Los carnavales en la ciudad se remontan a tiempos de la Colonia, cuando eran “tumultos soeces” y llenos de “atropellos”, según descripción del escritor Ramón Díaz Sánchez
¡A QUE NO ME CONOCES!
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Por Eleazar López Contreras

En esos tiempos la plebe disfrutaba de la guachafita y el juego con agua y sustancias nocivas, de las cuales las más inofensivas eran huevos y azulillo. Esa jugadera la acentuó el disoluto Cañas y Merino (1711-14), abusador de oficio, quien solía jugar carnaval con sus compinches, para aprovecharse de las muchachas humildes y hacerles maldades.
 
Esta joya era contrabandista, peleón, abusador, arboricida y violador de doncellas. Apresado por la Corona, la ciudad siguió con la jugadera con agua, a la par de celebraciones de carácter serio. Como cualquier ocasión de importancia para los intereses de ultramar, para celebrar la creación del Virreinato de la Nueva Granada, en 1719 se decretó que “se hiciesen fiestas en regocijo y celebridad”. Esto dio lugar a que en el sonado carnaval del 27, 28 y 29 de ese mes de enero salieran a la calle los pardos, enmascarados, para participar de la diversión colectiva. El “jolgorio” incluía alegres marchas que pasaban por el frente de las casas iluminadas, donde la gente ingenuamente se asomaba a la ventana para ver pasar los “desfiles” de caretas y faroles, mientras que algunos del bajo pueblo, apipados de licor, aprovechaban para darse a sus habituales, si bien ingenuos pero peligrosos desenfrenos.
 
En 1757 (hasta 1769) asumió su cargo el Obispo Díez Madroñero, especie de clon de Savoranola, quien prohibió tajantemente el carnaval y promovió las procesiones y los rezos, casi que convirtiendo a Caracas en un convento, dándole a sus calles nombres de santos y sometiendo a los caraqueños a interminables ceremonias religiosas y a espionaje en sus casas, las cuales censó todas, con información detallada de los hábitos religiosos de sus habitantes. El Obispo tronaba desde el púlpito, formando un gran escándalo porque los hombres se arrojaban jarros de agua y se pintaban la cara, pero pasados los primeritos años de 1500, se sabe con precisión que los El Gobernador Cañas y Merino (1711-14) jugaba carnaval con agua y abusaba de las muchachas habitantes de La Española se pintarrajeaban y se daban a bailar en las plazas públicas, tomando chicha fermentada por tres días seguidos. En otras palabras, el jueguito venía de atrás y fue un elemento que permaneció intacto en Caracas, donde sobraba el agua de cristalinos riachuelos donde los indios se echaban su chapuzón, a cada momento, en tiempos de calor, para horror de los conquistadores que, como sabemos, no se bañaban. Los festejos de carnaval fueron sustituidos por unas procesiones de carácter religioso que llamaban “rosario” (por la virgen de ese nombre), heredadas de los tiempos de Díez Madroñero.
 
Un número considerable de músicos acompañaba la procesión de un santo, que tenía lugar al salir de alguna comedia o de un ocasional baile de carnaval. Al santo lo precedían innumerables linternas (farolas) de diferentes formas, llevadas en lo alto de un largo palo, según descripción del Caballero de Coriolis en su diario. Después de las frecuentes paradas y rezos que hacían en las esquinas, donde confluían otras procesiones similares que venían de otras partes, hasta conformar una sola con unas mil quinientas linternas y docenas de guitarras, un cura se subía sobre un banco “para declamar y lanzar fuego y llamas contra los bajos placeres de este mundo”. El carnaval “social” (con arroz y confites) lo instauró el Intendente Don José de Ábalos en 1777. Fue él quien estratificó las costumbres, quedando los esclavos y los pobres libres para jugar el carnaval a su manera, pero sólo entre ellos. Mientras el tolerante Intendente se mantuvo en el cargo, el carnaval adquirió un alto perfil de refinamiento en sociedad.

LLEGAN LOS FRANCESES
 
Aliada de España, como parte del plan para arrebatarle Jamaica a Inglaterra, Francia envió una gran flota a Venezuela que ancló en Puerto Cabello en 1783. De allí, un grupo de jóvenes oficiales de la nobleza francesa, se trasladó a Caracas donde permanecieron durante los días de carnaval, entre febrero y marzo. En sus respectivos y minuciosos diarios todos destacaron la amabilidad de sus anfitriones, la eterna primavera de Caracas, sus circundantes bellas haciendas, el atractivo de sus mujeres (alegres y voluptuosas, bellas pero, generalmente, morenas ) y el interés de ellas por la música y el baile y por engañar a los maridos, o las solteras y esas mismas señoras, prestas a aliarse con esos mismos maridos. “Todas tienen amantes públicamente”, registró en su diario el Caballero Coriolis, antes referido.

“Habíamos llegado a Caracas al final del carnaval —reporta el Conde de Segur—. Así que la semana que pasamos allí no fue sino una serie continua de fiestas, bailes y conciertos”. Esos bailes, según sus coincidentes diarios, comenzaban con un “minueto” y seguían con diversas contradanzas inglesas, francesas y españolas, cerrando con un “voluptuoso” fandango que las parejas bailaban frente a frente. En estos fandangos, las damas mantenían un continuo y “seductor” movimiento de brazos mientras chasqueaban los pulgares para llevar el ritmo.

ELLES SONT TRÈS JOLIE ET TRÈS COQUETTE!

Todos los nobles viajeros coinciden en que las muchachas de Caracas eran “muy lindas, muy coquetas y muy ingeniosas”. Uno de ellos (Berthier) elogió sus hermosos cabellos y añadió: “Como tienen bonitas piernas llevan faldas muy cortas (…). Se cubren con joyas de oro y perlas, y en general visten suntuosamente. Sus trajes de baile son parecidos a las polonaises o a las circassiennes del más exquisito gusto y como tienen muy buenas figuras nunca aumentan el grueso sino con un sólo corpiño que deja sus pechos extremadamente descubiertos”. A esto agregó que todo esto “son medios de seducción a los cuales es difícil resistir”.


CARNAVAL “SOCIAL”

En el último carnaval celebrado en las casas de principales y mantuanos, antes de la partida del Intendente Ábalos (en Caracas: 1777-1783), en febrero de ese mismo año, en la casa de las nueve Aristigueta (de Gradillas a Sociedad) y en la suya propia, se jugó carnaval lanzando bombones de anís. Detalla el viajero Louis-Alexandre Berthier: “La costumbre juguetona en sociedad, particularmente en los bailes, es lanzar dulces de anís a la cara, cabellos y pechos de las mujeres, cuyos vestidos están muy escotados. Las que reciben más dulces son invariablemente las más bonitas. Esto provoca la envidia y celos de las otras quienes toman este jueguito muy seriamente. Hasta los curas lo juegan. Yo vi a dos monjes, quienes almorzaron conmigo en la casa del Intendente, llevar esta broma hasta la indecencia”. En otro diario, se confirma que el carnaval se jugaba lanzando bombones de anís “a la cara, cabellos y pechos de las mujeres, cuyos vestidos estaban muy escotados” y que en el “jueguito” participaban algunos monjes que, con no poca malicia, apuntaban directo al pecho de las damas, sobre todo de las más bonitas. Pero la costumbre general en la ciudad era que damas y caballeros, niños y niñas, jóvenes y viejos, saliesen a la calle a atacarse con una “metralla” de confites.

En una gran cena celebrada en casa del Tesorero General (don José de Fidaondo), se le fue la mano a un monje, quien le pegó una almendra en la nariz al Duque de Laval (entonces Marqués). Éste contraatacó lanzándole una inmensa naranja. El incidente pasó por debajo de la mesa por la fuerza militar que respaldaba a estos nobles, en Puerto Cabello. De otro modo el ofensor del naranjazo hubiese ido directo a prisión, porque, con la amenaza de la ex comunión y de la Inquisición, en la ciudad mandaba el clero, cuyo premio mayor consistía en poder escoger como amante a las bellas, sin que el marido chistara. Los testimonios que registraron en sus diarios los oficiales franceses de la nobleza ilustrada que visitaron Caracas en febrero de 1783, dan un cuadro exacto de no solo de los carnavales de Caracas, sino de las costumbres de los caraqueños y su forma de ser (los hombres graves y ceremoniosos; las mujeres alegres y bellas).

