De la manera más insólita terminó la trayectoria política y militar de Joaquín Crespo, el último exponente del decadente Liberalismo Amarillo
“Al que no le guste Crespo, que se lo alise”
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Por Rafael Simón Jiménez


Joaquín Crespo fue el último gran caudillo militar del denominado Liberalismo Amarillo que, desde el pacto de Coche en abril de 1863, pero más claramente desde el triunfo de la denominada “Revolución de Abril” de 1870 encabezada por Antonio Guzmán Blanco y hasta finales del siglo XIX, ejerció hegemonía en la vida política de la nación; marcando, como la mayoría de los ejercicios de poder prolongados, un tiempo de auge y esplendor, y luego un proceso de decadencia que precede a su liquidación.

Bautizado al nacer como Joaquín Sinforiano de Jesús, y luego conocido por su ilimitado valor como el “Taita” o el “Tigre de Santa Inés”, Crespo se inicia a los 14 años en las lides militares y ya a los 21 va a ostentar el título de general de brigada, figurando entre quienes se disputan y luego ganan y consolidan la confianza del “ilustre americano” o “autócrata civilizador”, como los seguidores ensalzan a Guzmán Blanco, quien lo designará en varias carteras ministeriales y cargos de confianza.

En 1884 y luego de la desafortunada experiencia de una fuerte reacción en su contra, cuando confiara la Presidencia a su compadre Antonio Linares Alcántara, Guzmán vuelto al poder para cumplir el denominado “quinquenio” piensa definitivamente en Crespo para nominarlo como mandatario para el bienio 1884–1886, y este cumple fiel y cabalmente su cometido, devolviendo el poder al líder de la causa liberal y ganándose el título de “héroe del deber cumplido”, pero luego cuando en 1888 Guzmán se proponga de nuevo abandonar el poder y marcharse para siempre de Venezuela, surgirá entre ambos caudillos una diferencia irreconciliable, al negarse el primero a designar nuevamente a Crespo para la Presidencia y decantarse por dejar el poder a los llamados “doctores del liberalismo” con Juan Pablo Rojas Paul a la cabeza.

A partir de esa ruptura, Joaquín Crespo brillará con luz propia y luego de la victoria de la denominada “Revolución Legalista” que encabezará contra la maniobra continuista de Raimundo Andueza Palacios, su estrella brillará sin rivales en la política venezolana de fin de siglo, dándose el lujo de practicar un estilo de apertura y tolerancia que permite la prensa libre y la organización de partidos políticos, todo amparado en su inconmovible liderazgo militar. Frente a las críticas que al amparo de las libertades de opinión y prensa le lanzan sus oponentes, sus múltiples partidarios, convencidos de que su líder tendrá largo predominio al frente del poder, enarbolan la consigna “Al que no le guste Crespo, que se lo alise” aludiendo a los distintos cortes de pelo y en juego de palabras con el apellido del caudillo.

Casi inverosímil resultará el fin del “Tigre de Santa Inés”, pues decidido como estaba a conservar el poder al estilo Guzmán, es decir a través de interpuesta persona, mientras la Constitución le permitía volver a ocuparlo a plenitud, escogerá como su candidato en las elecciones presidenciales de 1896 a Ignacio Andrade, un descolorido personaje carente de liderazgo propio, que le tocará competir contra el general José Manuel Hernández, “el mocho”, quien a la cabeza de un movimiento renovador se constituirá en un auténtico fenómeno electoral, que solo podrá ser derrotado mediante un grotesco fraude electoral consumado bajo el poder omnímodo de Crespo.

Confiado en su fortaleza y poder, y carente de adversarios visibles en el campo militar, Crespo se apresta a confrontar a un rival en apariencia insignificante como lo es en el campo bélico el General Hernández, que burlado en las urnas electorales no tiene otro camino que alzarse y tratar de reivindicar la soberanía popular burlada. En su persecución, se encamina el verdadero jefe del Poder, General Joaquín Crespo, a quien las tácticas de guerrillas y correrías del “Mocho” Hernández desconciertan y desesperan, hasta que en el sitio denominado de “la mata carmelera” ubicado entre Acarigua y San Carlos, se plantea una batalla campal para la que el caudillo se apresta, cambiando de su mula pasitrotera a su imponente caballo Peruano, cuando un francotirador emboscado en un árbol lo derriba muerto de un tiro en el pecho.

Terminaba así, de la manera más insólita, la trayectoria política y militar del último exponente del decadente Liberalismo Amarillo, y el infaltable humor que acompaña a los venezolanos hasta en las horas más dramáticas lo representaba en dos expresiones, la primera un improvisado cántico que decía: “Al fin, al fin, el Mocho mató a Joaquín”; y otro que haciendo gala de humor negro sentenciaba: “Hoy Crespo comerá arepas, si en el cielo pilan”.





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