Hay dos formas de recordar: con o sin apuntes. Este relato de hora y media con un Nobel abriéndose paso hacia la cuesta de Moyano está hecho con el silencio de los semáforos y las palabras arrancadas de los recuerdos de quien transcribe.
90 Minutos con Mario (Vargas Llosa)
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Por Karina Sainz Borgo

“El ratón no está conectado”, dice el escritor mientras sube al coche con el micrófono corbatero aún prendido de la solapa. “Me levanté a las cinco y media, preparado para trabajar, y me salió en la pantalla de la computadora ese mensaje que nunca antes había visto”, explica entre la risa y el desconcierto.

—Es porque le falla la pila, Mario —contesta Claudia, su asistente, desde el asiento del copiloto.

—Esperé media hora, pero no hubo manera…. “El ratón no está conectado”.

Todavía Mario Vargas Llosa no había terminado la frase, cuando ya Claudia tenía el móvil pegado a la oreja. «Hay un problema con el ordenador de Mario». Los bocinazos suenan lejanos, como si viajáramos en submarino en lugar de un automóvil con cristales tintados.

—¿Y qué hiciste? — el tuteo me salió de sopetón, quizá por el tono distendido del rodaje.

—Pues leer y corregir luego a mano, ¿qué más?

Pasan quince minutos de las nueve de la mañana. El escritor y premio Nobel Mario Vargas Llosa acaba de grabar la primera secuencia de un vídeo que recoge su visita a la Cuesta de Moyano, la calle consagrada a las librerías de viejo de Madrid. Los miembros de la asociación que representa a ese gremio lo han preparado todo. La periodista que lo acompaña durante el paseo, en este caso la misma que escribe esta crónica, dispone de 60 minutos para la entrevista e imágenes de apoyo. No más. En el reloj de arena, el oro en polvo corre.

Rodar el saludo frente al Palacio Linares ha durado poco más de un cuarto de hora. El traslado en coche hasta la estatua de Pío Baroja que preside la Cuesta no debería demorar más de diez, han calculado los productores. Pero es lunes y en un Madrid repleto de oficinas y comercios a toda marcha, no hay cronómetro que valga. En medio de un atasco en el paseo de Recoletos, el tiempo se enlentece por obra y gracia de los casi veinte semáforos que separan la calle Jorge Juan de Los Jerónimos.

—Cinco y media de la mañana. ¿Te despiertas siempre tan pronto? —ya no hay vuelta atrás para el usted.

—Todos los días —Vargas Llosa busca una postura más cómoda, sin soltar el bastón—. Me lavo los dientes, me afeito, escribo hasta las ocho y salgo a caminar. Después de ducharme, tomo el desayuno y bajo a trabajar al escritorio hasta las doce.

“Abel sabe dónde están las pilas, preguntale”. Al teléfono, Claudia imparte instrucciones con acento porteño. Ajeno a las diligencias de la persona que lleva su agenda, Vargas Llosa describe sus rutinas. «Lo mejor de corregir a esa hora, es la calma que hay en toda la casa. Me gusta ver amanecer. Ahora hay luz, pero en invierno, no sale hasta las ocho». Mientras pasa revista a documentos y folios ordenados en carpetas, Claudia insiste: “Decile que ponga las pilas al mouse y pruebe. Cualquier cosa, me llamás”.
—¿Corriges a la vez que escribes?

—No, después —el peruano contesta con su voz aflautada—. Primero preparo el capítulo. Ya entonces avanzo en la escritura y procuro no parar. Cuando termino, corrijo enteramente. Puedo llegar a hacer hasta tres correcciones.

—Lo de metódico no es una leyenda.

—Si eres novelista, estás obligado a serlo. De lo contrario, se desmorona todo.

Mario Vargas Llosa llegó a Madrid a mediados de los años cincuenta para cursar un doctorado en literatura de la Universidad Complutense. Ya era licenciado en Derecho por la Universidad de San Marcos. En Madrid se aficionó a escribir en las fondas y bares alrededor de la esquina de Menéndez Pelayo con Doctor Castelo, cerca de la pensión donde vivía. También cultivó la costumbre de visitar la Cuesta de Moyano, donde dice haber conseguido casi todos los libros de Azorín, un autor que en ese momento lo obsesionaba.

