La noción de emerger que se le atribuye a China no es más, para ella, que un retorno a la posición de preeminencia que siempre ocupó en los anales de la historia humana
China y Estados Unidos: la historia y los mitos
      A-    A    A+


Por: Alfredo Toro Hardy

Según señala Kevin Rudd en su reciente libro The Avoidable War (New York: Public Affairs, 2022), la década de los veinte en curso es la época del vivir en peligro. Ello, pues se trata de ese particular momento en el tiempo cuando la guerra entre Estados Unidos y China enfrenta su mayor probabilidad de estallar. Más aún, a su juicio, tanto en Washington como en Pekín dicha guerra es percibida como inevitable y la duda que persiste no es ya sobre el sí sino sobre el cómo. Quien así se expresa no es un analista cualquiera. Se trata de un ex Primer Ministro y ex Ministro de Relaciones Exteriores de Australia, unánimemente considerado como el mayor experto en China entre los estadistas occidentales. Por si lo anterior fuese poco, es también el actual Embajador de su país en Estados Unidos.

Los escenarios donde el conflicto aludido por Rudd pudiese desatarse son variados. Allí caería la isla de Taiwán, vista como expresión de un régimen renegado por parte Pekín, quien busca su reincorporación al territorio continental chino por las buenas o por las malas. De darse la segunda de esas eventualidades Estados Unidos, según dicho por Biden en varias ocasiones, no permanecería de brazos cruzados. También encontramos al Mar del Sur de China, de cuya extensión total la Republica Popular considera como propio un 90%. Ello, a contracorriente de la legalidad y de la jurisprudencia internacionales. Más allá del derecho a la libre navegación sobre dicho mar, reivindicado regularmente por las naves de guerra estadounidenses en tenso desafío a China, se encontraría un eventual conflicto entre China y Filipinas a propósito de sus respectivos reclamos sobre el mismo. Esto último activaría el tratado defensivo entre Estados Unidos y este último país. De la misma manera, las islas Senkaku-Diaoyu ocupadas por Japón pero asertivamente reclamadas por China, podrían desencadenar un enfrentamiento bélico entre ambos que atraería la participación como beligerante de Washington. Lo mismo, en virtud del acuerdo defensivo de esta última capital con Tokio. También en el marco de la Zona de Identificación de Defensa Aérea impuesta unilateralmente por Pekín sobre buena parte del Mar del Este de China, y regularmente desafiada por las aeronaves de guerra estadounidenses, podría surgir un enfrentamiento.

Como fuese, los potenciales Sarajevos susceptibles de desencadenar un conflicto en gran escala entre las dos superpotencias son múltiples. En efecto, al igual a lo que ocurrió con la chispa encendida en Sarajevo en 1914 y que trajo consigo devastación en gran escala, también hoy encontramos que más allá de la coyuntura se encuentra la estructura. Es decir, las causas de fondo, de largo plazo, que subyacen más allá de lo puntual (Fernand Braudel, Historia y Ciencias Sociales, Madrid: Alianza Editorial, 1970). En 1914 ello estuvo representado por una combinación de factores como los siguientes: La identidad común eslava y el papel rector jugado por Rusia dentro de aquella, el irredentismo balcánico, la incapacidad austríaca para entender que la era de los imperios multinacionales resultaba ya insostenible, las aspiraciones hegemónicas alemanas, el compromiso continental británico o las inseguridades francesas resultantes de su pérdida de preeminencia continental. También en los casos de China y Estados Unidos, hoy día, los marcos contextuales de largo plazo resultan de vital importancia para comprender lo que se encuentra en juego para ambas partes. Ello requiere adentrarse en la historia y en las mitologías nacionales .

El término chino para China es zhongguo. El mismo puede ser traducido al español como el Reino Central o el Reino del Medio. Esta noción fue articulada por primera vez durante la dinastía Zhou en el primer milenio antes de Cristo (Parag Khanna, The Future is Asian, London: Weidenfeld & Nicolson, 2019). El Reino del Medio era considerado no sólo como el centro geográfico del mundo, sino como el núcleo del poder mundial. Un lugar intermedio entre los cielos y las demás civilizaciones inferiores. El principio que regía a esta visión del mundo se sustentaba en el concepto de Tianxia: “Todo lo que existe bajo los cielos”. En su epicentro se encontraba el Emperador, cuyo mandato no conocía fronteras (Mark Leonard, What Does China Think?, New York: HarperCollins, 2008).

De allí se derivó uno de los sistemas internacionales más conspicuos de la historia de la civilización, sustentado en el control indirecto y laxo por parte de China sobre una fracción significativa del mundo. La Pax Sínica proclamaba como esencia una proposición básica: Acepta nuestra superioridad y nosotros te conferiremos legitimidad política y los beneficios de nuestra civilización (Howard W. French, Everything Under Heaven, New York: Alfred A. Knopf, 2017).

