La identidad de Estados Unidos se forjó en tiempos coloniales. La misma fue producto de la convergencia entre un sentido de libertad resultante de su amplia autonomía política y un código de valores cívico-religiosos
EEUU y América Latina: Evolución Desigual
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Por Alfredo Toro Hardy

Las historias coloniales de Estados Unidos e Iberoamérica resultaron diametralmente opuestas. Al momento de partida como estados independientes ambas partes diferían en términos de identidad, instituciones políticas, proyecto económico, libertad de pensamiento y ética de trabajo. Ello determinó rutas y destinos diferentes. Mientras uno habría de transformarse en superpotencia, el otro nunca ha logrado superar el reto de desarrollo. Brasil, en algunas instancias, se encontraba en posición intermedia entre Estados Unidos e Hispanoamérica.

La identidad de Estados Unidos se forjó en tiempos coloniales. La misma fue producto de la convergencia entre un sentido de libertad resultante de su amplia autonomía política y un código de valores cívico-religiosos. Ello le permitió a sus habitantes evolucionar hacia la vida independiente preservando no sólo un sentido de si mismo cónsono con el pasado, sino un cuerpo de valores que les serviría de mapa de ruta hacia el futuro. Hispanoamérica, por el contrario, se adentraría a la vida independiente en medio de una profunda crisis de identidad que todavía aún no ha sido resuelta. En pugna con el pasado e incapaces de realizar una síntesis con su identidad plural, los hispanoamericanos han evidenciado una suerte de permanente duda existencial. Los brasileños, dada su evolución hacia la independencia bajo un régimen monárquico heredero de las estructuras coloniales, lograron un acomodo pragmático con su pasado. Ello definió una identidad que aún los caracteriza. Esta se expresa en un pragmatismo agudo desprovisto de valores fundacionales que sirvan de guía o fuente de orgullo.

También las instituciones heredadas de tiempos coloniales definieron caminos diferentes. Estados Unidos fue capaz de crear un marco democrático estable. Este no fue otra cosa que una evolución natural desde la amplia autonomía política y la experiencia de auto gobierno de las que disfrutó en tiempos coloniales. Hispanoamérica, forjada en un centralismo peninsular cargado de normas y regulaciones, perdió todo sentido de dirección al descabezar al orden establecido. El resultado fue una espiral de confusión, sangrientas guerras civiles y caudillismo. Nuevamente Brasil evidenció una evolución intermedia, en la medida en que sus estructuras monárquicas independientes fueron una continuación del orden colonial. Los problemas le llegarían al adentrarse en un sistema republicano incapaz de conciliar los intereses plurales propios de un inmenso país. No en balde a partir de ese momento su historia y la de Hispanoamérica convergen en medio de un proceso pendular democracia-dictadura.

También los proyectos económicos difirieron. En tiempos coloniales Estados Unidos logró un alto nivel de libertad comercial con la creación de numerosos puertos que competían entre sí. Ello no sólo propició la integración económica entre las distintas provincias, sino una estructura de especialización productiva que sentó las bases de su industrialización. Iberoamérica sólo podía comerciar con sus metrópolis desde un pequeño número de puertos especialmente designados para ello. Ello dentro de un contexto mercantilista sólo interesado en el transporte de metales preciosos o productos agrícolas. Como resultado, Iberoamérica quedó atrapada en un sistema exportador de productos primarios y sin más opción que la de sustituir sus viejas metrópolis coloniales por un reducido número de nuevas metrópolis comerciales, encabezadas por Gran Bretaña.

También en libertad de pensamiento la experiencia fue distinta. Mientras en la América colonial protestante y anglosajona, cada ciudadano era su propio “sacerdote”, en Iberoamérica la Inquisición y la Iglesia se ocuparon de salvaguardar la manera correcta de pensar. La experiencia colonial estadounidense fue una incubadora de libertad de expresión, espíritu democrático y curiosidad científica e intelectual. La iberoamericana propició, en cambio, conformismo y pasividad, transformándose en una invitación abierta a la autocracia.

La ética del trabajo forjada en tiempos coloniales, y proyectada a futuro, también difirió ampliamente en ambos casos. Por imperativo religioso los Protestantes anglosajones eran austeros, industriosos y disciplinados. Calvinistas, Luteranos y Baptistas compartían la noción de la predestinación. De acuerdo a ésta, la salvación o la condena eterna venían definidas desde el nacimiento y si bien nada podía cambiar lo ya determinado, el éxito material era señal de favor divino y, por ende, indicativo de salvación. De allí la compulsividad con el que se perseguía el éxito material mediante el trabajo duro. Los conquistadores iberos y sus descendientes se consideraban hidalgos, lo cual no sólo estaba reñido con el trabajo manual y la actividad comercial, sino que les brindaba derecho a que otros trabajaran para ellos. Indígenas y esclavos negros trabajaban a desgano y por imposición en beneficio de aquellos. Ello determinó una lógica circular en la que todos eludían el trabajo.


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