Sigue la guachafita Al año de Ábalos marcharse de Caracas, en 1784 los retozones caraqueños volvieron a sus andanzas con mayor ahínco, por lo que nadie en la calle se salvaba de ser mojado con agua o atacado con las más diversas substancias. La guachafita de los carnavales callejeros de tras antaño había generado no pocas críticas y reprimendas. Los muchachos no se conformaban con mojar a las muchachas, sino que las zambullían en las pilas o fuentes de agua. Fue ésta la situación que había preocupado al Obispo Díez Madroñero. No le importaba tanto al estricto prelado que se lanzasen proyectiles de todo tipo; le preocupaban los retozos y juegos de mano y la bailadera del fandango, la zapa, la mochilera y otros ritmos “diabólicos”. Fue debido a esta “justificada” aprensión que el ilustre prelado sustituyó el baile por rezos y procesiones. Pero como nada es eterno, después de abandonar la ciudad (en 1769) se renovaron los juegos y las juergas con mayor brío. Salvo el intermedio de refinamiento de un carnaval social con confites impuesto por Ábalos, todo el mundo se entregaba a estos excesos, tanto, que dos siglos después el mismo Libertador jugó carnaval con agua durante su última visita a Caracas.

El 26 de febrero de 1827, domingo de Carnaval, Sir Robert Kerr Porter, representante de Inglaterra, se encerró en su casa por temor a ser mojado, pues llegaba “la desagradable temporada en la que esta gente ataca a los peatones con huevos llenos de fluidos de distintas especies y los cubre sin respeto (sans respect) enteramente con harina, almidón y otros polvos molestos”. El lunes consigna que Bolívar está en casa del general Ibarra donde, “se me dice, luce una chaqueta blanca, y se une al escandaloso lanzamiento de huevos y otros deportes del festival como si fuera un muchacho de 18 años.” Casi a la mitad del siglo 19, en 1839, John Williamson escribía: “Todo el mundo, inclusive los sirvientes, se consideran autorizados para bañar al que se les antoja con agua y cáscaras de huevo llenas de agua”. El diplomático norteamericano consideraba esta costumbre como “propia de niños, aunque en calles y casas la practiquen hombres y mujeres, niños y niñas con la misma vehemencia”. Con respecto al comportamiento general de la gente, José Manuel Páez, hijo del General Páez, también criticaba ésta y otras costumbres, al señalar que a él no le extrañaba “que el carácter y la moralidad sean tan bajos en un país donde todos los hábitos y costumbres degeneran tanto en la vulgaridad, barbarie y sensualidad”. Pero Páez junior se quedó corto, porque en su tiempo apareció la implacable pluma de Núñez de Cáceres para fulminar el carnaval, lo cual hizo hacia 1850.

CARNAVAL EN EL QUE NADIE SE SALVA
 
El Carnaval en Caracas es bárbaro. La diversión, más que infantil, perversa, es mojarse y ensuciarse con toda suerte de sustancias desagradables, arrojando azulillo, hollín y papelillo picado. El último día del domingo y lunes, el martes, es espantoso. Se reciben de la ventana jeringazos y totumas de agua que tiran las señoras y las criadas. Nadie se escapa ni aun suplicando. Los hombres adrede pasan corriendo a caballos para que los mojen. Los muchachos y los jóvenes decentes se mezclan con negritos y vagabundos que empujan y golpean las ventanas, fuerzan las puertas y todo lo atropellan para entrar a las casas, a tirar jeringas y conchas de huevos, ensuciando todo.
 
La ciudad resuena con alaridos que parecen de lejos como borrachos, o como de degüello. Cruzan las calles en cuadrillas de veinte o más, como bandoleros, con vestidos andrajosos y enlodados llevando banderas y ramos, cohetes y sonajas para formar estruendo y batahola. Al agotarse la clara, echan tinas de fregar, todo con tierra y restos de comida. Las aceras y las ventanas quedan sucias y salpicadas. Las señoritas que tocan el piano y cantan arias italianas se comportan como negras zafias. Fácil es verlas con el vestido desatado casi hasta el muslo, el rostro deforme de tizne y de pantano, el cabello desgreñado y lleno de fango, y en este estado arremeter a los hombres vociferando como una criada, permitiendo que las abracen y manoseen sin reparo alguno. Por eso nadie las reputará por niñas honestas, sino por verduleras en completa embriaguez. Estas son las que al día siguiente se sonrojan al saludarlas, y reclaman delicadas actuaciones, como si en la víspera no hubieran retozado y ejecutado actos horribles. Después el miércoles con las manos y la cara aún curtidas de pinturas las vemos encaminarse muy devotas y compungidas a la iglesia a tomar hipócritamente cenizas para recordar la muerte de Jesús, y prepararse para los ayunos y penitencias de Cuaresma.

Aparece el Civilizador El primer carnaval propiamente organizado y debidamente reglamentado surgió de los deseos del afrancesado General y Presidente Antonio Guzmán Blanco, acerca de la conveniencia de sustituir el bárbaro juego de agua (y otros excesos) por un evento “civilizado”. La parroquia de Altagracia agarró la seña y tomó la iniciativa de celebrar el primer carnaval “decente” que conoció la ciudad. Esto ocurrió en 1873, año del Centenario de Bolívar y de la visita a Caracas de los nobles franceses. En los años subsiguientes, las demás parroquias siguieron el ejemplo con desfiles de comparsas, a pie a y a caballo. Ya en 1886 se anunciaba el carnaval en la Parroquia Altagracia con “cohetes, truenos y cámaras”, paseo de carros y juegos de cintas, para lo cual se anunciaba el lugar, la hora y el tipo de ambiente. Ése fue el “año trece del Carnaval Regenerado”, porque el primero tuvo lugar en el 83.

¡Partida! A las tres de la tarde estaban ya cerrados los establecimientos comerciales e industriales de Caracas, con excepción de los botiquines, restaurantes y panaderías. El gran paseo inaugural se iniciaba en la Plaza Bolívar a las cuatro de la tarde en el orden siguiente: 1° los automóviles. 2º los ciclistas. 3º los coches y carrozas (la carroza de la reina iba de tirada de 6 caballos blancos). El paseo iniciaba el desfile con el Presidente de la República en el primer coche, luego el Comandante en Jefe del Ejército Nacional y seguían el Gobernador del Distrito Federal, los Ministros del Despacho, el Secretario de la Presidencia de la República, el Secretario del Comando, el Secretario del Gobernador, los Vicepresidentes de la República, el Concejo Municipal y la Junta Directiva del Carnaval.
 
Nunca hubo tantos desfiles de carnaval como en la década de los cincuenta. Un momento culminante de los carmavales con carrozas de esos años perezjimenistas, tuvo lugar cuando Susana Duijm desfiló sobre una inmensa esfera del mundo, por el título que ella había ganado en 1955.



LOS DESFILES A PARTIR DE GUZMÁN
 
(Carmen Clemente Travieso) En la esquina de El Cují se apostaban los burlones de aquellos tiempos para silbar a los disfraces malos y para aplaudir a los buenos. A los primeros les arrojaban bollos de pan frío y harina, los rechiflaban; a los segundos, perfumes que llevaban colgados de la solapa. Entonces estaba solo permitido jugar con serpentinas, papelillos, galletas, caramelos, juguetes, matracas, y confetis; pero, en posteriores gobiernos, se sabe de Presidentes de la República que arrojaron a una ventana la levita y el reloj en un paroxismo de locura. Dentro de los carruajes, entre flores, serpentinas y papelillos multicolores, iba la mujer caraqueña cuya gracia y belleza habían cantado los poetas... La lucha galana entre el público que llenaba las ventanas y calles y las bellas comparsas tenían la animación de los días felices, cuando ninguna sombra, ninguna angustia empañaba la luz de los ojos de los caraqueños.

