Por Faitha Nahmens Larrazábal - La suya, más que una biografía, es una lista de bondades que serían cobijadas por el incondicional imaginario de quienes reconstruyen su beatífica saga
José Gregorio, el médico que (no fue) cura
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Figura encasillada en la estampa que lo reproduce casi de manera viral, las manos atrás y embutido de negro de pies a cabeza, sombrero y bigotes ídem, José Gregorio Hernández Cisneros, a cien años de su insensata muerte, se alza como entrañable milagrero, y aunque no levita del todo por la demora con que se toma su caso la jerarquía de la iglesia, que no se decide aún a otorgarle el título de santo (de siervo de dios ascendió a venerable, y ahí está, por ahora), a la feligresía robusta y tenaz que lo exalta, aquí y en medio mundo —aun cuando se ufanaría de llamarlo san José Gregorio—, le basta invocarlo con su nombre a secas.

En tallas, estampas, devocionarios, en Isnotú, en La Pastora, en Medellín, en Quito, en Lima lo mantienen de pie en los altares desde hace más de un siglo (el llamado médico de los pobres sería venerado ya en vida por los tantos agradecidos que curó sin cobrarles un centavo) y no han echado en falta, no del todo, el certificado. Santo de su devoción, rezan por su beatificación pero más porque ejerza como el bendito que ya es y complazca, de nuevo, los anhelos de quienes lo invocan. No ha ocurrido aun esa sanación prodigiosa que lo corone, pero no por eso es poco enjundioso el expediente de su obra. “Será santo pronto, cuando toque, el tiempo de dios es perfecto”, dicen los jerarcas católicos, pidiendo calma y fe mientras lo alaban en filas infinitas en la iglesia de La Candelaria de Caracas donde reposa. Y donde a las 5 de la tarde de este 29 lo honran en misa especial que oficia el mismísimo administrador apostólico de la arquidiócesis de la ciudad, el arzobispo Baltazar Porras.

Había ido a misa —se confesaba cada mañana, y el 29 de junio de 1919 le habría dicho al sacerdote tras la celosía que presentía su muerte— y luego de desayunar frugalmente saldría a visitar a los pacientes. Un carro, conducido para peor infortunio por su propio compadre lo atropella en la esquina caraqueña de Amadores. El impacto lo empuja sin remedio y va a dar su cabeza en la caída contra el filo de la acera. Tenía 55 años y mucho aun por hacer. La fe con que sería ungido, la propia, lo había llevado a intentar en tres ocasiones su ordenación sacerdotal hasta desistir. Había intentado incluso incorporarse a la congregación cartuja, tan ascética, tan imperativa, tan exigente. No habría resistido los votos de silencio. El, tan parco, tenía cualidades para la retórica. Antes que médico quiso ser abogado, cambió de rumbo por deseo expreso de padre que lo disuade. Final intempestivo, a su enjundiosa impronta de científico pudo adherir más medallas.

La suya, más que una biografía, es una lista de bondades que, sin ponerlas en duda, serían cobijadas por el incondicional imaginario de quienes reconstruyen su beatífica saga —también en los altares de la santería, es un imbatible de estruendosa popularidad— dejando a un lado su trayectoria como investigador, conocida más estrictamente en círculos especializados. Sin embargo, son rotundos y estos sí comprobables, y tan admirables, sus aportes académicos. Sin duda superó con creces las expectativas familiares de un padre agobiado y soñador que puso en él tantas esperanzas. Acaso esa sería también una marca para el trujillano de los milagros: ser depositario de esperanzas.

Benigno María Hernández Manzaneda, el padre, que suma cinco años de viudez y se la apaña para guiar a seis hijos, alienta al primogénito a volar del nido para que tenga una vida mejor, es decir, vea mundo, no sea como él, farmacéutico y vendedor en un mercado de abarrotes en Isnotú. Que estudie en la universidad, y que eso sí la carrera sea Medicina, Leyes no, abogado nunca, ayudar al prójimo será siempre una opción digna, reitera: nada que ver con vivir entrampado en el enjambre de los argumentos. La insistencia del padre será obedecida. José Gregorio Hernández tenía módicos 13.

Muchachito corajudo y al parecer de talante blindado a toda expresión de aspaviento viene por los caminos feroces de entonces (¿de entonces?) sitiados por asaltantes con dos tíos a la capital, la acicalada Caracas, bañada de perfume francés. Lo inscriben en el celebérrimo colegio Villegas donde se hará notar por su dedicación al estudio; tanto que pronto será, el aplicado jovencito, preparador de cátedra. No jugaba, leía, no tenía otro entretenimiento, así fue forjándose el intelectual, el científico curioso que será señero investigador, y ciertamente también el devoto que fue. Los genes son marca. Al hijo de Hernández Manzaneda y Josefa Antonia Cisneros Mansilla, por vía paterna, le corría sangre del Santo Hermano Miguel (Francisco Luis Florencio Febres-Cordero Muñoz), educador, escritor y miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, y correspondiente de la Real Academia Española. No es menos linajudo por el lado materno: descendía del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, quien, además de fundador de la Universidad de Alcalá y gran impulsor de la cultura en su época, sería nada más y nada menos que el confesor de Isabel la Católica.

