El 4 de febrero de 1992, hace 30 años, fracasó una intentona golpista pero se abrió un proceso de tensiones y cambios que ya pasa de dos décadas
Chávez, Mediático
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Por Manuel Felipe Sierra


Cuando al mediodía del 4 de febrero de 1992 Hugo Chávez Frías apareció en televisión y dijo la frase “por ahora”, estaba fijando una referencia mediática hasta entonces desconocida. Su aparición develaba el rostro humano de una asonada que desde la madrugada mantenía al país entre el sobresalto y el miedo: era el primer intento de fractura de un sistema que parecía blindado frente a la tentación golpista. El hombre desconocido y uniformado que aparecía en las pantallas no era el retrato típico del general conspirador a quien sorprende la mañana con el botín del poder entre las manos.

Al contrario, era la imagen de un oficial de mediana graduación, en traje de campaña, ajeno al estereotipo del militar con el pecho fulgurante de medallas; no era tampoco el personaje asociado a las contingencias cotidianas de la política ni un nuevo líder con el aura del arrojo y la audacia. ¿Estas razones no eran suficientes para que la escena de un oficial esposado y escoltado por el Alto Mando castrense se grabara en el subconsciente venezolano?

Pero el hecho estaba en sintonía con el contexto político. El sistema democrático iniciado en 1958 daba señales de agotamiento y desde hacía años se percibían como ineludibles reformas y cambios que revitalizaran los partidos y las instituciones del Estado. Era cierto que tres años atrás se había dado un primer paso con la elección directa de gobernadores y alcaldes y el estímulo a mecanismos de descentralización administrativa. No obstante, ello no era suficiente: las dirigencias partidistas permanecían de espaldas a la realidad, y mientras reforzaban las prácticas cupulares excluyentes, la corrupción gangrenaba aceleradamente las instancias públicas. Ciertamente, todavía no mediaban urgencias económicas ni mayores presiones sociales para el cambio. Coincidencialmente, minutos antes de que se activaran las contraseñas golpistas en los cuarteles, Carlos Andrés Pérez llegaba del Foro Mundial de Davos con cara de satisfacción, porque expertos y banqueros del mundo exaltaban como un milagro el crecimiento en corto tiempo del diez por ciento de la economía venezolana en 1991.

Pero su aventura cuartelaria, precedida de acercamientos con la izquierda derrotada en los años sesenta y el apoyo de oficiales de niveles medios (los llamados “comacates”) que reivindicaban valores nacionalistas, Chávez emergía desde la sombra como un nuevo líder para futuras jornadas. Ello explicaba que el 4-F haya reunido la mayor fortaleza en las asonadas cuartelarias del pasado hasta el punto de penetrar sus hombres esa madrugada al propio Palacio de Miraflores. De esta manera el insurrecto lograría capitalizar luego el rechazo al establecimiento político y llenar un vacío histórico. Testigos contaban que en las primeras horas de esa mañana, cuando Rafael Caldera se dirigía al Congreso Nacional para iniciar un debate sobre la tentativa, su automóvil fue prácticamente sitiado en la avenida “Rómulo Gallegos” por vecinos enfurecidos que vitoreaban a unos golpistas cuyos nombres ni siquiera conocían, lo cual debió pesar para que el exPresidente -comprometido como nadie con el sistema heredado del pacto suscrito en su propia casa en 1958- pronunciara un discurso que antes que condenar el intento sedicioso, sirvió de estímulo para el clima de agitación que reinó durante los meses siguientes.

A los pocos días de la asonada el gobierno contrató al asesor norteamericano David Garht para refrescar su imagen después de lo ocurrido. El experto usó a una encuestadora local para que midiera diariamente la opinión sobre las personalidades de mayor credibilidad. Durante los 20 días que se realizaron los sondeos Chávez se ubicó sobre 60 por ciento (muy por encima de Caldera ganador de la Presidencia al año siguiente) como el venezolano que despertaba mayor confianza, sin tener entonces presencia en los medios de comunicación y estando recluido en una prisión.

Por ello cuando las encuestas en marzo de 1998 comenzaron a reflejar el avance de su candidatura (con una campaña basada en el contacto directo y un discurso que recogía la subcultura del joropo y la carne en vara con la ilusión mesiánica de los desposeídos), no había porqué extrañarse, en el imaginario del elector no era un candidato nuevo, desde seis años atrás ya tenía “capacidad instalada” en buena parte de los futuros votantes. Tampoco cuando obtuvo la victoria presidencial en diciembre de 1998 con la propuesta de la Asamblea Constituyente (un planteamiento abstracto y conceptual) y no mediante un programa de ofertas económicas y sociales como los demás candidatos, ello habría de provocar sorpresa .Como tampoco que a lo largo de sus años como Presidente de la República no fuera el gobernante que de manera natural genera noticias y anuncia decisiones, sino un comunicador que usó y abusó de los medios de comunicación y enfrentó de modo directo las críticas y señalamientos propios de opositores y periodistas con la naturalidad y eficacia de los hoy llamados “influencers” digitales.




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