Después de los desfiles y los confites, las flores y los caramelos del guzmancismo, entrado el siglo 20 con Cipriano Castro, volvió la rochela y se abrieron los salones de baile pues al nuevo presidente le gustaba el baile y los grandes saraos. Los carnavales de su época fueron los más rumbosos de todos y fue él quien, para prolongar la gozadera, inventó la “octavita”, que se celebraba al sábado siguiente de los reglamentarios tres días, que cambió para cuatro (comenzando el domingo). Entonces se incrementaron los quioscos y templetes populares donde se instalaban los músicos, los cuales también tocaban en las plazas públicas para el pueblo. Pero también abundaban los bares y mabiles. Los viejos mabiles, que muy benévolamente podemos catalogar como dancings populares, eran templetes bajo techo y con pago por pieza bailada y licor. En los carnavales las autoridades no se daban abasto para controlar a los exaltados que salían a la calle a altas horas de la madrugada de estos tugurios.

El nombre de “mabil” dado a estos lugares, cuyo ambiente hostil y constantes peleas amerita la custodia de un policía en la puerta, fue tomado de Le bal Mabille, una enorme sala de baile parisina, fundada en 1844, con una enorme pista al aire libre, entre inmensos jardines iluminados con miles de bombillos. Allí tocaba una orquesta de 50 músicos, que interpretaban cadenciosos valses y movidas polcas. En contraste, los mabiles criollos eran lugares de mala muerte donde se bailaba música de quinta categoría, con una de las “damas” que lo frecuentaban, o con su pareja, pero siempre pagando un mediecito por pieza, el cual se cancelaba por adelantado. Su escueto decorado consistía en descoloridas bambalinas que colgaban del techo, con grandes cartelones de toros en las paredes y farolitos chinos con bombillos, todo también desteñido por el humo que allí se generaba, pues la fumadera era pareja con la gritadera que se confundía con la música. Como una vitrina ideada por Barnum para su museo de excentricidades en Nueva York, alrededor de la sala había vidrieras de cuatro caras con baratijas para obsequiar a las damas. La orquesta, que constaba de cuatro o cinco músicos, con una trompeta que soplaba muy fuerte, tocaba pasodobles y merengues criollos que se bailaban “rucaneados”, lo cual terminaba de justificar su mala fama. Estos locales eran de vieja data y fueron los primeros, de tipo popular, auténticamente nocturnos que tuvo Caracas, pues abrían a las 9 pm y cerraban en la madrugada. Como ha sido su tradición en ellos, a las doce de la noche se obsequiaba “el palo de la orquesta”, que consistía de un ron doble (de allí “el palo de músico”); pero los ejecutantes, dicho por un músico de calidad de inspeccionó uno de El Silencio llamado El nido de la paloma, suelen ser tan malos que se ha dicho que, aun antes del obsequio, ¡ya tocan desafinados! El Silencio, con sus temibles callejones y covachas, era el epicentro rojo de la ciudad donde había música y escándalos a toda hora —y más en carnavales—, pues ésta era zona de gente “alegre” y, en los últimos tiempos, de francesas que se exhibían a la vista de los transeúntes y que iban a lo suyo, por lo que, para nada, les interesaba el carnaval, que más bien les restaba clientela, que andaban rocheleando por los mabiles. En los años veinte, funcionaba allí el mabil El Milagro, famoso por su merengue tramao que tocaba un conjunto sobre una tarima. Los bailadores se ponían el medio correspondiente al pago de cada pieza en una oreja, lo cual hacía el caballero para seguir pegado a su pareja, sin interrupciones entre pieza y pieza. Durante la recaudación, el cobrador iba cobrando, contando y cantando, a viva voz, el número de caballeros en la pista, para conocimiento de los músicos, que de esta manera recibían tan curioso inventario, para el cobro de su comisión, según los sombreros o gorras que iban contando y que los hombres no se quitaban ni para bailar.

BAILAR PEGADO ESTABA PROHIBIDO EN EL AMPÁRAME

Como siempre alguien ha dicho que Ripley debió abrir una oficina en Caracas, nos remitimos a años más recientes, específicamente a aquéllos donde se exaltaba y se celebraba la gloriosa Revolución de Octubre de 1945, cuando existió un lugar más peculiar que todos los mabiles juntos. Éste es el caso del Bar Ampárame, donde trabajaban algunos matones o boxeadores venidos a mal, para mantener el orden dentro del local, incluyendo al Zurdo Almeida, boxeador. El Ampárame funcionaba en una casa de dos pisos, con barandas en el segundo para observar lo que ocurría en el primero, que era un inmenso patio que fungía como pista de baile. Luego del Olimpia, que era un teatro convertido en sala de baile con famosas orquestas y carnavales, el Ampárame era el más grande de Caracas… y también el más curioso. Según Oscar Yanes, “este inmenso bar era una especie de Madison Square Garden de la cursilería y de los malos hábitos en donde todos los rufianes de San Agustín se daban cita”.

Este dancing —para catalogarlo de algún modo— estaba situado en la avenida principal de ese sector, cerca del llamado Pasaje de la Cocinera, y debía su nombre a una guaracha que se hizo muy popular en los carnavales de los cuarenta en Catia, Capuchinos y San Agustín, donde la tocaban hasta la saciedad los conjuntos en los templetes, en los que no pocas veces terminaban los bailes en grandes trifulcas, en casos, iniciadas cuando un “mariposo” disfrazado de mujer era descubierto por su pareja, que era una de las causas para que se formara la gran san-pablera. En esos casos, tan comunes en los carnavales que se celebraban en la ciudad, el orden era impuesto por la policía, contrario a lo que ocurría en los locales particulares, donde esa función la ejercían hombres kiludos, que mantenían bajo control a una siempre díscola clientela. Los propietarios del Ampárame eran dos curiosos personajes, que eran excesivamente celosos de la moralidad, si bien el público que lo visitaba era de lo peor. También eran curiosos sus sobrenombres, pues les decían Basufra y Cachípulo. Cada cual ejercía su función en cada uno de los pisos de la casa. El segundo tenía mesas para aquellos que sólo querían mirar el espectáculo; pero la acción se hallaba en el primero, que era un inmenso patio, en cuyo fondo, sobre una tarima, tocaba la orquesta de planta, que también tenía un nombre peculiar pues se llamada “El Conjunto Nube Azur” (con ere). En la parte de abajo, cerca del patio, había una barra en donde imperaba la guachafita entre hombres y mujeres que hacían chistes de color subido sobre las parejas que estaban bailando. La entrada costaba dos bolívares para los hombres y las mujeres no pagaban nada. Los periodistas tenían entrada gratis y eran bien tratados, pues sus dueños sabían de relaciones públicas.

Lo principal, entre una clientela de tercera, era mantener el orden, para lo cual Basufra, que parecía ser el jefe del asunto, se instalaba en el segundo piso y allí se recostaba en la baranda para supervisar lo que ocurría en todo el patio, donde el orden lo ponía Cachípulo, un negro alto y fuerte que se movía entre los bailarines con una larga regla de madera, igual a las usadas para medir telas, que deslizaba entre las parejas y separarlas cuando bailaban muy pegado. También curiosas eran las indicaciones que Basufra gritaba desde arriba a su socio: “¡Epa, Cachípulo, moralidad y curtura! ¡Pásame la regla a ese de la camisa azul que está bailando con la mujer del rabo apretado! ¡Moralidad y curtura, Cachípulo! ¡Pásamele la regla a la tetona esa que está moviendo la cuchara con un vestido de falda corta! ¡La regla, Cachípulo! ¡La regla!”. El respeto que infundía Cachípulo en todos los asistentes, se basaba en que si alguien protestaba cuando le pasaban la regla, lo único que tenía que hacer era silbar e inmediatamente dos ex campeones de boxeo, arruinados y trabajando como celosos custodios de la moralidad en el negocio, le daban una paliza al reclamante en plena pista, diciendo: “¡Pa’ que sepa que hay gobierno!.

