El partido fundado por Rómulo Betancourt tiene además una fuerte raíz cultural vinculada a tradiciones nacionales El partido fundado por Rómulo Betancourt tiene además una fuerte raíz cultural vinculada a tradiciones nacionales.
El Secreto de Acción Democrática
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Por Américo Martín


AD se había convertido en un invencible partido y en una inspirada fuente cultural. En 1948, entre los actos preparados para celebrar el ascenso de Gallegos a la presidencia, Juan Liscano organizó en el Nuevo Circo un festival folclórico que difundió con fuerza tipos, ritmos, estilos y costumbres populares. Se le conoció como el Festival de la Tradición. Si el nuevo gobierno y el partido que lo alcanzó carecían de cédula de identidad precisa, aquellos actos contribuyeron enormemente a proporcionársela, y con ello a darles un perfil propio. Fue un deslinde llamativo, signo de una acelerada maduración democrática. Los jóvenes partidos emprendieron sus respectivos caminos y los ciudadanos tomaron nota de la importancia de la institución partidista.

AD se confundió con la nación, la independencia, la democracia y la libertad. Todo eso le proporcionó una consistente raigambre popular. En una asamblea de la Juventud de AD convocada en 1959, once años después de aquel gran evento cultural, Luis Beltrán Prieto intentó establecer una diferencia tajante y fuera del marco ideológico, con los comunistas. Prieto había sido invitado por nosotros a esa reunión. Observando nuestra fuerte deriva hacia el marxismo, ya arraigado en nosotros, nos dijo: Acción Democrática es un partido “de” masas mientras el Partido Comunista es un partido “para” las masas.

Era insuficiente y escasamente convincente, claro, pero aludía con gran precisión al significado popular original de AD, que contribuyó a darle sus perfiles nacionalistas y su importante origen folclórico-cultural. No había otro movimiento tan “venezolanizado” como ese. Colón descubrió América, Juan Liscano a Venezuela Liscano removió fibras ocultas. Más de quinientos folcloristas participaron. Hubo tambores, bailes venezolanos tradicionales. El país ignoraba que tenía ese potencial enorme y quedó deslumbrado. Andrés Eloy Blanco, en su plástico lenguaje, se permitió una aguda boutade: Si, como se sabe, Colón descubrió América, Liscano descubrió a Venezuela.

Por supuesto, no fue una revelación de origen mágico. El propio Liscano había propuesto dos años antes a la Junta presidida por Rómulo Betancourt la creación del Servicio de Investigaciones Folclóricas, y el folclorismo tenía conexiones inextricables con el costumbrismo y nativismo, dos autóctonas corrientes culturales. Incluso el vocablo “folclore” fue empleado por primera vez por Arístides Rojas en el célebre El Cojo Ilustrado. Mariano Picón Salas había previsto en fecha tan temprana como 1930 la universalización de la cultura a la par de la ya visible globalización de la economía. No sería todavía aquella la hora de la universalización de nuestra cultura, pero sí la de su enraizamiento, sin el cual ni imaginar la otra. Se dispara a los pies el que con aire de superioridad desprecia la cultura popular así sea en nombre de los grandes logros de las distintas tendencias de la vanguardia. Nikolai Gogol lo había expuesto con palabras sin desperdicio: ¿Quieres ser universal? Conoce tu aldea

Sin embargo, la gente no estaba para investigar estas cosas. El Festival de la Tradición marcó un hito y se inscribió en la marcha incesante hacia la popularización de la política y la cultura, tan inteligentemente aprovechadas por AD. Somos el partido del pueblo, se dieron a repetir sus dirigentes. A mis diez años lo único que se me hizo presente de la baraúnda, fue el colorido del festival, los ritmos desconocidos, el baile de los tambores. Ni siquiera retuve el nombre de Liscano y de alguna manera se me metió en la cabeza que el organizador había sido el presidente Gallegos. El festival catapultó a Liscano. Lo proyectó como intelectual creativo y original. Puso de manifiesto su condición de humanista y poeta de los más queridos.

Yo aprendí a estimarlo años más tarde, en medio de los diálogos en el liceo, cuando nos circundaba la atmósfera clandestina de la nueva dictadura. En las listas de méritos que constantemente elaborábamos, colocamos en el ranking de la poesía de esos años a Vicente Gerbasi, Otto De Sola, Paz Castillo y Juan Liscano. Gerbasi ha permanecido en la cima y como tal se ha convertido en un clásico. Cincuenta y cinco años después de estas fantasías liceístas, escribí un libro La Espada y el Escudo, que me devolvió a ellas. Ese libro le sigue la ruta a la poesía venezolana a través de once escritores. Los dos primeros y célebres versos que dan inicio a Mi padre el inmigrante, la obra capital de Gerbasi, son majestuosos, casi operáticos: Venimos de la noche y hacia la noche vamos. Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores.

El primero de esos versos es universal, es el misterio de la vida humana, la teología divina sobre el origen y el fatal destino de la muerte; mientras el segundo alude al terrenal mundo dejado atrás por su padre: los lagos, las nieves, los renos, los volcanes, las selvas hechizadas “donde moran las sombras azules del espanto”.