En el siglo XIX se registraron enfrentamientos entre comerciantes sefardíes y pobladores de la costa falconiana
LOS JUDÍOS Y EL MERCADO CORIANO
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Luis Oswaldo Dovale Prado

Después de la guerra de independencia, la economía coriana presentaba un cuadro improductivo y precario: “… tan arruinada estaba la provincia, que cuando se decía que un individuo tenía varios de éstos (ovejos, chivos, caballos, reses y otros), se le tenía por afortunado, y si llegaba a poseer un par de burros se le estimaba hombre rico”, así lo afirmaba en un informe de 1839 el coronel Agustín Codazzi, quien igualmente sostenía que al final del cuarto decenio del siglo XIX, los indicadores macroecnómicos revelaron que esa crítica situación se encontraba en franca recuperación, contabilizándose entonces, en toda la región, “802.000 cabras y ovejos, 16.400 cabezas de ganado vacuno, 9000 cerdos, 28.420 burros, 1600 mulas y 2572 caballos”.
 
También había mejorado la cosecha de maíz, plátanos, yuca, cambur, café, cacao, algodón, caña dulce, frijoles, caraotas, auyamas, sandías, verduras y frutas diversas. Por otro lado, abundaban las plantas medicinales y las maderas de cedro, pardillo, guayacán, la caoba, pende, el gateado, el brasil, la mora y el guacaro. Por consiguiente, la relación porcentual en el renglón agropecuario coriano mejoró significativamente respecto a la nacional.

OLIGARQUÍA SEMI-FEUDAL

El ganado caprino representaba el 44%, el caballar 8%, el vacuno el 7.2%, la cría de asnos el 26% y de cerdos el 8.4%. La tenencia de la tierra, principal medio de producción de aquella formación social precapitalista, estaba sujeta al régimen jurídico de propiedad privada, iniciado en Coro con la aplicación de la real cédula del 10 de octubre de 1591, durante la gestión del gobernador Diego de Osorio. Esa estructura territorial trascendió el tiempo colonial e hizo aparecer una oligarquía semi-feudal que en el siglo XIX era dueña de hatos y haciendas cuyos espacios aprovechaba explotando el trabajo de los esclavizados, los peones y campesinos pobres.

Por lo demás, era evidente el poco desarrollo que existía de las fuerzas productivas y de la actividad manufacturera e industrial. La fabricación de bienes era artesanal y no pasaba del curtido de cueros, elaboración de sombreros de paja, hamacas, muebles, ramos de flores, adornos con caracoles del mar, entre los más conocidos.

La población económicamente activa, en orden de ocupación, laboraba en el sector primario 80%, secundario 19% y terciario 1%. Por otra parte, en los proyectos políticos que se plantearon después de 1830, se insistía en que la superación de esa problemática sólo era posible captando la inversión de capitales externos, promulgando leyes liberales y echando a andar el aparato productivo que para entonces no garantizaba siquiera la seguridad alimentaria del cincuenta por ciento de los habitantes.

Ahora bien, este conjunto de decisiones atrajo hacia Venezuela el interés geopolítico del capitalismo occidental que se hallaba en su fase libre cambista o pre-monopolista y que ya intentaba definir y posesionarse de sus espacios periféricos globales. En Coro, esos capitales vinieron en las alforjas de las familias judías que empezaron a residenciarse en la ciudad desde 1824 y que al poco tiempo de estar allí entraron en disputa por el dominio del mercado regional con las clases propietarias nativas que ejercían control del negocio.

PRIMERO FUE TUCACAS

No obstante, valga el paréntesis para observar que algunas fuentes históricas, primarias e historiográficas, sugieren que ciudadanos de idéntico origen, pero de procedencia geográfica diferente y aún no precisada, habían vivido antes en el puerto de Tucacas a principios del siglo XVIII. De todos modos, sea cierto o no el dato antecedente, el hecho es que el nuevo escenario que surge de la posguerra independentista, creó condiciones para que el tráfico marítimo de comercio entre el Caribe neerlandés y la costa de tierra firme venezolana, particularmente la del actual estado Falcón, se profundizara y alcanzara volúmenes sustanciales en mercancías y pesos.
 
En ese sentido, la región centro-occidental del país se vuelve aún más atractiva a los judíos de Willemstad, ligados familiar, comercial y financieramente a importantes agentes económicos que tenían sus principales sedes en Holanda, EEUU y otras naciones de Europa. Obviamente, con estas ventajas y con las dificultades por las que atravesaba Venezuela, a ese grupo no les fue difícil lograr éxito temprano y desplazar internamente a los competidores locales.