Desde su baranda, Basufra respaldaba la drástica acción tomada: “¡Así es, Cachípulo! ¡Moralidad y curtura!”, y continuaba su incansable y maniática supervisión de la sala, señalando las infracciones pero también detectando la calidad de los clientes, “pa’ evitá que los del barrio se confundan”. Si entraba alguien bien vestido, gritaba: “Gente decente, Cachípulo. Moralidad y curtura. Gente decente, Cachípulo”. Cuando eso ocurría, un mesonero aparecía para buscarle una buena mesa al recién llegado. Si el hombre llegaba con una mujer desconocida, pero más o menos bien vestida, Basufra gritaba: “¡Cachípulo, gente decente con mujer importante! ¡Mucho cuidado, Cachípulo! ¡Mucho cuidado!”.
 
Se puede decir que, a su modo, los carnavales del Ampárame eran espectaculares ya que, como las mujeres no pagaban, había abundancia de ellas. No obstante, era entonces cuando Basufra estaba más mosca, permaneciendo alerta para que no se colearan hombres vestidos de mujer; por eso de pronto gritaba: “¡Cachípulo, un marico en la pista! ¡Persíguelo! ¡Persíguelo!”.
 
Cuando eso ocurría, Cachípulo iba en pos del disfraz y, sin pedir permiso, lo tocaba en sus partes y gritaba: “¡Es un marico, Basufra! ¡Es un marico!”. A esto respondía éste: “¿Es un hombre? ¡Que pague en la puerta, Cachípulo! ¡Que pague en la puerta!”. Entonces los boxeadores conducían a la falsa dama hasta donde estaba el portero con los tickets. Cachípulo tenía buen ojo y pocas veces se equivocaba al tantear al disfraz, pero cuando palpaba que en realidad se trataba de una mujer, gritaba a todo pulmón: “¡Error a la vista, Basufro! ¡Error a la vista!”, a lo cual contestaba Basufro: “¡Que le brinden un trago gratis por el sofoco!”, y agregaba: “¡Ojo de garza, Cachípulo! ¡Ojo de garza para evital errol!”.
 
Después proseguía Basufra su labor inquisitoria sobre el comportamiento de la clientela y, si notaba que las parejas se apurruñaban y frotaban la hebilla mientras bailaban, llamaba a su carnal a pasar la regla, gritando: “¡Prohibido bailar pegado, Cachípulo! ¡Prohibido bailar pegado!”. Cierta vez, obedeciendo a una apuesta, un parroquiano pidió un vaso de leche en la barra y fue pitado. “¡Ay, papá, ese hombre es marico!”, grito alguien y se formó un tumulto con gritos, groserías y golpes. De pronto, Cachípula alzó la voz: “¡Orden, orden! ¡No ha pasado nada! Calumniador sancionado”, a la vez que los boxeadores se llevaban arrastrado hacia la puerta al hombre que se había burlado del que había pedido el vaso de leche.

El tema de la orquesta del Ampárame era Lágrimas negras, bolero-son que el Trío Matamoros trajo a Venezuela en 1933. Cuando lo tocaba, Basufro anunciaba desde el balcón: “La Orquesta Nube Azur con su cantante Catanare y su tema Manque tú”. Entonces la vocalista, una negrita flaquita, comenzaba cantando: “Manque tú/me has dejado en er abandono/manque tú/has muelto todas mis ilusiones/en vez de mardecirte con justo encono/en mis sueños te cormo/en mis sueños te cormo/de bendiciones!”.
 
Nunca, en toda su historia, desde la apertura de las tres primeras tabernas en la ciudad, que se abrieron simultáneamente en 1595, había existido tanto orden en un local popular de baile y bebidas en Caracas, lugares tradicionalmente, como los botiquines, generadores de zaperocos, escándalos y reyertas.
 
Refiere Lucas Manzano (1884-1966) que, en febrero de 1901, en el Mercadito de San Pablo, “disfrutaban varias personas de las alegrías carnavalescas, bailando los unos; y otros en plena observación, pues que mientras personas de no importa que categoría gozaban mezclándose con la gente de abajo, señoras encopetadas, y maridos celosos, estaban oteando cada quien a su elemento”. Señala el cronista que un tal “Chivito” (Polidoro Castillo), que llevaba horas “libando y bailando”, echó dos tiros al aire y procedió a marcarle las espaldas a varios disfraces con una filosa navaja de barbero, con la cual cortó a dos inocentes y aterrorizados ciudadanos. En el carnaval de 1901, además de lo mencionado por Lucas Manzano, se había armado allí una trifulca carnavalesca, de tales dimensiones, que ésta arrojó un saldo de tres muertos y doce heridos, sin contar las gemas, armas, abanicos y hasta prendas íntimas esparcidas por el suelo.

Los bailes públicos de la época eran otra cosa. Y no hablamos de los templetes de los barrios, donde cualquier cosa podía ocurrir, sino en plena Plaza Bolívar. Escribió un cronista de los años 1900 en adelante (porque en 1899 fue el zaperoco de la entrada de Castro a Caracas), los carnavales de una Caracas amorosamente ingenua: “En los días de carnaval, la Plaza Bolívar era una locura musical. El Dios Momo no se daba tregua en animar a sus súbditos. Había muchas buenasmozas campesinas, de las parroquias foráneas, que lucían crinejas bien trenzadas adornadas en los extremos con cintas de vivos colores que parecían mariposas. Bailaban cerrados joropos con patiquines. Las recias plantas de los pies de las muchachas aldeanas calzados con alpargatas adornadas con mota de algodón, golpeaban el mosaico con tal ritmo, que la armonía con la música era absoluta”. Y sigue continúa la descripción del cronista: “De aquí para allá, por todas partes, se movían alegremente los disfraces más extravagantes compitiendo en ganarse el premio para el mejor disfraz ofrecido por el Gobernador. Ya para la madrugada, la Plaza Bolívar se iba quedando sola. Todos llevaban el contento de una noche locamente feliz bailando joropo sabroso”.