Aún en fecha tan reciente como 1776, de acuerdo a Adam Smith, China resultaba tan rica como toda Europa junta. Sin embargo, mientras parte de Europa con Gran Bretaña a la cabeza se adentró en la revolución industrial, experimentando como resultado una extraordinaria expansión económica, China quedó atrapada dentro de su modelo económico tradicional. Algo similar ocurrió al nivel de la modernización militar (Andre Gunder Frank, “The World Economic System in Asia before European Hegemony”, The Historian, 56-2, December 1994).

El resultado de este desfase sufrido por China frente a Occidente se tradujo en el llamado “Siglo de Humillación”. Entre 1842 y 1945, en efecto, China sería objeto de toda clase de expoliaciones por parte de las principales potencias occidentales y de su vástago Japón. Ello colocó de rodillas a este orgulloso Estado-Civilización, que se percibía a si mismo como expresión primigenia del orden mundial.

Sin embargo, China está de regreso. De nuevo según Kevin Rudd, esta vez en un escrito de hace unos años, lo ocurrido en ese país es el equivalente a la combustión simultánea de la revolución industrial británica y de la revolución global de la información, pero comprimidos en 30 años y no en 300 (“The West Isn’t Ready for China”, New Statesman, July 11, 2012). En la mente del liderazgo y de la población de China lo ocurrido en estas últimas décadas no se corresponde a un despegue, sino a una restauración. En otras palabras, la noción de emerger que se le atribuye a China no es más, para ella, que un retorno a la posición de preeminencia que siempre ocupó en los anales de la historia humana. Tal percepción entraña, inexorablemente, una fijación con el pasado. Para China, moverse hacia delante no significa otra cosa que moverse hacia atrás.

Contrabalanceando a China encontramos a la “nación excepcional”, término acuñado por Alexis de Tocqueville para describir a Estados Unidos pocas décadas después de su emerger como nación soberana. Ello dió origen al llamado “excepcionalismo”, noción bajo la cual los habitantes de ese país visualizan a su propia historia.

Si bajo la trayectoria multimilenaria china el siglo de humillación no significó para ese país más que un parpadear de ojos, la historia de Estados Unidos no debería representar para China más que un par de parpadeos. A fin de cuentas, de las catorce dinastías imperiales chinas, diez tuvieron una duración mayor a toda la historia de Estados Unidos (Henry Kissinger, Does America Need a Foreign Policy, New York: Simon & Schuster, 2001). Sin embargo, las cosas no resultan tan sencillas. Si China se siente poseedora de una historia sin paralelos, Estados Unidos se siente depositario de una misión trascendente.

Herman Melville se hacía eco de este sentido de misión cuando en el siglo XIX señalaba que los estadounidenses constituían el pueblo escogido, el nuevo Israel, encargado de la responsabilidad de difundir el Arca de las Libertades por el mundo (Niall Ferguson, The Rise and Fall of the American Empire, New York: Penguin Books, 2004). Esta percepción muy particular de su propósito en la Tierra, ha sido siempre asumida por los estadounidenses como una suerte de religión seglar, paralela y coadyuvante a su Cristianismo ferviente. No en balde, Alexis de Tocqueville se refería a una forma de Cristianismo democrático y republicano, señalando que desde su acceso a la independencia los estadounidenses habían forjado una alianza indisoluble entre religión y política (Lawrence E. Harrison, Jews, Confucians and Protestants, Plymouth: Rowman & Littlelfeld, 2013).

Thomas Jefferson proclamaba así que la política exterior de Estados Unidos debía sustentarse en los altos valores morales del país, identificados con las libertades que emanaban de su democracia. La suya, bajo esta mitología nacional, constituía una sociedad llamada a orientar al resto de la humanidad, diseminando las virtudes de su modelo. Woodrow Wilson conceptualizaría, ya en las primeras décadas del siglo XX, los alcances de este sentido de misión, recurriendo nuevamente a la imagen del faro de libertades destinado a iluminar a las naciones del mundo (Henry Kissinger, Diplomacy, New York: Simon & Shuster, 1994). No resulta sorprendente por tanto que, a pesar de resultar una nación joven, Estados Unidos se encuentre recubierto de un pesado ropaje de tradición.

El Reino del Medio y la nación excepcional se encuentran así a contracorriente en el flujo de la realidad internacional de nuestros días. Ello hace de este un momento particularmente difícil y peligroso en el tiempo. Tanto China como Estados Unidos resultan prisioneros de sus respectivas historias y de sus mitologías nacionales. Ninguno de ellos puede mirar hacia delante, sin la distorsión que imponen sus propios lentes subjetivos. Ambos se sienten depositarios de títulos tan indeclinables como elevados. Ninguno puede ceder ante el otro sin perderse a si mismo. Ello hace que el conflicto ideológico que caracterizó a la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, palidezca por comparación.

Sea cual sea el Sarajevo contemporáneo que enfrente a estas dos superpotencias, lo cierto es que todo pareciera indicar la presencia de un curso de colisión difícil de evadir. La realización del sueño de grandeza chino choca con la resistencia hegemónica estadounidense, de la misma manera en que la prédica liberal estadounidense choca con la roca de las ambiciones hegemónicas chinas. Según Rudd, como visto inicialmente, la década en curso resultará particularmente peligrosa en relación a este choque de titanes.
Ver más artículos de Alfredo Toro Hardy en