se deriva de “sereno”, que se refiere a lo calmado o reposado de la tarde, cuando anochece. A esas horas tranquilas, esos pequeños grupos de instrumentos ambientaban las veladas en los palacios de los aristócratas.

El origen del nombre de esa música y de esas amables y románticas tenidas, se remonta a las dulces baladas que los enamorados cantaban al atardecer, a la ventana de su amada. De ese remoto origen surgió la serenata, que pasó del vesperal a la noche, pues la serenata nocturna tomó vuelo en los países latinoamericanos que, desde sus comienzos, fueron marcados por un inusitado romanticismo. Los Reyes Católicos le habían ordenado a Colón que llevara en su tercer viaje "algunos instrumentos de músicas para pasatiempo de las gentes que allá han de estar"; y se sabe que tan temprano como 1529 llegaron a Cubagua quince vihuelas. Ya pacificada la ciudad de los toponaimas por Garci González de Silva, las primeras serenatas que habrían de escucharse en tiempos de la Colonia, ya frente a las ventanas de casas y no ranchos, emplearían el laúd renacentista y la aristocrática vihuela (que todavía pulsaban los soldados de la Independencia, entrado el siglo 19); pero estos instrumentos le cedieron el paso al cuatro, ya desde tempranos tiempos y, por supuesto, que el pueblo tomó en sus manos, y a la guitarra, con la cual se acompañaban los primeros trovadores criollos sus baladas y habaneras (llamadas “serenata” en Venezuela).

La popularidad del bolero trajo consigo la aparición de los tríos de guitarras con voces armonizadas, que fijaron la pauta para la serenata moderna, cuyo epítome hallamos en las sencillas voces de Los Panchos, que nacieron en Nueva York en los tardíos años cuarenta y fueron el gran batacazo con su primer LP de 10 pulgadas (long-playing record) con un repertorio de solo boleros (Rayito de luna, Perfidia, Solamente una vez, etc.) para la empresa Columbia mexicana, el cual sacó a ese sello filial de la quiebra. Como cada región tiene su música o su estilo, en Panamá las serenatas se daban con una especie de guitarra de diez cuerdas llamada mejorana; pero en esencia era lo mismo, si bien se presentaban variaciones. En la ciudad cubana de Sancti Spiritus, por ejemplo, las serenatas eran fiestas familiares en las que se improvisaban canciones con vestuarios de disfraces. Por esa razón eran llamadas serenatas de máscaras, y la música se tocaba con guitarras, violín e incluso trompetas.

Naturalmente, al hablar de trompetas en una serenata nos lleva al mariachi, cuyo repertorio de tradición romántica ganó mucho con la introducción del bolero ranchero ideado por Rubén Fuentes y popularizado por su pupilo musical: Pedro Infante (“Pasaste por mi lado/con gran indiferencia…”; “Y si vivo cien años/cien años serán para ti”; “Esa flor ya no retoña/tiene roto el corazón”...).

Pero no todo lo que parece o lo que se dice, es serenata. El Gobernador Juan de Pimentel (1576-1583), quien ordenó levantar el primer plano de Caracas, cuyo borrador trazó él personalmente, se preocupaba por mejorar la construcción de las casas de la ciudad, cuyas paredes y techos eran muy precarios. Eso lo conocía muy bien el buen Gobernador, pues cada noche saltaba tapias y se moneaba hasta los tejados para ir en pos de la bellísima Ana Rojas, que lo traía de cabeza. En una de esas subrepticias escaladas nocturnas, se le desplomó el techo de una casa vecina a la de su amada. La escandalosa noticia se regó entre los 300 habitantes que entonces tenía la ciudad. Si alguien del gobierno lo justificó, diciendo que se había caído dando una serenata, es loable pensar que alguien pudo haberle respondido: ¿encaramado sobre un techo?

Aunque el balcón es el lugar apropiado para que la dama se asome a escuchar una serenata, el más común es la ventana; pero fuese uno o el otro, la escena ideal para los bardos cantores, y para el enamorado patrocinador, es medianoche con luna, paredes de piedra y ventana de barrotes. En ese escenario romántico es donde aparece la damisela, después de escucharse sordos cuchicheos y algunos arpegios y acordes de las guitarras que anuncian la primera pieza: "Asómate a la ventana ay, ay, ay/paloma del alma mía/que ya la aurora temprana ay, ay,ay/nos viene a anunciar el día”.