 Los joropos los tocaba la Banda Marcial de Distrito Federal, dirigida por el violinista y clarinetista Francisco de Paula Magdaleno (1852-1910), quien fue sucedido por su asistente Pedro Elías Gutiérrez en 1903. En el proceso de consolidación del nuevo gobierno, a cargo de Gómez el bueno, los carnavales caraqueños comenzaron a ir en claro ascenso, hasta adquirir cierto renombre internacional. Desde 1910, año del Centenario, venían de Norteamérica turistas a disfrutarlo. Pero los desfiles tuvieron su verdadero apogeo cuando, empleando la novedosa mezcla inventada por MacAdam, se pavimentaron las principales calles de Caracas. Esto ocurrió en 1912, que fue cuando se repopularizó el grito de los años guzmancistas de “¡Aquí es! ¡Aquí es!”, para llamar la atención a quienes lanzaban golosinas desde los adornados coches y carrozas. En más de una oportunidad, algunos norteamericanos atendieron a ese llamado y le obsequiaron morocotas a algunas bellas muchachas que les gritaban desde sus ventanas. En esos años se decía que “carnaval sin los Sosa, no es carnaval”. Eran éstos dos hermanos comerciantes que cerraban su negocio para dedicarse por entero a los festejos carnavalescos, cuando se paseaban en un lujoso carruaje trajeados de impecable blanco, repartiendo flores, bombones y frascos de perfume entre las damas. Para ese entonces, los desfiles de carrozas, los bailes, las comparsas y los concursos de disfraces cobraron tal importancia y realce, que ya en los años veinte las páginas sociales elogiaban profusamente todas estas manifestaciones de alegría y buen gusto. Simultáneamente, en 1918 comenzó a notarse un vertiginoso descenso en los carnavales metropolitanos, cuyo refinamiento, elegancia y alegría quedó circunscrita a las fiestas particulares, para retornar con inusitada fuerza en los años cuarenta y, ni hablar, de los cincuenta que los había en las calles, templetes, clubes, hoteles y casas regionales. Mientras, en los años gomecistas, el jaleo del carnaval popular florecía por todas partes, cuando se decidió poner orden. Hacia 1922 cerró el gobierno el Molino Rojo un local de envite y azar y de bailes de carnaval, ubicado cerca de la actual Plaza Miranda, que existía desde los tiempos de Castro. La decretada clausura se debía a las cada vez más frecuentes riñas que allí se suscitaban con “veras, navajas y cuchillos”. En el carnaval de 1901 se había armado una san-pablera que arrojó un saldo de tres muertos y doce heridos, sin contar las gemas, armas, abanicos y hasta prendas íntimas esparcidas por el suelo. Un lunes del carnaval de 1900 se le ocurrió a Carlos Estrada montar un baile gratis para mujeres de la mala vida, en su negocio llamado La Bandera Verde. Las chicas de bares como El Caracol, Pitimalla, La Lagunita y Las Piecesitas se presentaron y bailaban joropo escobillao y merengue rucaneo cuando Luis Benítez, alias Car’e Perro, entró del brazo, muy orondo, con Anita la torera. Guapo como era, bailando con ganas de provocar bronca, Car’e Perro pisó por tres veces consecutivas a Pedro Medina, Pata de Catre, y se prendió el bululú. Navajas barberas cortaron las cuerdas del arpa y a las lámparas de kerosene que alumbraban el salón le cayeron a palos. El balance fue que un pariente del torero Cigarrón recibió una puñalada mortal que le propinó Cara ’e Perro, mientras que a Pata ‘e Catre le cortaron la cara. A Anita la torera la sacaron en volandillas, desgarrada la bata abotonada con realitos que lucía esa noche.

Carnaval público decente Paralelamente, mientras ocurrían crímenes de esa naturaleza, en 1900 se levantaban tarimas que eran adornadas con guirnaldas, flores y bambalinas. Algunas fungían de tribunas, pero en los sectores populares servían para colocar a los músicos. Las primeras gradualmente evolucionaron hacia elaboradas y artísticas armazones que imitaban diferentes motivos, de modo que en los años veinte se construyó una pequeña réplica de la Torre Eiffel con cada una de las cuatro patas descansando sobre la esquina de Puente Yanes, y un espacio de cuatro metros debajo del arco. La competencia era un inmenso velero que se montó en la antigua Plaza López (la hoy desaparecida Plaza España) con todos los detalles en madera, velas y mecates. “En esos primeros años del siglo veinte los días de carnaval, la Plaza Bolívar era una locura musical. Jamás volverá la ciudad a tener una manifestación de candorosa ingenuidad como la vista entonces, y recordarla con amorosa nostalgia solo será posible en la fantasía de un poeta. Sobre el de 1904 en la Plaza Bolívar: Luis Eizigarre escribió: Había muchas buenamozas campesinas, de las parroquias foráneas, que lucían crinejas bien trenzadas adornadas en los extremos con cintas de vivos colores que parecían mariposas. Bailaban cerrados joropos con patiquines. Las recias plantas de los pies de las muchachas aldeanas calzados con alpargatas adornadas con mota de algodón, golpeaban el mosaico con tal ritmo, que la armonía con la música era absoluta”. Wallace Harrison, el arquitecto jefe que Nelson Rockefeller contrató para el Hotel Ávila, tal vez previó el zapateo del “jorope” y diseñó la pista para resistir el peso del bombardeo de pies, lo cual hizo con una resistente base acolchonada.

Los joropos los tocaba la Banda Marcial de Distrito Federal, dirigida por el violinista y clarinetista Francisco de Paula Magdaleno (1852-1910), quien fue sucedido por su asistente Pedro Elías Gutiérrez en 1903. Desde entonces, los carnavales caraqueños iban en claro ascenso hasta adquirir cierto renombre internacional; pero la preocupación de organizarlos y planificarlos debidamente era ya notoria, como lo demuestra un comunicado oficial que rezaba: El domingo 14 de febrero de 1904, a las 10:30 am, se realizará la retreta para los niños en la plaza Bolívar, por la Banda Infantil Restauración (OJO: ya existía una banda INFANTIL), en la cual la Junta Directiva premiará al niño o niña mejor disfrazado. A la misma hora habrá obsequio popular en las plazas de la Misericordia, de Abril y del Panteón, ofrecido para los señores generales Juan Vicente Gómez, Jorge Uslar (hijo), Raimundo Fonseca, José Antonio Martínez y señores Genaro Maica, Aureliano Fernández, Juan Pablo Pérez y Juan Otánez M., y dirigido por los jefes civiles. A las 12 m clausurarán los comercios de la capital con excepción de las boticas, barberías, botiquines, panaderías y restaurantes. A las 4 pm dará comienzo el juego carnavalesco en las calles de Caracas. A las 8 pm se prevee la iluminación de la plaza Bolívar donde habrá retreta, regocijos públicos y fuegos artificiales en los bulevares y plazas. El martes 16, a las 12 m, cerrarán los comercios de la capital con excepción de las boticas, barberías, botiquines (BOTIQUINES ABIERTO PARA LAS CONSABIDAS PALAMENTAZONES), panaderías y restaurantes. A las 4 pm se iniciará el Gran Desfile de los carruajes, disfraces a caballo, a pie y comparsas por la avenida Este. En este día los jurados fijarán los premios acordados por la Junta Directiva. A las 8 pm se contempla la iluminación de los alrededores de la plaza Bolívar –con retreta– y en los bulevares de Capitolio, hasta la medianoche y demás regocijos públicos en todas las plazas (TEMPLETES Y MERENGUE RUCANEAO). En las Disposiciones Generales se menciona lo siguiente: Se suspende el tráfico de los tranvías Bolívar y Caracas entre las esquinas de la Torre y de las Gradillas, hasta la plaza Candelaria, durante los días 14, 15, 16 desde las 3 pm. Una comisión delegada por la Junta Directiva se reunirá, el día 11, a las 4 pm, en la Gobernación para elegir a la Reina del Carnaval. Una vez hecha la elección, el presidente de la Junta designará a tres caballeros para hacer pública la participación y entregarle un ramo de flores con un lazo en el que se leerá: «La Junta Central Directiva a la Reina del Carnaval de 1904» (YA HABÍA REYNAS). Se ornamentará una carroza en la cual la elegida dará el paseo inaugural (y los que correspondan a los días subsiguientes) con tres señoritas invitadas para tales fines. El tráfico de coches –en general– se hará en los tres días del Carnaval, los coches podrán subir y bajar por la avenida Este y/o salirse de ella por cualquier esquina; pero en ningún caso les será permitido incorporarse al paseo sino entrando por las esquinas de la Torre a Gradillas y/o de la Alcabala de la Candelaria. La Junta Directiva ha acordado entregar algunos premios en metálico: Para el carruaje mejor adornado, Bs. 400; para el arco más artístico, Bs. 400; para la comparsa que más se distinga, Bs. 300; para el mejor disfraz a pie, Bs. 200; para el mejor disfraz a caballo, Bs. 150 y un regalo conmemorativo del Carnaval a la familia cuya casa ostente el frente mejor decorado. El aseo de las calles está a cargo de los señores Tomás C. Llamozas, José Antonio Zárraga, doctor Pedro T. Torres y Jaime Todd. El alumbrado eléctrico para la noche de los días 13 al 15 estará a cargo de los señores Vicente Pimentel, J. M. Fernández y Ramón Tello Mendoza. Los miembros de la Junta Directiva velarán por el cumplimento del orden público y mayor lucimiento del festival. El programa quedará sometido a la consideración del ciudadano gobernador del Distrito Federal. Firmado y fechado en Caracas por la Junta Directiva, el 8 de febrero de 1904.





