Por Armando Durán: Gabriel García Márquez pasó dos semanas en Caracas en 1988 en visita privada
El Gabo en Caracas, entre la historia y la ficción
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Gabriel García Márquez pasó dos semanas en Caracas en 1988 en visita privada. El escritor y periodista compartió en un restaurant de Altamira una larga conversación con el Premio Nobel, sobre su novela en preparación “El general en su laberinto” que recrea la vida de Simón Bolívar. Durán lo había entrevistado años antes para la Revista Nacional de Cultura en Barcelona antes de la aparición de “Cien años de soledad”

Apenas un gesto leve de la mano traiciona la intensidad de su afirmación. «Yo solo quería escribir una elegía a Bolívar». Sentado en el borde de un sofá de cuero rojo, pantalón y camisa azul noche oscura, el saco de rayas negras sobre fondo blanco, pesadas hombreras y solapas desmadejadas, saco de perfecto estilo Tin Tan, Gabriel García Márquez no le presta la menor atención al enorme cuadro de Carmelo Niño, lleno de luz y verdes manzanas, en medio del cual, como una reencarnación maracucha de Remedios la Bella, uno de los personajes levita y se aleja hacia un horizonte plano y sin perspectiva. En el ánimo de Gabriel García Márquez sólo un Bolívar que abandona Bogotá el 8 de mayo de 1830 y emprende la lenta travesía del Magdalena para buscar un horizonte aparentemente tan plano y sin perspectiva como el de Carmelo Niño, primero en Cartagena y después en la hacienda San Pedro Alejandrino de Santa Marta.

«Todas las biografías de Bolívar terminan ese día», dice Gabriel García Márquez. «Para los historiadores», y tal vez piensa en los funerales de mamá Grande, «bastan unas pocas líneas para despachar esos últimos siete meses en la vida de Bolívar. Así que me propuse imaginarme cómo fueron esos 224 días».

Un poco más allá, Manuel Caballero trata de convencer a Jaime Lusinchi de que Acción Democrática es el único partido leninista de la historia que no ha sido marxista; Simón Alberto Consalvi consuela a Teodoro Petkoff porque Gabriel García Márquez solo le ha prometido al candidato presidencial del MAS la tarjeta pequeña; Juan Nuño le dice a Cristina Guzmán que la suya es la mejor paella de Caracas; y Pedro León Zapata reflexiona sobre la posibilidad de ser el próximo rector de la Universidad Central de Venezuela. Bolívar emprende su último viaje a Cartagena rodeado de algunos amigos. Cien granaderos custodian sus pasos o los vigilan. El anonimato era para Bolívar una aspiración imposible. «En cambio», dice Gabriel García Márquez, «cuando yo llegué al Hilton y pedí mi habitación por el número que me habían dicho, el empleado del hotel me miró directamente a los ojos y me dijo con absoluta seriedad: lo siento, señor, pero esta habitación está reservada para Gabriel García Márquez».

Jaime Lusinchi se rebela entonces contra las crudezas de la falta de identidad. Y como Gabriel García Márquez se niega a recibir condecoración alguna, Jaime Lusinchi decide que, en el brindis que le ofrecerá en Miraflores el viernes 13 de mayo a las doce en punto del mediodía, le entregará a Gabriel García Márquez un diploma que desmienta para siempre la famosa confesión del ex reportero de la cadena Capriles: en elegante letra gótica, el diploma registra, rotundamente, que Gabriel García Márquez jamás ha sido un indocumentado en Venezuela.

«El poder», dice el novelista estirándose un poco más en el borde del sofá, «era una obsesión para Bolívar. Sólo el poder le obsesionaba. Ese era el hilo conductor de su vida, desde el día que decidió abandonar los hábitos de rico y viudo señorito criollo disfrutando de su fortuna en Europa y emprendió la aventura de liberar y unir a los pueblos de América, hasta su último suspiro. Un hilo que no rompió sino la muerte. Porque es falso que al abandonar Bogotá el 8 de mayo de 1830 Bolívar tuviera la intención de convertirse en un ciudadano privado y marcharse a Europa. En todo momento pensó en retomar el poder. Ahí está su correspondencia con Urdaneta, tomando decisiones y dictando instrucciones. Su proyecto era ocupar el Zulia, marchar luego contra Páez y, una vez derrotado el llanero, empezar todo de nuevo, desde Venezuela hasta el Perú. Incluso pensaba que si conseguía llegar a Río Hacha y librar allí la batalla que le abriera las puertas del Zulia, no moriría todavía. Por eso, Manuelita Sáenz se quedó en Bogotá, para desempeñar el papel de su gran informante».

«Es decir, que Gabriel García Márquez, con El General en su laberinto, abandona la poética de su imaginación para ajustarse a los rigores de la historia».

«Qué va, hermano. Nada más comenzar a escribir El General en su laberinto me di cuenta que la realidad de Bolívar era mucho más fascinante que cualquier ficción».

