En 1880 estaban de moda el merengue Dámele betún, el joropo La perica y el valse El diablo suelto
Mi Mamá no Quiere
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Por Eleazar López-Contreras


"El parentesco ilustre que une a mis hijos con tan altas personajes como el Libertador y Cristóbal Mendoza, no les otorga privilegios sino deberes", alguna vez expresó Eugenio Mendoza Cobeña, nieto de ese Cristóbal que fue el primer presidente de Venezuela. Mendoza Cobeña estaba casado con Luisa Goiticoa, a su vez, bisnieta de Juana Bolívar, hermana del Libertador. Del matrimonio Mendoza-Goiticoa nació el industrial de mediados del siglo 20, Eugenio Mendoza Goiticoa. Su padre, Eugenio Mendoza Cobeña fue el gran pionero de urbanizaciones caraqueñas como El Paraíso, Los Chorros, Sebucán y Los Caobos. De niño había visto llegar a Caracas los primeros barriles de cemento en 1876. Más grandecito, en 1881, oyó disertar a José Martí en el Club Comercio, patinó con sus amigos frente al Capitolio (con patines italianos, que fueron los primeros en llegar a Venezuela), asistió a bailes en el Club Caracas y, en febrero de 1887, cuando tenía diecinueve años (nació el 17/12/1867), fue al Teatro Guzmán Blanco (ahora Municipal) para ver a la compañía de ópera traída por Teresa Carreño, quien lo hizo gracias a los 100 mil bolívares que le regaló Guzmán Blanco por haberle dedicado un himno.

Al año siguiente, en 1888, el joven Eugenio participó en las veladas musicales de la familia, auspiciadas por su hermana Tulia, bajo el manto del Club Santa Teresa fundado por ella, cuya consigna era bailar todos los domingos en la casa de una de las socias. Al casarse su hermana Emilia, Salvador Llamozas, el mejor pianista de la época y profesor de algunas de las hermanas Mendoza-Cobeña, interpretó el valse mexicano Sobre las olas, que entonces era muy popular, y dos suyos, criollos: Noches de Cumaná y A la orilla del mar, este último, muy probablemente inspirado en Macuto, que entonces era el balneario de moda, que había impuesto el propio Guzmán.

Cuando los novios desaparecieron del salón, donde se encontraban muchos personajes de la época, como Arístides Rojas y Eduardo Blanco, autor de Venezuela heróica (1881), se extendió la velada musical con más valses y baile, algo no visto entonces, pues los matrimonios bailables no se impusieron en Caracas sino a finales del siglo veinte. En 1880 estaban de moda el merengue Dámele betún, el joropo La perica y el valse El diablo suelto. Por ser un músico dedicado a la ópera y, como tal protegido de Verdi, entonces se encontraba en Caracas Giuseppe Gallignani, que aquí escribió La perica sobre coplas populares. Gallignani dio un concierto en el Teatro Guzmán Blanco, en el cual tocó una especie de suite criolla o popurrí, bajo el título de Aires Nacionales que, por supuesto, incluía La perica. (Más tarde, por hallarlo parecido a una tarantela, Job Pim lo catalogó como “una canzonetta criolla”).

Cuando Eugenio Mendoza Cobeña cumplía los veintiún años en 1888, lo llamó Félix Ribas, rico y activo hombre de negocios, para convertirlo en contador de Tranvías Caracas. Allí hizo carrera (en 1906, cuando se inauguró el tranvía eléctrico, gracias al Gobernador Ramón Tello Mendoza), ya era su administrador; pero, desde tiempo atrás, se interesaba en expandir las rutas y montar los establos de la línea en las vegas de Echezuría, terrenos que convenció a ciertos amigos compraran las vegas y los terrenos circundantes para convertirlos en la urbanización de El Paraíso. Mientras tanto, en lo social Eugenio se movía entre sus amigos, que incluían a Bartolomé López de Ceballos, gran bailarín de salón y a otros tantos que disfrutaban de la danza y la cuadrilla, a la cual ahora se le sumaba el valse.

Entre esos buenos amigos también se incluía al pintor Arturo Michelena, quien como hombre exótico exhibía en esos bailes vistosas corbatas que había traído de París. Pronto, todos ellos pasarían del salón de baile al campo del deporte pues estaban por llegar el béisbol, el fútbol, el cricket y la bicicleta; mientras tanto, Eugenio conquistó bailando a Luisa Goiticoa, en tiempos en que se “reservaban” las piezas mediante el uso de un “carnet”. Uno de los amigos de Eugenio era Antonio Ibarra Elizondo, joven de la alta sociedad, nieto del General Diego Ibarra, quien había sido edecán del Libertador. Su amigo Antonio le preocupaba porque de noche se convertía en un calavera, recorriendo los bares de Puente Hierro con una cuerdita de guapos que incluía al tuerto Alfredo Alvarado, futuro padre de Alfredito Alvarado, rey del joropo.