ANTE EL CONGRESO

A ellos no sólo acudían los particulares en solicitud de financiamientos, los cuales entregaban conviniendo resarcimiento con réditos elevados, sino que con igual finalidad lo hacía el gobierno que siempre andaba agobiado por la morosidad y en apuros para cumplir los compromisos de pagos con sus empleados y la milicia. En esas circunstancias, la clase oligárquica criolla alegaba que la crisis general que impactaba negativamente a toda la jurisdicción, era provocada por el monopolio mercantil que ejercían los recién llegados sefarditas y cuyos efectos convertían en una quimera sus aspiraciones de conseguir estabilidad y prosperidad material que ciertamente antes habían disfrutado.
 
En consecuencia, en 1830, un número considerable de vecinos, en un extenso escrito, se dirigió al Congreso de la República para denunciar a los judeo-curazoleños residentes en Coro y exigirle aplicar medidas correctivas. Al denunciarlos como grupo perjudicial decían: “Como una lluvia de langostas se apoderaron del comercio nativo y del territorio, abriendo tiendas y ventorrillos por sí mismos, pusieron el precio que se les antojó a sus mercaderías y establecieron un odioso monopolio, para comprar los frutos a precios tan ínfimos, que no podían indemnizar al agricultor la mitad de sus penas, trabajos y privaciones: dueños absolutos del comercio interno y externo, perjudicaron con su contrabando al honrado ciudadano que se dedicaba a esta carrera, la que tenía que abandonar en poco tiempo, por no poder alternar con los monopolistas hebreos”.

Sugieren los promotores del documento que en ese proceso competitivo terminaban recibiendo la peor parte los marchantes del país, razón con la que justificaban el sentimiento de rechazo en contra de la colonia israelita antillana que ahora era parte del vecindario de Coro. En el mismo sentido, se les imputaba como imperdonable ofensa ser contrarios a la religión católica (expediente disimulador de las verdaderas causas del disgusto) y culpables de la extrema pobreza en la que vivían los lugareños.

En aquél momento, a pesar de todo el ambiente de tira y encoge y de confrontación que se generó en instancias oficiales y en el seno de la colectividad, lo ocurrido no pasó de ser un incidente subido de tono pero que sin dudas expresaba las profundas contradicciones económicas existentes entre las clases dominantes de la región.

Sin embargo, veinticinco años más tarde, durante los días 2 y 3 de febrero de 1855, nuevamente avivaron los enfrentamientos en medio de un malestar e inconformidad mayor y creciente de un pueblo empobrecido cuyas formas de existencia contrastaba con la bonanza y el bienestar que exhibían los grupos ricos (judíos y criollos) a quienes nada parecía importar la miseria de las masas campesinas y la de los pequeños productores y propietarios defraudados por las traiciones del sempiterno caudillaje y del liderazgo político inconsecuente.



BARCOS HOLANDESES EN LA VELA

En esa oportunidad, en Coro se produjeron fuertes manifestaciones que desembocaron en arremetidas verbales y físicas hacia los judíos, sus tiendas y establecimientos. Muchos de los afectados salieron de inmediato rumbo a Curazao y al llegar a esa isla, lejos de intentar quedarse en ella, solicitaron la intervención del gobierno holandés quien determinó enviar al puerto de La Vela dos barcos de su armada de guerra para intimidar a las autoridades de Coro y obligarlas a aceptar sus peticiones.
Contra esta agresión surgieron voces de protesta como la del general Juan Crisóstomo Falcón, quien había sido actor principal en ese acontecimiento y uno de los inculpados en los juicios que siguieron a propósito de la reclamación neerlandesa. Por ello, en una comunicación dirigida el 23 de octubre de 1855 al general Carlos L. Castelli, el propio mariscal Falcón le confesaba: “Creo mi general que Venezuela debe hacer un sacrificio para hacer respetar su dignidad, y no dejarse vejar diariamente por otras naciones que desatienden sus derechos, la burlan y la insultan”.



La diferencia entre ambos gobiernos concluyó el 5 de agosto de 1857 con la firma de un acuerdo entre Venezuela y el Reino de los Países Bajos que fue ratificado en octubre del año siguiente. El contenido de lo pautado establecía permitir el retorno de los judíos a Coro, pagar 200.000 florines como indemnización por los daños que se les ocasionó, enjuiciar al gobernador Carlos Navarro, acusado de complicidad en lo sucedido y sustituir al general Juan Crisóstomo Falcón de la comandancia militar de la provincia.

Con la culminación de este episodio, quedó reafirmado el dominio judeo-curazoleño de un mercado que comprendía parte del llano, la región centro-occidental venezolana, con la ciudad de Coro como su centro y el Caribe insular neerlandés.

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