En su casa de La Habana, Gabriel García Márquez fue acumulando docenas de libros y folletos. Revisó meticulosamente la correspondencia de Bolívar. Investigadores colombianos rellenaban de información las horas y los minutos de Bolívar en aquel penoso recorrido suyo hacia el final de la noche. Y ahora, en Caracas, Vinicio Romero, excandidato presidencial que había ganado un concurso de la televisión respondiendo preguntas sobre Bolívar, con súbito entusiasmo literario, le responde a Gabriel García Márquez una última e interminable lista de preguntas. Rica realidad de este Bolívar nebuloso de sus días postreros, que le permite decir a Gabriel García Márquez que en «El General en su laberinto todo es absolutamente cierto menos la memoria que tiene Bolívar de sus mujeres. No es verdad que Bolívar fuera enamoradizo. Sencillamente le gustaban las mujeres. Y tuvo muchas. Muchísimas. Igual que Florentino Ariza. Pero solo el poder lo obsesionaba».

Dos días antes, en el restaurante ViaAppia, donde Carlos Andrés Pérez lo había invitado a comer el espléndido «bolito misto» de Pipo, Gabriel García Márquez había hablado del lenguaje de Bolívar y de la pintura venezolana. Al llegar al establecimiento se había tropezado con dos amigas, Milagros Maldonado y Marta Canelón, que terminaban de almorzar. Una de ellas le preguntó cuál era su signo zodiacal. Gabriel García Márquez les respondió que Piscis y como misteriosamente ninguna de las dos pareció satisfecha con la respuesta, Gabriel García Márquez se sacó un zapato y les mostró el pie desnudo, «la proverbial belleza de los pies piscianos». Incidente éste que sirvió para que Gabo les recordara a todos los presentes que a Bolívar le gustaba andar desnudo por la casa.

De punta en blanco, como para halagar a Carlos Andrés Pérez, quien venía de terminar la primera caminata de su segunda campaña electoral, aunque tal vez solo vestía de blanco para estar a tono con este trópico incandescente de Caracas a principios de mayo, Gabriel García Márquez habla de las trescientas páginas en procesador de palabras que rescatan a un Bolívar que, para la mayoría de la gente no existía –eso dice Simón Alberto Consalvi, a quien Gabriel García Márquez le ha regalado la copia de esta primera versión de El General en su laberinto que trajo a Caracas-, elogia la pintura del merideño Emiro Lobo, cuya exposición en Los Espacios Cálidos había visitado el día anterior, se pregunta qué ha pasado con El Nacional y explica que a Bolívar le gustaba mucho lisonjear a los amigos, pero que también era un artista del lenguaje cuartelario. «Vaina y la pinga eran dos de sus expresiones favoritas».

Gabriel García Márquez come lenta, precisa y parsimoniosamente. Ha dejado de fumar y ya no bebe. Escucha a Carlos Andrés Pérez con atención y no para de echar sus cuentos. A la mesa se acercaron a saludar al candidato y al Premio Nobel damas de la sociedad que han sabido que ambos personajes almorzarían en el ViaAppia, cantantes de salsa, promotores culturales y directores de museos. Han desaparecido los hongos a la plancha, los pimentones amarillos rellenos con mostaza y roquefort, y la pasta a la vongole. En una mesa auxiliar, Pipo corta sus carnes y Gabriel García Márquez y Carlos Andrés Pérez comentan la reseña del Newsweek sobre la traducción al inglés de El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez está impresionado por el último párrafo del comentario de dos páginas: «Humana, ricamente cómica, casi insoportablemente conmovedora en sus páginas finales, El amor en los tiempos del cólera es, desde todo punto de vista, una novela extraordinaria. A los admiradores de Cien años de soledad puede resultarles difícil creer que García Márquez haya escrito una novela mejor que aquella, pero eso es lo que García Márquez ha hecho».

Veinte años atrás, Gabriel García Márquez se sentía atrapado en el laberinto de Cien años de soledad, aunque sigue creyendo que El coronel no tiene quien le escriba es su mejor obra. Pero que diez millones de ejemplares después la crítica norteamericana considere que El amor en los tiempos del cólera es superior a la saga inolvidable de los Buendía, lo entusiasma y lo asusta: «Ese último párrafo es terrible, ¿no?».

Y ahora, de vuelta en el sofá rojo, bajo la mirada invisible de los fantasmas de Carmelo Niño, le recuerdo la entrevista que le hice en Barcelona hace 20 años. «Como los mosqueteros de Dumas, Gabo, veinte años después». Y Gabriel García Márquez se echa a reír: «La mejor entrevista que me han hecho me la hizo una periodista italiana el día antes que la Academia Sueca me concediera el Nobel. En esa entrevista le explicaba a la periodista las razones por las cuales yo no aceptaría el Nobel. Al día siguiente, el Corrieredellasera publicaba, en la misma página, el anuncio de que yo era el Nobel de literatura de ese año y mi explicación de por qué yo no lo ganaría».

«De todos modos», le digo, «aquella entrevista de hace veinte años era una buena entrevista».

«Claro que sí, pero es que esa es una entrevista que la inventamos entre los dos».

«¿Entonces?».

«Invéntate esta».