A partir de 1910, año del Centenario, venían de Norteamérica turistas a disfrutarlo. Entonces los desfiles tuvieron su verdadero apogeo por cuanto, empleando la novedosa mezcla inventada por Mac Adam, se pavimentaron las principales calles de Caracas (como pisonear la mezcla era un trabajo muy rudo, se decía “échale macán”, antecesor de “échale pichón”, lo cual vino con las bombas traídas por las petroleras, a las cuales había que apretar un botón para encenderlas (push on, de allí “pichón” y, para encenderlas, un obrero le decía al otro: “Vamos a echarle pichón”). La aplicación del “MacAdam” a las calles tuvo lugar en 1912, que fue cuando se popularizó el grito de “¡Aquí es! ¡Aquí es!”, para llamar la atención a quienes lanzaban golosinas desde los adornados coches que se deslizaban sin obstáculos por las lisas calles. En más de una oportunidad, algunos norteamericanos atendieron a ese llamado y les obsequiaron morocotas a algunas bellas muchachas que les gritaban desde sus ventanas. En esos años se decía que “carnaval sin los Sosa, no es carnaval”. Eran éstos dos hermanos comerciantes que cerraban su negocio para dedicarse por entero a los festejos carnavalescos, cuando se paseaban en un lujoso carruaje trajeados de impecable blanco, repartiendo flores, bombones y frascos de perfume entre las damas. Para ese entonces, los desfiles de coches adornados, los bailes, las comparsas y los concursos de disfraces cobraron tal importancia y realce, que ya en los años veinte las páginas sociales elogiaban profusamente todas estas manifestaciones de alegría y buen gusto. Simultáneamente, en 1918 comenzó a notarse un vertiginoso descenso en los carnavales metropolitanos, cuyo refinamiento, elegancia y alegría quedó circunscrita a las fiestas particulares, mientras que el jaleo del carnaval popular florecía en las calles. Los bailes de sociedad en los carnavales de los primeros lustros del siglo veinte eran suntuosos y se celebraban en casi todas las casas de personas de cierto relieve social. La música estaba a cargo de orquestas de seis o siete músicos que tocaban foxtrots, pasodobles, tangos, charlestons y “son cubano” (que se hizo fuerte 1930, con El manisero, por lo que a los chicos de esos años los llamaban “la generación del maní”). Esos novedosos bailes, ya de parejas, con algunas remanentes polcas y valses de antes, sustituyeron a las más antiguas danzas de figuras, que duraron hasta 1910 y pico, cuando llegó el tango, que en Caraca llamaban “el argentino”.

Entonces se abrían los bailes con Espigas de oro y se cerraban con Adiós, a Ocumare. No había bailes de carnaval en los clubes sociales, pues todos se celebraban en los hogares de caché. En 1921 se pusieron de moda los “bailes de máscaras” en el Olimpia, donde se bailaba el fox y el “one” (one-step), que se decía estaba cargado “de abrazo grosero”. A cada una de las fiestas de sociedad, que comenzaban antes de carnaval y que podían ser no menos de diez, había que ir con un disfraz diferente. El primer salto hacia la democratización del atuendo ya lo habían dado, en la segunda década del siglo, algunos viajeros de sociedad que introdujeron el disfraz de Pierrot y Pierrettes (rojo y negro) y de Dominó (blanco con lunares) y las máscaras, los cuales se filtraron hacia la clase media, al lado de los muy populares atuendos de Arlequín, de Colombina y de Odalisca, con lo que comenzaba la tradicional transgresión a las normas sociales que el anonimato le ha conferido a los disfraces durante el carnaval. Casi todos estos trajes eran de origen francés —inicialmente importados de la ville lumière—, siendo los de “marquesa” y María Antonieta los más destacados. Como una broma y para pasar desapercibidas, por esos tiempos también inventaron el de mamarracho, un amorfo popurrí de prendas de vestir viejas con el que las muchachas de diversos estratos, y hasta familias enteras, se presentaban en las fiestas de los vecinos. Como era muy difícil adivinar de quién se trataba, se puso de moda el refrán: “Bailo con vieja y guardo el secreto”. También había grupos que salían en comparsas inspiradas en los más variados motivos, como la llamada Versallesca, que debutó en el nuevo Hotel Majestic en 1931. De estos tiempos escribe Guillermo José Schael: “Había familias que ofrecían espontáneamente sus casas y así, desde un mes antes, ya se estaban celebrando en Caracas los grandes bailes Al llegar a las casas, irreconocibles, gritaban con voz fingida: “¿A que no me conoces?”. Este grito de batalla lo asumieron como suyo las audaces “negritas” que luego aparecieron en los modernos bailes carnavalescos. Cuando existía cierta división de lo social y lo frívolo, aparecieron las fulanas “negritas”. Su insólito disfraz desapareció con los nuevos tiempos y la píldora anticonceptiva que, aunada a la incipiente liberalidad de esos tiempos, permitían que las mujeres comenzaran a hacer todo el año lo que antes hacían en carnaval, el cual también, ya para nuestros días, es historia. Mientras esto ocurría en Caracas, en Oriente se desarrollaba algo también muy original…

MACABINI TU’TALÉ
 
Durante mediados del siglo 19 se inició la explotación minera en el Callao, que atrajo gente de las islas como Trinidad y Tobago, Granada, Curazao y países como Brasil y Holanda, las cuales dejaron sus raíces culturales, que eventualmente se transformaron en algo único en Venezuela. En 1876 se jugó en el pueblo minero el primer partido de fútbol y después —según Pedro José Muñoz“disfrutó de los primeros teléfonos, luz eléctrica e hipódromo”. El primer carnaval de la zona se realizó en 1914, con un desfile, bajo el sonido de un ritmo único y nuevo en Venezuela, traído por los martiniqueños con su patuá y sus madames. Fuera de Caracas, como en Maturín y Margarita, siempre tuvieron importancia, antes y después de mediados del siglo 20, los carnavales del Callao, que cuando decaían a la par de la producción de oro en la zona, para suerte de los pobladores apareció la figura máxima de los reconocidos y turísticos carnavales de el Callao: la Negra Isidora.

Poco antes de su aparición pública, en 1943 (a sus 20 años), El Callao y sus tradiciones estaban en decaída: muchos habían emigrado por el ascenso en importancia del petróleo en otras zonas del país. Entonces, Lucía Isidora Agnes, telefonista en la mina y sindicalista, junto a Carlos Small y otros músicos de calipso, decidieron unirse para darle un nuevo impulso a sus tradiciones. Así, “La Negra” organizó su comparsa de madamas; introdujeron el cuatro, las maracas y la campanilla, fundaron la Asociación de Amigos del Calipso, y el Carnaval volvió a ser fuerte, de todos. Entonces se le dio énfasis a las madamas, que eran de vieja data. Está registrado que en 1925 enloquecían los negros antillanos y de Demerara. Dos meses antes comenzaban a entrar por Ciudad Bolívar los bultos con los pedidos a la firma Weldon’s de Londres, que a su debido tiempo habían hecho los negros de la población. Según Pedro José Muñoz, ”Venían en ellos lujosos atavíos, sedas y encajes en profusión. Trajes de damas de palacio, pastoras, colombinas, todas una variada gama de disfraces femeninos; y para los hombres no eran menos: marqueses, mosqueteros, patricios romanos, arlequines”. De modo que el asunto de exhibir los deseos secretos de representar un personaje en carnaval, se dio, hace muchos años, en el Callao; pero lo curioso es que en Caracas, en lugar de buscar la exhibición se procuraba desinhibirse, más bien buscándolo bajo el anonimato; por ello surgió el disfraz de negrita: para zafarse sin ser reconocida. El peculiar disfraz evitaba que las mujeres con ánimo de divertirse pagaran el precio de ser tildadas de “ligeras” o “vagabundas”. Como éstas no eran escasas, la censura social podía ser muy dura, según lo atestigua una alegre pieza, pre-negritas, de 1937, titulada Noches de carnaval: Comparsas jacarandosas/de mujeres sin pudor/con blancos senos desnudos/cual flores de tentación/Mirad, aquella morena/que al cruzar sus piernas lindas/muestra la piel de canela/más arriba de sus ligas./Diablesas cautivadoras/con su clásico antifaz/que van brindando en sus risas/todo su encanto infernal./Mirad, la de ojos felinos/ por el vino enardecida/que en su exceso de locura/muestra sus formas lascivas. Coro: Todas son alucinadas/que entre copas de champán/siguen su impúdica juerga/la noche de carnaval. Si con meros antifaces ya había crítica, vestidas de negritas era el acabose. La idea detrás de este disfraz, en particular, y no el de rumbera (que no hubiese permitido cubrir el cuerpo completo ni taparse la cara, pues las rumberas no se cubrían el rostro), probablemente se debía a que con éste se asumía tanto el código de moral de una gente de conducta más liberal, como la pimienta y el atrevimiento de las negritas de verdad-verdad.