Si las serenatas solo se dan en la oscuridad de la noche, parece que la hora más propicia es bien entrada la madrugada, cuando la luna se va ocultando y los pajaritos comienzan a cantar, que es lo que señala la letra de Las mañanitas. Esa canción mexicana, en cuyo más de siglo y medio de antigüedad siguen cantando los mismos pajaritos, inicialmente encontró su mejor medio de difusión al pie de una ventana, donde los músicos aluden al hecho que la luna ya se metió, porque si no, no tendría sentido la letra y, además, porque la especialidad de ellos es la de cantar en lo que la noche fenece (que es cuando aspiran a coronar la faena de la jornada con una última propina). Pero el asunto de las serenatas, ya amaneciendo, obedece a que esa es la hora propicia para que el enamorado se arme de valor y se sienta sentimentalmente motivado por una tanda de bebidas espirituosas, pues no se conoce a ningún enamorado que vaya a un bar, se tome un solo palo y, de inmediato, salga como un loco a dar una serenata. No… Porque esa decisión requiere de la inspiración de una botella, y un posible despecho, que es lo que pueden inducir a un hombre y armarlo de coraje y entusiasmo para coordinar una serenata con unos trovadores, para que le hagan la segunda musical ante su amada.

Desde otra perspectiva, la serenata es ideal para que un hombre tímido le declare su amor a su amada; y, si es muy tímido, puede rematar con un ramo de flores al día siguiente, que también las flores hablarán por él. No se sabe de nadie que haya probado esa combinación -guitarras en la noche y flores al día siguiente-; pero, generalmente, el trabajo lo pueden hacer las guitarras y las canciones, solas (“Cosas como tú/son para quererlas…”).

Pero dar una serenata no es garantía de amor eterno, pues la emoción del momento no prevé que las cosas puedan terminar mal. Para halagarla, después de un galante cortejo, Agustín Lara le compuso María bonita a María Félix. El bello valsecito fue estrenado por Pedro Vargas, en una serenata con tres violines que el compositor le llevó a la actriz. Como ella era muy celosa y Agustín, muy picaflor, su romántica relación terminó en divorcio. La última rabieta que ella agarró por su causa fue ampliamente reportada por la prensa internacional, al punto que Ñico Saquito, el autor de María Cristina (“me quiere gobernar”) le escribió una jocosa guaracha que hablaba del berrinche que ella le armó al famoso compositor. De tal modo que los buenos augurios que presagiaba la serenata terminó en un descalabro, si bien la serenata con Pedro Vargas le había terminado de conquistar el corazón a la difícil actriz, que antes estuvo casada con Jorge Negrete quien jamás se le ocurrió ni susurrarle una cancioncita.

Las serenatas ofrecidas por personajes famosos abundan. En sus tiempos de exilio en México, Horacio Chacín Ducharne conoció en una cantina a un mesonero que cantaba muy bien. Como él era amigo de Pedro Infante, para ayudar al mesonero, le sugirió llevarle una serenata al astro, a ver si éste lo ayudaba. Eso ocurrió así y Pedro Infante, impresionado por su voz, ofreció apoyarlo. El mesonero se hizo famoso como cantante y, en agradecimiento con Horacio, cuando vino a Venezuela lo acompañó a dar un par de serenatas. Ese agradecido cantante era Javier Solís, de paso muy admirado por Frank Sinatra.

Pero ahí no termina la relación con las serenatas de ese benefactor venezolano. Como él era muy amigo y colaborador del presidente Carlos Andrés Pérez contra Trujillo y Somoza, siempre estaba a su lado pero nunca lo aduló. Cierta vez, en el día de su cumpleaños, quedó atónito cuando unos jalamecates le llevaron una serenata a la Casona, en la que varias veces le hicieron repetir al mariachi la famosa ranchera de José Alfredo Jiménez, Sigo siendo el rey.

Las experiencias de serenateros con la policía son legendarias. Alguna vez Rafael Minaya daba una serenata desde un camión, sobre el cual los músicos de su orquesta tocaban el piano, los violines, la guitarra y el acordeón (éste a cargo de él mismo), acompañando la exquisita voz de Marco Tulio Maristany (que comenzaba cantando: “Mi canción de amor/viene a turbar/la calma y el silencio…”). Resultado: “¡Los señores van presos!”. Como en el grupo también iba Billo y por ser todos conocidos, los dejaron ir gracias a discrecionalidad oficial que decide de acuerdo a su criterio personal. Esa desagradable experiencia también la vivieron Alfredo Sadel, Pedro Vargas y Pancho Pepe Cróquer, quienes por también ser figuras conocidas, salieron librados con apenas una ligera amonestación, previa firma de algunos autógrafos a los obsequiosos gendarmes.

No son pocas las veces que los serenateros han recibido un balde de agua, lanzado desde un balcón; o que han sido corridos a tiros por el iracundo padre que considera un bandido al tenorio que le enamora a su inocente hija. Pero ha habido otras circunstancias, incluso bochornosas. Peleado con su esposa, en gesto de reconciliación, un hombre, arrepentido de haberle puesto los cachos, le llevó una serenata. Al finalizar, la esposa les abrió la puerta y, con gran gentileza, los invitó a pasar y los reunió en la sala de la casa; pero no hubo celebración ni más música —como solía ser costumbre—, porque seguidamente la mujer los corrió a todos… ¡incluyéndolo a él!



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