A los 17 ingresa en la Universidad Central a estudiar, pues, Medicina y se inclinará por los derroteros de la Biología; hay que decir que este enunciado no advierte lo enjundioso de su currículum, que es estelar. Formado con creces (hablaba inglés, alemán, francés, italiano, portugués y dominaba el latín, era filósofo, poseía profusos conocimientos acerca de teología y, por añadidura, era músico, saberes todos aprendidos de manera autodidacta), por sus evidentes cualidades y disciplina se granjea la confianza de la academia que apoyará sus viajes a Berlín y París donde abundará en conocimientos. Se perfila como el cimero científico que sería. En Europa estudia microscopía y avezado en la materia es quien trae al país el aparato y sus maravillas. Tan sólo a pocos días de obtener el título de doctor en Medicina en presencia del rector de la Central, como era costumbre, según reiteran los biógrafos y difunden las redes, abisma a los catedráticos; luego sería uno de ellos. No es el niño perdido pero como en el misterio gozoso, deslumbró a los sabios.

En la escena, él con gestualidad amable y convicciones fundamentadas, saca dos temas o ponencias para desarrollar ante un jurado examinador: “en primer lugar contrastaría la doctrina de Laennec, que asienta que la existencia del tubérculo es factor suficiente para la constitución de la tuberculosis revolucionaria teoría unitaria, frente a la escuela de Virchow, que sostiene la dualidad, según la cual la tuberculosis y la neumonía eran dos enfermedades distintas sin ninguna capacidad contagiosa”. Al parecer su labia bien claveteada con información tuvo su efecto. Aplausos. Todos abismados. “En segundo lugar, profundizaría en el tema de la fiebre tifoidea típica de presentarse en Caracas. La escogencia de ambos temas no eran más que un indicio de lo que más adelante se convertiría en el eje de su profesión médica, las enfermedades bacterianas, tanto así que es considerado el fundador de la bacteriología en Venezuela”.

El reconocimiento del nuevo doctor no tardará en ocurrir. Pleno de erudiciones, y con la experiencia que había adquirido en las aulas europeas, se abre espacio en Caracas, donde le dan inmediata y favorable acogida, “tanto en los medios profesionales como en los aristocráticos de Caracas”. Su carácter afable debió ser la guinda que le permite convertirse raudo en referente. Según opinión del doctor Santos Aníbal Dominici, “el doctor José Gregorio Hernández impuso su valimiento científico a las pocas semanas de su actuación médica”. Todos parecían convencidos de su pericia y de su eficacia profesional, al punto que “muchos galenos caraqueños no vacilaron en consultarle, incluso al pie del lecho de sus propios enfermos”. Al cabo de escaso tiempo, los colegas más viejos comenzaron a transferirle sus pacientes; tuvo entonces el doctor José Gregorio Hernández una de las más extensas listas de pacientes de la Caracas de aquellos tiempos. Enfermos y colegas otorgaría a sus opiniones profesionales validez indiscutible. Una revolución.

Tan rápido su enseñoramiento y ascenso (en lides científicas) que al cabo de tres años, sería tomado como “joven sabio” y no defraudaría a la platea, fue fecunda su actividad como investigador, docente y, claro, asistencial. Amigo de Luis Roche, ateo a quien José Gregorio parece que solía colocarle devocionarios en los bolsillos para asombro del colega que al parecer sonreía, jamás se molestó por ello (lo tenía en altísima estima), José Gregorio Hernández funda la cátedra de Histología Normal y Patológica y es asimismo pionero en la cátedra de bacteriología y fisiología experimental.

Genio y figura no solo hasta la sepultura —nació en Isnotú el 26 de octubre de 1864 y murió en caracas el 29 de junio de 1919 Hace cien años—, hoy por hoy es santo y seña de las creencias más acendradas, símbolo de identidad y ser de indudable y vigente omnipresencia. Mientras se asegura que no es santo por efecto de la santería, o sea, porque comparte tabernáculos con hombre muy de carne y hueso, es este 29 recordado y su nombre invocado con devoción en iglesias —la católica, sin duda, la voz cantante—, calles, en Isnotú y en La Pastora, donde, en la iglesia local, para conmemorar el centenar de su fallecimiento 100 primo comulgantes exactos ofrecen la eucaristía a cambio de sus bendiciones. Además, los parroquianos en su nombre se embutirán en el clásico flux negro y está previsto que una imagen suya de tamaño natural sea llevada a hombros por la vía para, entre oraciones y cantos, rendirle pleitesía.

Entretanto, la gente del colectivo bueno Ser Urbano confirma que lo tiene como santo patrón de sus afanes: si había pocos carros en la Caracas de hace cien años y uno segó su vida hay más lana donde cortar a la hora de defender al peatón del automóvil enseñoreado, que no respeta en estos lares el rayado ni antes ni ahora, que aquí sigue echando humo, que se asume como modo de transporte principal por encima del público o de la amable bici. Andante impenitente, a pie iba José Gregorio Hernández de casa en casa, visitando pacientes en la Caracas de la zona fundacional. Peatón insigne, también lo honra la gente de Te Paseo y Te Cuento que hará un recorrido por Altagracia, Candelaria y La Pastora —donde el médico de cabecera deambuló— para reconstruir sus pasos y con ellos el anecdotario en un trayecto de fe y caraqueñidad al que invitan a participar a todos los creyentes con esperanza en que sí se puede. Ejercicio de conexión urbana, tiene fecha: el 13 de julio.

Querido contra viento y marea, santo o no, su nombre es esperanza. A eso se asocia José Gregorio Hernández que sigue, lo juran tantos, sanando enfermos. Caballero que concentra los fervores venezolanos podría ungirse pues como el reunificador del país. Convoca sin distingos, y así podría sanarnos.


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