La elección del nuevo presidente de los Estados Unidos, abre interrogantes sobre la política de la Casa Blanca en relación a Venezuela
A la espera de Biden
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Por Elsa Cardozo


Al presentar como presidente electo de Estados Unidos a su equipo de política exterior y seguridad, Joe Biden resumió lo esencial de la reorientación que imprimirá su gobierno a las relaciones con el mundo bajo la consigna “Estados Unidos está de vuelta, listo para liderar… por el poder del ejemplo”. Fue un modo de resumir el contraste que se propone establecer entre la gestión internacional del gobierno de Donald Trump, quien, bajo el lema “Estados Unidos primero”, separó o cuando menos distanció a su país de acuerdos y organizaciones internacionales en los que se sustenta el orden internacional liberal, así como de aliados democráticos tradicionales. Lo hizo en tiempos en los que poderes autocráticos de alcance mundial o regional no han perdido ocasión para hacer crecer y defender su margen de acción e influencia internacional a una escala sin precedentes, a partir de una densa y las más de las veces turbia combinación de objetivos y recursos. La secuencia y el contenido de los saludos al presidente electo hablan de la huella que deja y sigue estando dispuesta a dejar la administración saliente, por un lado y, por el otro, de las expectativas internacionales que genera la transición a una administración demócrata.

Es inocultable el entusiasmo inmediato demostrado por los socios europeos, que ven en la trayectoria, los discursos, el programa y las primeras designaciones anunciadas por Biden la voluntad de recuperar las relaciones trasatlánticas en todas sus dimensiones -de principios liberales, de robustecimiento de los acuerdos de seguridad (y ciberseguridad), en materia de cambio climático, de desafíos geopolíticos globales y de protección de la democracia- y particularmente en la concertación diplomática multilateral. Por otra parte, es notable el cuidado en los momentos y palabras escogidos por el presidente de China, Xi Jinping, entre el cálculo de las reacciones de Trump hasta su último minuto en la Presidencia y el de la oportunidad de felicitar a Biden e influir en la agenda para la revisión de las relaciones bilaterales ya anunciada para la administración demócrata; esta diferenciaría tres conjuntos de asuntos a tratar con China, que son muchos y muy diversos, a través de la cooperación, la competencia, la confrontación y, en todos los casos, procurando la coordinación de posiciones con otros países de Europa y Asia.

Distinta es la actitud de Rusia, gobierno que ha seguido refiriéndose a Biden como candidato y no como presidente electo, por considerar que los resultados no son definitivos. Esa posición es consistente con la política de alentar dudas sobre la confiabilidad de las instituciones democráticas, pero también con el rechazo a la consideración programática de Rusia como la principal amenaza a la seguridad y las alianzas de Estados Unidos y, particularmente, a las anunciadas iniciativas en busca del fortalecimiento de la relación trasatlántica en torno a la defensa de la democracia y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, tan debilitados durante la presidencia de Trump.

En nuestro lado del mundo, los gobiernos de México y Brasil tampoco han felicitado al presidente electo, en lo que influyen en términos muy pragmáticos los acercamientos y acuerdos que lograron con Trump y quieren mantener tanto como sea posible los presidentes Andrés Manuel López Obrador y Jair Bolsonaro. Ante el triunfo de Biden pesan para el primero temores a cambios en el arreglo comercial, energético y migratorio alcanzado con Trump y para el segundo el compromiso ambiental de Biden. Lo cierto es que aparte del discurso que anuncia el regreso a una política exterior de orientaciones políticas liberales (de respeto a acuerdos, compromiso democrático y multilateral) y de mayor presencia y liderazgo, son muchas y diversas las expectativas sobre los efectos que para “tirios y troyanos” tendrá el cambio de gobierno en Estados Unidos.

En esto de las expectativas es muy fácil reconocer el altísimo contraste entre la política exterior y de seguridad desarrollada desde 2017 y la propuesta de la administración que se instalará el próximo 20 de enero. Pero para colocarlas en perspectiva es tan o más importante reconocer también que en el equipo que vamos conociendo se manifiesta tanto la experiencia de los años de la presidencia de Barack Obama y vicepresidencia de Biden, que tentaría al nuevo gobierno a restaurar todo lo abandonado en los últimos cuatro años, pero también el ascenso de profesionales que cuentan con la experticia para renovar. Se tratará en definitiva de una combinación de restauración y renovación, comenzando por lo institucional que, con el anuncio de regreso de la diplomacia, coloca como prioridad la recuperación del propio Departamento de Estado y su adaptación para responder a un entorno mucho más desafiante. No parece faltar conciencia sobre la necesidad de este balance y de abandonar “viejas ideas y hábitos” como ha dicho el propio Biden al presentar a esta parte de su equipo. Tampoco en los designados, como lo ha expresado Anthony Blinken, desde sus faenas como asesor del candidato y presidente electo y ahora en su perspectiva como futuro secretario de Estado. El caso es que la urgencia e importancia de la reconducción de relaciones y el replanteo de asuntos fundamentales no solo se deben a las muchas y significativas acciones y omisiones del presidente saliente, que no obstante haber autorizado el inicio de las gestiones para la transición, parece haberse propuesto atar compromisos internacionales hasta el último día de su mandato. También habrán de verse las posiciones a asumir los republicanos en el Congreso, los espacios para el sostenimiento de los acuerdos bipartidistas e incluso el papel de la Corte Suprema tras la incorporación de la candidata promovida Donald Trump pocas semanas antes de las elecciones. No menos importantes son los cambios acumulados y recientes en la situación internacional en todas sus dimensiones, acelerados y profundizados en medio de la pandemia.

Pensemos, finalmente, en las expectativas en torno a Venezuela. Fueron expresadas de modo francamente constructivo en la carta abierta del presidente interino [EC1], Juan Guaidó, al presidente y vicepresidente electos y al pueblo estadounidense. También lo fueron, en términos instrumentales e inconsistentes con sus prácticas, en el mensaje del presidente de facto Nicolás Maduro. El primero agradeció el apoyo recibido del Ejecutivo y el respaldo bipartidista a la causa de la recuperación de la democracia, y manifestó confianza en su continuidad; el segundo insistió en su disposición al diálogo directo con el gobierno de Estados Unidos (seguida días después por medidas que reafirman la esencia autoritaria y posiciones de fuerza que no hay disposición de cambiar y desde la que se propone dialogar). Conviene comenzar por reconocer que en todo caso, racionalmente hablando, ganase quien ganase la elección, eran necesarios ajustes en la atención de Estados Unidos a la crisis venezolana en medio de su agudización -en todos sus ámbitos- y su prolongación en el tiempo. Los ajustes propuestos y hasta ahora conocidos -desde la perspectiva del fortalecimiento de la diplomacia y la concertación internacional entre democracias hasta los cambios en la atención a actores internacionales vinculados al régimen venezolano- no parecen intentos de restauración de las acciones y omisiones de la presidencia de Obama, sino iniciativas que alientan mayor asertividad, consistencia estadounidense y coordinación internacional, y que no queda más que considerar, apreciar y trabajar en Venezuela como oportunidad a aprovechar desde la reorientación de la organización y las estrategias de la causa democrática venezolana a la que el momento obliga.

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