Rafael Minaya estudiaba en San Francisco de Marcorís, Santo Domingo, con Damirón y Billo. Minaya llegó a Caracas en 1941 y, a poco, armó una magnífica orquesta que se distinguía porque tocaba música de swing y, particularmente, todo el repertorio de Glenn Miller (cuyos arreglos copiaba de la radio en Onda Corta). Minaya fue testigo presencial de una noche de carnaval en el Roof Garden, cuando se presentó un grupo de muchachas disfrazadas con medias negras, falditas ceñidas y una busaca cubriéndole la cabeza. Eso causó sensación y pronto aparecían más y más negritas, que también el vio cuando tocaba en el Hotel Majestic.

En la posguerra, cuando se levantaron las restricciones al nylon, impuestas por la Segunda Guerra Mundial, las provocativas negritas aparecieron casi todas, vestidas con tentadoras medias y una corta falda; luego vinieron las mallas largas de bailarina sobre la cual también se ponían una brevísima falda con el consabido delantalsito de “sirvienta de adentro”, que nunca fue abandonado de un todo. En los años cincuenta y pico, cuando todavía no existía la Lycra, las negritas adoptaron un ceñido mono de lana negro que cubrían con un diminuto bikini y una blusa, sin suprimir los sensuales tacones altos que habían usado desde un comienzo. El rostro se lo tapaban con una careta de tela negra —tipo pasamontañas—, que tenía el borde de los boquetes de la boca y los ojos pintados de rojo y blanco. Nada dejaban al descubierto pues usaban guantes y una peluca de cabello negro rizado. El uso de este particular disfraz tenía curiosas reminiscencias atávicas que se remitían a la Colonia, cuando, una vez al año, los amos del Valle cedían sus puestos a los esclavos, de quienes adoptaban su vestimenta y apariencia para servirlos a ellos en la cocina. Si ésta era una forma de expiar algún sentimiento de culpa, la simulación buscada por las “negritas” obedecía más a la conveniencia del anonimato que a una subconsciente emulación histórica.

Así disfrazadas, las mujeres de diferentes rangos salían a bailar y hacer lo que no se atrevían —o no podían— hacer en condiciones normales. Si bien las había de todos tipos, las más audaces o lanzadas actuaban sin ningún tipo de inhibición, aunque no solían andar en cambote, pero también había comparsas completas que iban ingenuamente disfrazadas de piñata o de pirata, sin que nunca faltaran algunas que traslucieran su verdadera condición al aparecerse ataviadas de dominadoras vaqueras, luciendo unos tentadores shorts o minifalda, botas altas, revólver al cincho, sombrero tejano sobre una exuberante melena y un puntiagudo antifaz cubriéndoles el rostro. Si su desenfado atuendo las delataba como unas soberanas “bandidas” prestas a “buscar pelea”, hubo algunas más audaces que llegaron al extremo de salir con un sobretodo, antifaz y tacones sin nada abajo. Entraban a un lugar, mostraban su escultural cuerpo por un par de segundos y desaparecían sin dejar rastro, dejando a quienes dicen haberlas visto, totalmente anonadados.
 
La misma centelleante operación la repetían en varios lugares, hasta que se creó el mito. Echarle el guante a uno de estos fugaces y misteriosos “relámpagos” constituía la máxima aspiración de los buscadores de tesoros femeninos durante el carnaval.

Pero también había problemas, que era la facilidad que tenían algunos “caballeros” para hacerse pasar por damas. En tiempos de Gómez, Antonio Danau, apodado “El encanto de un vals”, fue a dar a la cárcel junto con un émulo suyo llamado “La Condesa Negra”, por disfrazarse de mujer. Cuando Pedro García, el temible Comandante de la Policía, le explicó la razón, “El encanto”, a quien no le faltaba inventiva, le preguntó, en su habitual tono afectado, que quién había dictado la prohibición. “La orden la dio el Dr. José María Cárdenas, Presidente de la Junta de Carnaval”, respondió molesto el Coronel. “¿Ah sí? —replicó el mariposo, tomando pose—. Entonces él no podría disfrazarse de lo que a él le gusta.

LA PERRITA QUE PARECÍA UN RATÓN

Xavier Cugat siempre se presentaba con una diminuta chihuahua que, en su versión más pequeña (porque tuvo varias) se asomaba como un pañuelo viviente del saco de su smoking.

Otras veces la sacaba, de un pequeño abrigo y, después de mostrarla y acariciarla, se la entregaba a un solícito asistente que la retiraba del escenario, acobijándola entre sus manos como si se tratara de un pollito bebé. El efecto psicológico de este tierno gesto era devastador, particularmente entre las damas, quienes posiblemente asociaban el cariñoso gesto con inconscientes carencias románticas personales. Luego de referirse a otras orquestas que lo habían precedido en Caracas (la Lecuona Cuban Boys, la Casino de la Playa, etc.), exagerando un poco el tamaño de la chihuahua, el poeta Aquiles Nazoa se refirió a este estudiado gesto de astucia promocional: Del país de Supermán/nos llegó Cugat después/un extraño catalán/que nos pegó ese macán/con sus rumbas en inglés. En lugar de la varita/que usan en su profesión/nos mostraba una perrita/del tamaño de un ratón.

EL “RABO” DE LA RUMBERA
 
En ese mismo annus horribilis tocaba Xavier Cugat en un rumboso baile de gala en el Club Venezuela. Cuando Norma Calderón cantaba Mama eu quero, el maestro oyó clarito cuando el hijo de un socio del club dijo en voz alta, que la rumbera cantante tenía “un tronco de rabo”.
 
Cugat llamó incivilizados a los venezolanos y abandonó el escenario. El alboroto alcanzó niveles de trifulca cuando Alberto Díaz, Presidente de la Corte Federal y de Casación, se sintió ofendido (como suelen hacer los acomplejados nacionalistas) y le replicó: “¡Más incivilizado será su madre!”.

EL “CADETAZO” DE BILLO

Cugat tragó grueso en Caracas, después de un sonado mano a mano, que tuvo lugar en el Nuevo Circo en 1954. Allí la Billo’s Caracas Boys le dio un baño que lo dejó frío. Las tarimas estaban enfrentadas, con cada orquesta tocando al frente de la otra, con el ruedo del circo de por medio. Todo iba muy bien cuando, repentinamente, se fue la luz y la orquesta de Cugat, imposibilitada de leer la música que tenía en los atriles, se paralizó. Segundos después, la orquesta de Billo, que se sabía de memoria Mamá yo quiero un cadete —su hit del momento— arrancó a tocarlo sin papeles, El público deliraba y Cugat quedó anonadado porque le Billo le había dado un baño.



