Somos un país de contrastes, que es capaz de convivir con lo mejor y lo peor de sus momentos históricos.
Un aparador llamado, Venezuela
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Por Waleska Perdomo Cáceres

Somos una sociedad matizada que sobrevive gracias al humor del ciudadano, que apela a algún sistema de adaptación que ha desarrollado espontáneamente, para lograr evadir la realidad. Logra crear una atmósfera propia que es capaz de remontar la evolución de los ambientes más complejos. La Venezuela de hoy es una imagen artificial en blanco y negro, una vorágine envuelta en una economía inexplicable, que contiene la precariedad a flor de piel y la opulencia casi obscena, todo en un mismo plano de existencia.

Este plano de existencia es peculiar, signado por una transformación que comienza con la repartición desequilibrada de los ingresos: disfrutamos de la llamada economía basada en bodegones, tenemos la bonanza repartida en las clases sociales de los extremos, que están diametralmente opuestas; los mayores ingresos residen en las clases A y C, con una alta demanda de los oficios, baja demanda de las profesiones, lo que hace que la clase media esté atrapada.
 
Son los lujos y la precariedad conviviendo en ranchos con aires acondicionados, que se ven reflejados en restaurantes, centros comerciales, tiendas de lujo saltan a la vista con unos prometedores cálculos de la CEPAL que según Finanzas Digitales (2022) Venezuela tendrá una de las economías con mayor crecimiento; un 10 % proyectado. Panamá (7 %), Colombia (6,5 %), República Dominicana (5,3 %), Uruguay (4,5 %), Guatemala (4 %) , Honduras (3,8 %), Bolivia (3,5 %) y Argentina (3,5 %), de acuerdo a la institución. Esto obviamente contrasta con Venezuela, que tiene a 9 de cada 10 de sus habitantes en la pobreza. Con grandes fallas en los sistemas de salud, de educación los cuales son sectores prioritarios para el desarrollo del país.
 
A partir de estos convulsionados tiempos, reina la incertidumbre con las certezas futuras. Hay estabilidad y cambio permanente, bonanza y escasez. Todo ello refleja un fenómeno transcomplejo donde prevalece la instauración del artificio de lo verdadero, una post verdad ajustada al sistema que rige los destinos del país. Que no es sólo de este, si no que también es una tendencia latinoamericana. Lo sabemos cuando reconocemos los mismos rasgos panópticos de un régimen artificial, dónde se maneja muy bien la hegemonía de un lenguaje que construye las verdades de quienes escriben nuestras épicas.



Reflexionar sobre una Venezuela del aparador, es verse reflejado en el espejo del modelado de una sociedad fragmentada intencionalmente, para luego ser reconstruida. Es una suerte de Kintsugi social. Aquella técnica ancestral heredada de la tradición japonesa, dónde se celebra la imperfección y se unen las fracturas de piezas de cerámica, usando una mezcla de resina con metales preciosos, para embellecerlas. Este es un proceso que implica la paciencia del artesano para su modelado, secado y terminación. Proceso que puede tardar semanas o meses.

Pero esto no importa, la filosofía japonesa del wabi-sabi, se basa en la paciencia, en ver la belleza desde la imperfección. Por lo que propone que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto, por ende deben mostrarse en lugar de ocultarse, pues es lo que logra hacerlo más hermoso, poniendo de manifiesto su transformación e historia. Nuestro kintsugi criollo, hace que hoy seamos una sociedad diferente. Rota, rearmada y bella.

Estamos reconstruidos y como el loto, emergemos. Hoy somos testigos del regreso de tantas cosas olvidadas por las viejas glorias de la Venezuela petrolera. Retornan los grandes espectáculos, los artistas internacionales, los actores y saltimbanquis atraídos por el olor de la verde moneda. Somos hedonistas y nos han creado una versión de país dónde el aparador está abierto las 24 horas del día. Nos exponemos y nos mostramos. Lo que comemos, a dónde vamos, lo que hacemos, la vida está mediada por las pantallas de nuestros celulares o tabletas.

La Venezuela del aparador es una exposición constante en las redes, en el sitio de moda, en una plaza bonita a kilómetros de Caracas, una sonrisa amplia pero con el corazón roto. Porque el alma no se puede fotografiar y mucho menos el estómago. Todas estas improntas ideológicas comprenden una multiplicidad de situaciones, de factores que convergen en un espacio multiverso y transcomplejo dónde el estremecimiento y la fascinación que genera lo inesperado, lo ajeno y lo novedoso de lo imposible se revela para su desestabilización constante en el develar de una apertura artificial de una sociedad que vive expuesta en su aparador.

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