La pregunta clave a formularse es cómo impacta en términos de la eficacia del régimen del Partido Comunista Chino, la autocracia de Xi. Lo cierto es que mandato colectivo equivalía a liderazgo débil
Xi Jinping, el Nuevo Emperador
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Por Alfredo Toro Hardy

El pasado 16 de octubre comenzó el Vigésimo Congreso Nacional del Partido Comunista Chino. Se trata de la más importante asamblea deliberativa de ese país que se reúne cada cinco años y en la cual se designan a las más altas autoridades del mismo. En esta oportunidad se reelegirá a Xi Jinping, dando formalmente al traste con el límite de diez años al mandato del máximo líder. Aunque ya tal límite había sido eliminado en 2018 por vía de una Enmienda Constitucional, la reelección formal de Xi entraña el cruce de un Rubicón. Como en el caso los antiguos emperadores chinos, el suyo parece convertirse en un liderazgo supremo de por vida.

Para llegar a este punto, Xi Jinping hubo de dar al traste previamente con el liderazgo colectivo que había regido al país durante cuatro décadas. Tal liderazgo había sido establecido por Deng Xiaoping, luego de la muerte de Mao, para evitar la concentración de demasiado poder en una sola figura. En base al mismo, la toma de las decisiones fundamentales requería de compromiso y consenso por parte de los miembros que conformaban el Comité Permanente del Buró Político del Partido Comunista. Tras su llegada al poder, no pasaría mucho tiempo antes de que Xi impusiera su voz como la única que cuenta al interior de dicho órgano.

La pregunta clave a formularse es cómo impacta en términos de la eficacia del régimen del Partido Comunista Chino, la autocracia de Xi.
 
Lo cierto es que mandato colectivo equivalía a liderazgo débil. Liderazgo débil se traducía, a su vez, en facciones demasiado poderosas. Facciones demasiado poderosas implicaba una lucha permanente entre intereses creados pugnando por imponerse. Más significativo aún, un liderazgo político débil conllevaba a dos problemas adicionales. Primero, a un estamento militar virtualmente autónomo frente al estamento civil. Segundo, a un régimen sin fortaleza suficiente como para plantarse firme frente al nacionalismo cada vez más vociferante de la opinión pública.

Lo cierto es que cuando Xi Jimping arribó al poder en 2012, existía la preocupación de que el liderazgo civil no estuviese ya en condiciones de controlar al liderazgo militar. Al mismo tiempo, el partido se veía plagado por la corrupción y por serias contiendas de poder internas que amenazaban con conducirlo a la fragmentación. Más aún, la desconexión creciente entre el régimen y el pueblo no auguraba nada bueno. El temor de que el control del Partido Comunista Chino pudiese haber entrado en cuenta regresiva resultaba palpable. Xi utilizó su campaña anti corrupción no sólo para hacer frente a este particular y acuciante problema, sino como excusa para deshacerse de sus rivales e imponerse sobre las facciones. Más allá del estamento civil, tal campaña le sirvió a la vez de herramienta para doblegar la independencia del estamento militar. La magnitud misma de su cruzada anti corrupción desafió la imaginación, con millones de miembros del partido y oficiales militares siendo investigados y sancionados. Ni siquiera los miembros del poderoso Buró Político del partido o los integrantes del gabinete ministerial se vieron excluidos de esta andanada, mientras dos docenas de generales de alto rango fueron objeto de purgas. Como resultado de este proceso, no sólo subyugó la prepotente autonomía de la institución armada, sino también el poder centrífugo de las facciones dentro del partido. Simultáneamente, su nacionalismo militante y asertivo ha servido para crear una conexión con el sentimiento prevaleciente en el país y con la necesidad de su población de sentirse respetada en el mundo.

Sin embargo, con la autocracia no sólo desaparecen los límites al poder de un solo hombre, sino también los límites a la duración de su mandato. El riesgo de lo primero es evidente. Por cada Deng Xiaoping o Lee Kuan Yew, autócratas extremadamente eficientes que propiciaron inmensos avances en sus sociedades, hay decenas de autócratas que han conducido al declive o al hundimiento de las suyas. De hecho, en estos últimos cinco años Xi ha colocado a China en una preocupante senda de anémico crecimiento económico, prestigio global declinante y represión doméstica creciente. A la vez, toda duración indefinida de un mandato hace que la sucesión a este pueda convertirse en un salto al vacío. Al dejar de lado la normas de sucesión institucionales y predecibles que el liderazgo colectivo aparejaba, dicho riesgo ha sido sustancialmente incrementado. La súbita muerte de este hombre de 69 años con una historia de fumador, colocaría al régimen y al país en situación de caos.

Así las cosas, desde el punto de vista de los intereses del régimen comunista chino, la autocracia impuesta por Xi presenta un balance mixto. Por un lado, es evidente que ha revitalizado al partido y servido de importante factor de cohesión doméstica. Por el otro, sin embargo, ha puesto en marcha la espiral de graves riesgos normalmente asociada a los mandatos donde una sola figura acapara todo el poder.



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