Como eran camorreros, años más tarde, cuando tomaron la Comandancia de la Policía, con Antonio Ibarra a la cabeza, la acción indujo a que el presidente Cipriano Castro expresara: “Ni cobro andinos ni pago caraqueños”. En 1896 tuvo Eugenio un duelo de sables con el abusivo César Urdaneta, por cuestiones de honor. Urdaneta nombró sus padrinos, que resultaron ser dos prestigiosos militares: los generales Venancio Pulgar y Martín Vegas, este último responsable de haber azuzado a los lincheros de Santa Rosalía y a los vagabundos de La Palmita, para que acabaran a palo limpio un baile ofrecido por Guzmán Blanco en 1869. Los padrinos de Eugenio fueron Armando Zuloaga Blanco, luego fallecido en la aventura del Falke, y ese Antonio Ibarra, que era una especie de d’Artagnan venezolano, célebre por su increíble fuerza, su fiereza y su valor. Como fuere, Eugenio hirió a su contrincante (de haber ocurrido lo contrario, en su casa lo esperaba, para curarlo, el Dr.José Gregorio Hernández) y ganó el duelo, con lo cual obtuvo puntos con su novia, Luisa Goiticoa. Entonces compartía sus deberes con la compañía de tranvías y su fábrica de jabones y muebles vieneses; pero su idea era una sola: urbanizar a Caracas.

La extensión de la ciudad hacia el este había comenzado con el Hipódromo de Sabana Grande, pintado por Arturo Michelena, que era hípico, el cual fue construido por Joaquín Crespo en 1895. Chacaíto era entonces solo un caserío y Chacao un pueblo tranquilo, netamente agrícola, donde la música que se podía escuchar era esporádica y, esa, a cargo de un viejo italiano que se trasladaba allí con su pianito al hombro, para regocijo de quienes allí iban de picnic. Sobre un catrecito, el musiú montaba el pequeño piano y con una manivela comenzaba a tocar una polca, luego el Carnaval de Venecia y después el infaltable Sobre las olas, que todavía sobrevive como música de carrusel pero, hacia 1950 y piquito, fue un gran hit en los Estados Unidos, en la voz de Mario Lanza, con el título de The Loveliest Night of the Year.

Más allá, en Los Dos Caminos, que fue hasta donde llegaba la Calle Real, construida por Guzmán Blanco y pavimentada con macadam por el General Gómez en 1914, se destacaba el Restaurant Caracas, ubicado en la bifurcación del camino a Los Chorros y Petare. Allí tocaba el piano Angelina Trujillo, cuñada de Guillermo Golding, propietario del restaurant. (Aún más allá, hacia Petare, en un lugar llamado La Cañada, se incubaba el futuro botánico Jesús María Negrín, de la mano de un profesor alemán con quien recorrió Venezuela y el mundo estudiando las plantas). Por parecerle un paraje incomparable, Eugenio Mendoza Cobeña decidió urbanizar Los Chorros, para lo cual hubo de lograr la extensión del tranvía, pues el lugar era considerado inaccesible, a menos que allí se fuera en coche o carreta. Eran tiempos de música selecta y helados en el elegante café de La India, y de las muchachas asomadas en las ventanas en las caseronas del centro y, algo más tarde, en las de Sabana Grande, que eran de corredores y muchos volados, construidas especialmente para presenciar los toros coleados (además, entonces había casetas para los bañistas que disfrutaban de las playas del Río Guaire, a lo largo de los caobos de la hacienda La Guía, parte de la cual se convirtió en el Parque Los Caobos, que Gómez compró e inauguró en 1925, para salvaguardar los enormes árboles de la hacienda).

Pegado a las chorreras de agua de Tócome don Pius Schlageter, también promotor de la nueva urbanización (C.A. Ávila), construyó un pequeño pero magnífico hotel en la colina, que ofrecía música y promocionaba la excepcional agua de Tócome. La empresa trazó el urbanismo y sembró árboles, mientras que personas de importancia comenzaron a construir sus casas, algunas con nombres poco comunes, como la Estancia Machado y la gran mansión de Mr. Albert Cherry, gerente inglés del Ferrocarril Central, que la llamó “Guarimba”. Pero hubo otra, bastante anterior, a la urbanización, que tuvo un nombre extraño… extraño hasta que se conoce el motivo que indujo a llamarla del modo que se hizo.

Un rico general guzmancista se enamoró de una beldad de la sociedad caraqueña y, para aislarla (posiblemente porque se trataba de un segundo frente), le montó una gran mansión en Los Dos Caminos, envuelta por bellos jardines y arboledas de mango. Ella vivía sola, rodeada de un aura de misterio que hacía que la gente desconfiara. Atendida por sirvientes, ella solo se distraía leyendo poesía y tocando piano. Como no tenía hijos, le agradaba atender a la muchachada que se dirigía a bañarse en los pozos de Los Chorros, para la que siempre tenía abundantes chocolatines y caramelos. Pero ocurrió que las madres, recelosas de la misteriosa dama que no salía de su casa, prohibieron a los niños visitarla. Al indagar la razón, los chiquillos solo le respondían: “Mi mamá no quiere”. Como a todas las casas de las zonas aledañas a Caracas se les ponía nombre, pues las numeradas solo existían en el centro de la ciudad, ella, con humor, le puso a la suya Mi mamá no quiere.




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