Así comenzó su primera novela, La ciudad y los perros: escribiendo a máquina en la habitación de una pensión y garabateando en sus libretas bajo la mirada del camarero estrábico de un bar donde hoy funciona Arzábal. “¿Y cómo va eso?”, me preguntaba el hombre dándome palmaditas en la espalda. Eso me ponía nerviosísimo», dice Vargas Llosa. “¿Sabes que veinte años después lo encontré por casualidad en una foto? ¡Qué sorpresa y qué pequeño es el mundo: el camarero bisco de El Jute!”. El escritor suelta una risa suave.

—¿Cómo hacías cuando no podías vivir de tus libros? En Francia escribiste La casa verde al mismo tiempo que acudías a la radio.

—En Francia, si trabajas en la noche, cada hora la pagaban doble. Así que yo entraba a las diez a la Radio Televisión Francesa y trabajaba hasta las cuatro de la mañana. Al día siguiente, me levantaba a la una y escribía toda la tarde —hace una pausa brevísima y sonríe—. Los años que estuve en Francia fueron maravillosos.

—Estuviste en el Barrio Latino de 1960… ¿Cómo si no?

—Viví primero en un hotelito que se llamaba Wetter, frente al museo Cluny. Luego me fui a la calle Tournon —vuelve a soltar los pellizcos de una carcajada—. Alquilé los dos últimos cuartos del departamento en el que había vivido, ¡imagínate!, Gérard Philipe.

Vargas Llosa se refiere al “príncipe de los actores”, que es como llamaban al hombre que protagonizó filmes de René Clair o Luis Buñuel y trabajó con otras criaturas mitológicas —él era ya una— como Gina Lollobrigida o María Félix, además de interpretar y dirigir obras de Shakespeare, Victor Hugo, Corneille, Brecht y Musset. Una figura prominente que los menos espabilados conocemos porque Javier Marías eligió una foto suya para ilustrar la cubierta de Tomas Nevinson (Alfaguara).

—Fue la casera quien me dijo que ahí había vivido Gérard Philipe —dice, encaramado en sus recuerdos—. Era muy simpático el sitio.

—¿En París escribiste también La Casa verde?

—Comencé La ciudad y los perros aquí, en Madrid, y la trabajé un par de años en París hasta concluirla. También allí escribí La casa verde y el comienzo de Conversación en La Catedral, que luego terminé en Inglaterra.

—¿Así, sin pausa?

Ya…deja caer una risita que se desinfla en suspiro— Conversación en La Catedral me sacó todas las canas que tengo. Es el libro más complicado de todos los que he escrito. Me demoré casi tres años. Me sacó canas verdes, ¡oh! —la interjección lo vuelve terrenal y divertido.
—Exigía mucho técnicamente.


—Era compleja también por otras cosas: yo quería escribir una novela sobre el tiempo de Odría, una dictadura profundamente corrompida. También quise contar el estado de ánimo de mis compañeros de generación. Todo eso lo volqué en Conversación en la catedral.

El tercer semáforo en rojo, justo frente al museo Arqueológico Nacional, coincide con la evocación de Zabalita preguntándose cuándo se había jodido el Perú. Si hasta dan ganas de santiguarse cada vez que Vargas Llosa repite el título de su mejor novela y a la que él, al menos esta mañana, le dedica una colección de resuellos e interjecciones. “En Francia también escribí un relato largo que se llama Los cachorros, lo publicó Lumen con unas fotos de Xavier Miserachs, un fotógrafo que murió muy joven. Pobre muchacho, cuánto adelgazó en tan poco tiempo”.

¿Ya estabas con Balcells cuando escribiste Conversación en La Catedral?

—Sí, con Carmen. Y con Seix Barral, que me había publicado La Ciudad y los perros. Yo tenía mucha reticencia a enviar aquella novela a Carlos Barral, porque había tenido un problema con la censura franquista por un libro de cuentos, pero un profesor de la Sorbona me dijo que se la enviara, porque Carlos había editado un libro de Juan Goytisolo.

