Antonio Guzmán Blanco, cuya valoración de sí mismo lindaba los términos de la auto idolatría, será el precursor del culto a Bolívar
La Adulancia de Guzmán Blanco
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Por Rafael Simón Jiménez


La adulancia, el cortesanismo, el lisonjeo y el rastacuerismo para con quien está en el poder, no es patrimonio exclusivo de quienes ahora gobiernan en Venezuela, por el contrario hunde sus raíces en una tradición que nace con nuestra propia historia republicana, y que ha generado capítulos de exacerbada megalomanía y endiosamiento a lo largo de nuestro devenir. Pero en realidad su expresión más grotesca y desproporcionada nace con la llegada de Antonio Guzmán Blanco a la Presidencia de la República en 1870. Dotado de una portentosa personalidad e ilustrado mediante una rigurosa formación cultural y jurídica, jamás en sus años mozos pensó Guzmán Blanco que se desdoblaría en exitoso caudillo y jefe militar.

El hecho de ser hijo del fundador y líder principalísimo del partido liberal, Antonio Leocadio Guzmán, y una serie de acontecimientos sobrevenidos, lo colocaron en el camino de las armas al estallar en 1859 el más cruento y desgarrador de los enfrentamientos internos que ha padecido Venezuela: la guerra federal o Guerra Larga, que durante cinco años consume más de una quinta parte de la población de un país disgregado, empobrecido y enfermo. Las peripecias del destino colocan al Joven Guzmán como secretario en campaña del General Juan Crisóstomo Falcón, y en condición de tal participa en todas las incidencias bélicas que concluyen en 1863 con la firma del Tratado de Coche, que traspasa el poder al bando federal.

En el gobierno de Falcón corresponderá a Guzmán ser vicepresidente, embajador plenipotenciario y titular de varias carteras, lo que lo fogueará en el desempeño de los asuntos administrativos. En abril de 1870, cuando entra triunfante a Caracas como caudillo absoluto del liberalismo y nuevo amo del poder, Antonio Guzmán iniciará unas largas etapas de hegemonía y predominio político que se extenderán por 18 años y que no estarán exentas de volteretas y cabriolas por parte de quienes encomienda la sucesión presidencial, cuando agobiado por el ejercicio del mando decide marcharse a disfrutar del reparador descanso parisino.

Guzmán, cuya valoración de sí mismo lindaba los términos de la auto idolatría, será el precursor del culto a Bolívar, que lo entiende como en los tiempos actuales como exaltación de sus propias glorias al declararse albacea y continuador de su obra. Al ególatra gobernante lo rodea una camarilla de adulantes que no conoce límites a la hora de tributarle elogios o destacar sus cualidades y méritos, lo cual ayuda a masajear su descomunal ego. En febrero de 1873, luego de años de ejercicio de facto del poder, se instala el nuevo congreso de plenipotenciarios, todos incondicionales de Guzmán, quienes deberán aprobar una nueva Constitución que dé piso jurídico a su mandato. El 1º de marzo de 1873 el presidente Guzmán comparece ante el nuevo poder legislativo a rendir cuenta de sus tres años de gestión, la cual merece en todos sus actos aprobación unánime.

El 20 de febrero el Congreso en cumplimento de la nueva carta fundamental puesta en vigencia contabiliza lo votos consignados en los comicios que dan a Guzmán una amplísima ventaja para desempeñar la Presidencia en el periodo 1873-1877, y conjuntamente con la elección aprueba un decreto denominado de "Glorias a Guzmán" que le confiere al mandatario el título de "Ilustre Americano", y que además lo autoriza para seguir usando el título de "primer magistrado" aun después de concluido su mandato, se confiere a la plaza ubicada entre el capitolio y la universidad, adyacente al templo de San Francisco, el nombre de Guzmán y se acuerda erigir allí una estatua ecuestre del jefe del Estado, al que también se le confiere la calificación de "regenerador de Venezuela", un cuadro de Guzmán será colocado en el salón de sesiones del Congreso Nacional, todos estos honores son votados solícitamente por senadores y diputados, sin voces disidentes.

Informado por una comisión designada al efecto el general Antonio Guzmán Blanco de los honores que le había dispensado, se atrevió, quizás adelantándose a lo que sucedería reiteradamente al dejar el poder, a advertir que "…este género de actos tiene sus inconvenientes cuando se refiere a personas que aún no han bajado a la tumba, porque puede acontecer que errores posteriores a esas manifestaciones despierten algo como el arrepentimiento en aquellos mismos, que lo sancionaron con ingenua espontaneidad", sin embargo para que los solícitos adulantes no creyeran que estaba declinando los honores concedidos, de seguidas agrego: “… En el presente caso y tratándose de mi persona, la confianza que tengo en las sanas intenciones que me han guiado hasta hoy, en todos mis actos, me garantizan hasta el punto de no temer para mi nombre las sombras que el proceder suele arrojar sobre el brillo de patrióticos servicios…”

Fingidas o reales, las preocupaciones de Guzmán sobre la suerte que eventualmente podrían correr en el futuro los honores, títulos y distinciones conferidos, lo cierto es que sus reflexiones no estuvieron equivocadas, pues por dos oportunidades, la primera en 1877-78 y la segunda y definitiva en 1889, sus estatuas rodarían presas de la ira popular, y la reacción contra sus abusos, peculados y desafueros eclipsarían hasta el repudio primero y luego el olvido de aquel arrebato de adulancia circunstancial que le masajeara su gigantesca vanidad en febrero de 1873.



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