LA MANO VENGADORA

Afectado por una serie de incidentes que tuvo en Caracas, ocurrió que, en esa misma temporada del 54, al día siguiente de animar un baile de carnaval en el Hotel Ávila (Entrada Bs. 25; Botella de Whisky servida de cualquier marca: Bs. 100), Cugat fue agredido por el trashumante Alfredito Alvarado, quien le propinó un sonoro pescozón porque el director de orquesta se había negado a acompañarlo a bailar Alma llanera. El relato de lo ocurrido lo recogió Edmundo Aray en su libro El rey del joropo: “Yo me puse mi sombrero de cogollo, mis alpargatas con maracas, mi franela y una vela en la mano (…). Cuando me tocó el turno, Ospina (gerente del hotel) se le acerca a Cugat y le dice: — Cugat, le presento al Rey del Joropo venezolano. Lo hemos traído (con su pareja) para que usted toque y él baile. Entonces Cugat, con el mayor desparpajo, le dijo: —¡Oh!, carrramba, yo siento mucho pero yo no poder acompañar al indio porque mi música no es para indios”.

Humillado (pero con mil bolívares compensatorios en el bolsillo), Alfredito regresó a su casa, donde su temible padre (el tuerto Alfredo Alvarado), al enterarse del bochornoso hecho, lo conminó a vengar la ofensa so pena de expulsarlo del hogar.

“¿Cómo es posible que ese hombre te haya insultado y tú no le hayas dado siquiera un cabillazo?”, le espetó el atravesado padre. Así es que al día siguiente Alfredito se fue a Radio Continente y pescó al director de orquesta después del programa, justo cuando éste salía acompañado de su cantante, Lena Romay.

Refiere Alfredito: “La Lina tenía un ramo grande de flores enormes. Entonces yo me metí en el bululú, me acerqué a Cugat y lo paré. ¿Usted se acuerda que anoche me llamó indio? —No, yo no me acuerdo nada—, me contestó. Le zampé un tanganazo en la boca y el hombre quedó groggy. ¡Caraj! ¡Plum! ¡Pam!, y la sangre comenzó a mancharle el esmoquin blanco, y se escucharon gritos: ¡Un loco! ¡Un loco! La gente corriendo, el ramo de flores por el suelo, y aquel bochinche; la gente para un lado y pa’l otro, y Cugat pegado a la pared con un pañuelo en la boca, y el militar de guardia se me vino encima. ¡Un momento!, le grité; el señor insultó a la Patria y a Bolívar. El soldado se colgó su bayoneta al cinto y regresó a su puesto. Pero me agarró un policía: ¡Usted está detenido!”. Alfredito Alvarado fue a parar a la Cárcel Modelo y Cugat (después del trompón), a una clínica. A la mañana siguiente, refiere el pintoresco bailarín, apareció un gran titular en Últimas Noticias:
 


 
EL REY DEL JOROPO LE DA TROMPADA A XAVIER CUGAT PORQUE INSULTÓ A VENEZUELA.

LA MANO VENGADORA

El balance final de los carnavales en Caracas es que ninguna ciudad del mundo ha tenido nada parecido, pues los nuestros —en su aspecto nocturno— han sido una comedia donde los actores han buscado la aventura de lo desconocido, llevándose los hombres grandes sorpresas tanto por el chasco de darse cuenta que había bailado con un hombre o por el descubrimiento de algún tesoro amoroso y bello, reconocido y confirmado así en un encuentro posterior, a la luz del día, de donde surgieron “levantes”, noviazgos y hasta matrimonios.

Claro, también hubo amenazas de divorcio, pues era común que una “negrita” cazara a su marido infraganti, en plena sobadera con una negrita en la pista de baile y le armara un zaperoco, con reclamos a grito pelado y acusaciones de “¡Bandido!... ¡Sinvergüenza!”, aderezado el escándalo con templones y golpes, lo cual le daba pie a la víctima de defenderse contratacando: “¡Y tú!... ¿Qué haces aquí, disfrazada de negrita?”, pregunta que llevaba implícita adjetivos sugerentes que salían a flote cuando el marido, ante la intransigencia de la esposa enfurecida, se veía sin más recurso de defensa que llamarla puta.



Ya mencionamos a las mosquitas muertas que se avispaban al nomás vencer la timidez escudadas por la protección del disfraz; y también a la generalidad de las mujeres que le echaban pichón a ver qué levantaban o, al menos, darse su gusto haciendo a escondidas lo que no harían sin careta; o las que iban a los bailes solo a mirar, que generalmente andaban en cambote y no eran propensas a la aventura, pues ésas no eran “lanzadas”, sino vouyeristas”.
 
También había el caso mencionado, del chasco que algunos se llevaban al advertir que habían bailado con un hombre disfrazado de mujer. Se sabe que Rito Álvarez del Pasapoga o Misouko del TodoParís, tenían buenos cuerpos como para disfrazarse y pasar por mujer. Hubo el caso que en El Duende, en Altamira, se apareció Misouko. Sabiendo de quién se trataba, un tercio le advirtió a su amigo que tuviera cuidado, revelándole de quién se trataba. Viendo a Misouko coquetear, exhibiendo sus dotes femeninas, con un cuerpazo curvilíneo, el amigo le respondió: “No importa, vale. Yo voy a echarle pichón y la voy sacar a bailar porque está bien buena”.

Como fuere, las traviesas negritas fueron el símbolo y la alegría de unos pintorescos carnavales que evolucionaron en el tiempo, hasta desaparecer, si bien quedan los anecdóticos (y ya históricos) recuerdos de noches de placer, en casos, tal vez con no pocos trastornos, traspiés y problemas, algunos vistos a los nueve meses y, otros, vividos en el momento.

Ocurría que algún atrevido marido bailara con una esquiva y atractiva “negrita”, en quien ponía en práctica sus viejos trucos de redomado seductor, sin saber que se trataba de su propia esposa, a quien no solo apurruñaba sino que también besaba, sobaba y le susurraba, proponiendo irse juntos a un hotel. Al llegar “la hora de la verdad”, en esos preclimáticos momentos, la esposa se quitaba la máscara, ante el asombrado marido. La excusa más común de esos esposos atrapados en momentos así, solía ser un descabellado y desesperado alegato (con algo de cinismo): “Pero, mi amor… ¡si todo el tiempo yo sabía que eras tú!”.

Pero las excusas de carnaval, en situaciones similares entre parejas, son muchas. La más increíble tuvo lugar hacia 1965. La esposa contrató a un detective, para que vigilara a su marido, quien siempre se le escapaba con otras. Al mostrarle la evidencia, incontrastable de una fotografía suya con una negrita, en un carnaval en el Tamanaco (la foto se la pagó el detective, al Chiclayano), su excusa, una desesperada negativa ante la evidencia fue: “Mi vida, ¿a quién le vas a creer tú más, a mí o a la foto?

Este texto está dedicado a mi querido amigo Billo Frómeta, por su amorosa relación con Caracas, que ambos compartimos; y por ser figura central de esos carnavales que se fueron y que él vio nacer en el Roof Garden de los cuarenta, donde fue testigo, junto a Rafael Minaya “Tatán”, de la sorpresiva aparición de las primeras negritas, que pronto se multiplicaron para invadir el Majestic y otros escenarios, siendo ellas la semilla de miles más que con su atrevimiento, pimienta y alegría, hicieron memorables los viejos carnavales de Caracas. También le dedico el texto al recuerdo de esas negritas, entre quienes, en el momento de una afortunada noche, conocí al “Rosita”. Cuando nos vimos al día siguiente, comenzó una relación perdurable. Esa “Rosita” era Lupita. Y esa Lupita era Lupita Ferrer. Dado que ella vive y está en Miami, también a ella le dedico estos recuerdos de noches y días —de años— cuando éramos felices y no lo sabíamos.





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