—¿En dónde?

En México. Cuando la censura se ponía muy estricta, él publicaba en México. Le mandé el manuscrito a Carlos. Me contestó a los tres meses. Estaba entusiasmado con la novela y me dijo: “Vamos a sacarla”. Al final fue muy divertido, porque el jefe de la censura, que era el cuñado de Fraga, acabó publicándola, después de dar mucha guerra. Se llamaba Robles Piquer. No se me olvida ese nombre. Si hasta escribió unas memorias en las que decía que gracias él se había publicado en España La ciudad y los perros.

—Quizá se habrá atribuido su censura como parte del éxito.

—Sí, ¿verdad? —Vargas Llosa ríe con ganas—. Solo le faltó decir que él había mejorado la obra extraordinariamente. En una cena que tuvimos, me dijo algo así: “nosotros colocamos algunos adverbio”.

El coche apenas ha avanzado un kilómetro hasta la puerta de Alcalá y aunque cualquiera podría demorar cinco minutos andando hasta Moyano, los semáforos no parecen dispuestos a colaborar. Suena el teléfono, otra vez. “Vamos en camino, pero hay un poco de atasco. En breve estaremos ahí”. Claudia se equivoca, y lo sabe. “Carlos Barral era tan buen editor que en la segunda edición restableció todo lo que habían retirado”, dice Vargas Llosa para espantar su ataque de risa.

—¿Se entra por cuál caseta? —pregunta Claudia, pero el conductor hace mutis por el foro.

—Hay que aparcar junto al número treinta —respondo, a sabiendas de que es justo la que acabamos de dejar atrás.

—Tenemos que doblar aquí a la derecha. Sí, aquí, aquí —el Nobel se incorpora para dar las indicaciones, pero ya es tarde para enmendar.

El coche avanza en dirección a la estación de trenes de Atocha. Vuelve a sonar el teléfono. “Nos hemos pasado”, se disculpa Claudia. “Llegaremos en el tiempo que nos tome cruzar en la esquina del Prado”. A juzgar por el tráfico, eso supone cerca de diez minutos más.

—Barral daba unas batallas tremendas para vencer a la censura —retoma Vargas Llosa— Pero… es que la censura era una cosa obsoleta y anticuada, no tenía sentido que un grupo de seminaristas dictaminara qué se leía y qué no.

—A Cabrera Infante le censuraron Tres tristes tigres. ¿A ti cuántas?

—Hubo problemas hasta Conversación en La Catedral, después ya ni revisaban los libros.

—¿Llegaste a vivir la Transición española?

—Estuve en Barcelona desde 1970 hasta 1975. Me marché el año de la muerte de Franco. Me enteré de la noticia en Nueva York.

Por primera vez hay silencio, como si las bocinas de los coches, el repique del teléfono y los avisos de mensajería instantánea hubieran hecho una tregua de veinte segundos.

—Esa es la caseta treinta. Doblamos, justo ahí — Vargas Llosa se dirige al conductor— ¡La Cuesta de Moyano! He dejado de venir. Ahora vivo muy lejos.

Son las nueve y cuarenta de la mañana de un lunes de junio de 2022, Mario Vargas Llosa baja de un coche con los vidrios tintados. La longevidad lo hace más apuesto. Viste vaqueros y americana. Camina apoyándose en un bastón color oscuro. Los transeúntes lo miran, boquiabiertos. Todos quieren una foto, un saludo, estrechar su mano. Pero él declina, con educación. “Hay que grabar, lo siento”.

El reloj de arena de oro en polvo se ha puesto en marcha otra vez. Quedan todavía treinta casetas por recorrer y sesenta minutos con Mario Vargas Llosa.

Atrás queda el atasco y la media hora de semáforos en la ida de un escritor. En su casa, seguro, Abel o quien sea, ya habrá colocado las pilas. Mañana, al amanecer, Vargas Llosa podrá retomar el trabajo aparcado. Ahora, en el número treinta de la Cuesta de Moyano y con el micrófono corbatero, ahora sí encendido, el tiempo ya no corre: vuela.







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